12 septiembre 2009

La mochila de Jim Hawkins



Es posible que para mucha gente, el escritor Arturo Pérez-Reverte no resulte simpático ni dicharachero. Si sólo se le conoce por las patentes que cada semana escribe y son publicadas en varios diarios eapañoles quedará claro de que es un hombre combativo, mala leche, hosco e inclusive un poquito misántropo. Yo no tengo el gusto de conocerlo personalmente, pero hay varios integrantes del foro El Capitán Alatriste que han tenido la fortuna de compartir con él inclusive mesa y mantel. Es una delicia leer sus crónicas y comprobar lo mucho que dista de la imagen del escritor distante y mala leche a la del hombre curioso y un poco afable que lo mismo conversa de cine de guerra que de su personaje con mayúsculas: el capitán Alatriste.

Quizá ya he hablado aquí de cómo surgió mi admiración por Pérez-Reverte, de cómo la casualidad de que uno de sus personajes y yo compartamos el mismo nombre me reveló a un verdadero maestro: Hace cosa de unos once años, cuando yo trabajaba en un programa de la tele de México cuya línea era de sucesos, como los llaman aquí (casi nota roja en México, hahaha), me vi en la necesidad de relacionarme (sólo vía telefónica) con el Jefe de Comunicación Social de la PGJDF para que los reporteros tuvieran acceso a las presentaciones ante los medios de las capturas de delicuentes y demás. Aquel chico que no hombre mayor (según lo confirmaba su secretaria) estaba leyendo La piel del tambor y siempre la conversación entre nosotros partía comentándome los pormenores de la lectura del mismo. La suerte también quiso que poco tiempo después ese libro llegara a mis manos vía préstamo de uno de los reporteros del programa. Sobra decir que casi lo devoré y que no lo leí una vez, sino dos y tres ;-) Al cabo de los meses, me compré mi propio ejemplar y también El Club Dumas y el primero de la saga de El Capitán Alatriste. La Reina del Sur me llegó al alma, pero eso merece otra entrada completa ;-)

Sin prisa, pero sin pausa, descubrí a un autor que me emocionaba, que se notaba que escribía apasionadamente, haciendo a un lado tendencias y rebuscamientos. Que resultaba imposible de encasillar en tal o cual corriente porque todas le sentarían mal. Porque es imposible encuadrar a un autor que parece intemporal, que mira siempre en el pasado, en los grandes autores, para reacomodar este mundo actual que no acaba de gustarle a él mismo.

Esto queda claro en su participación el 18 de junio del año pasado en la última jornada del segundo foro Lecciones y Maestros que la Fundación Santillana y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizaron como preludio del curso 2008. Los escritores Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez Reverte y Javier Marías reflexionaron durante tres jornadas, sobre su obra, el papel del escritor y la literatura, que "enseña a vivir" y muestra "que la vida real está mal hecha", según Vargas Llosa.

La fiesta literaria convocada en Santillana, aunque tuvo su colofón en el Paraninfo de La Magdalena ante el público, vivió en su última jornada el viaje literario de Pérez-Reverte, cargado con su mochila de Jim Hawkins -epígrafe de su intervención- a través de un itinerario de reflexiones, devociones, definiciones y algunos ajustes de cuentas que mucha ámpula levantaron en los medios de comunicación (como suele ser una costumbre en cada declaración que hace el maestro Pérez-Reverte).

Gracias a el Foro El Capitán Alatriste he podido leer y disfrutar con la intervención de don Arturo que aquí comparto con ustedes:


Antes que nada, una precisión: hay escritores y novelistas. Ambos términos son respetables, pero, a mi juicio, no siempre significan lo mismo. No todo escritor es novelista, aunque algún escritor crea que sí lo es, o que puede serlo. Yo escribo novelas, estoy aquí como novelista, y la función de mi escritura, mi móvil, es contar historias. A través de esas historias, por supuesto, transmito una interpretación del mundo. Lo que cuenta es la confrontación del lector con ese punto de vista, que lo acepte o no lo acepte, que el lector asuma las reglas del viejo contrato: esto es una ficción, más o menos real, más o menos compleja, y de ti depende lo que hagas con ella. Yo suministro materiales narrativos, sociales, estéticos, morales, etcétera. Respondo de la honradez profesional con que han sido estructurados. Ése es mi compromiso: contar una historia de forma eficaz. Pero cuando el lector pasa las páginas y proyecta en mi novela su mundo, su vida, sus lecturas anteriores, su ideología, eso ya no es cosa mía. Mi libro es ahora su libro. Que le divierta un rato o que cambie su vida ya no es asunto mío. Escribí lo que quería porque me gusta escribir, porque así vivo otras vidas además de la mía, porque ajusto cuentas con el mundo, porque me pagan, por lo que sea. Y me leen porque quieren leerme. Mi responsabilidad termina en el momento en el que entrego el mejor texto posible a mi editor.

He dicho alguna vez en público que no quiero ser referente moral ni partero intelectual de nadie. Admiro a quienes lo son sin pretenderlo, respeto a quienes lo procuran con merecimientos, y desprecio a quienes lo pretenden sin fundamento, pero yo estoy fuera. Cuento historias, las que me apetecen, las que creo conveniente contar, y lo hago sin sentarme cada día a trabajar con el pesado fardo de la responsabilidad moral de autor o artista sobre los hombros. Soy un leal mercenario de mí mismo, de mis gustos, de mis aficiones, de mis sueños, de mi imaginación, de mis amores y de mis odios. No soy un teórico, ni tengo dogmas que transmitir, ni he sido tocado por la gracia. Escribo novelas y la gente las lee. De momento. Detalle que me permite vivir de esto y seguir escribiendo más novelas. Y debo decir que si estas jornadas se llamaran ‘La literatura ante el nuevo milenio’ o ‘El futuro de la novela’ o algo así, yo no estaría aquí. No sé cuál es el futuro de la novela, y la verdad es que me importa un rábano el futuro de la novela. Hay ya suficientes novelas, buenas novelas, escritas, para que yo pueda leer y releer el resto de mi vida sin que nadie, ni yo mismo, escriba una sola línea más.

(…falta...) incluso como una misión sagrada, y no como lo que algunos entendemos que es: un noble oficio, con algo tal vez de inspiración, de arte quizá, o de talento, y una gran parte -la mayor- de disciplina y de trabajo. Crear mundos complejos y verosímiles y ponerlos en circulación.

El lado solemne de la literatura prefiero dejárselo a gente que se pone de perfil ante el espejo de la crítica, las mesas redondas y las tertulias literarias, y a algunos que viven del cuento de contar no cómo son, sino cómo deberían ser los libros que escriben otros. Los libros que ellos, naturalmente, escribirían con suma facilidad si quisieran. Lo que pasa es que no quieren. Yo sí quiero. Cuando no estoy por ahí me levanto a las siete de la mañana, hago ejercicio, me doy una ducha y trabajo entre ocho y diez horas diarias. A mí lo que me preocupa es resolver con eficacia mis propios problemas narrativos, y eso es algo que resuelvo escribiendo, buscándole las vueltas, releyendo y subrayando a la gente que supo hacerlo bien. Eso me ocupa el tiempo suficiente como para no ir por ahí explicando a los demás cómo tienen que hacer las cosas ni al lector lo que debe o no debe leer, entre otras cosas porque no hay un método ni un sistema para escribir ni tampoco para leer. Uno debe leer o escribir o leer lo que le apetezca y como le apetezca, y atenerse a las consecuencias.

Desde mi punto de vista, que a lo mejor no es objetivo ni extraordinario, pero es el único que tengo, escribir una novela es contar una historia, o sea, resolver un problema narrativo buscando el camino más eficaz para conducir al lector del punto A, que es el planteamiento, al punto C, que es el desenlace, pasando por el B, que es el nudo. Asquerosamente clásico, ya sé, pero hasta la fecha no creo que se haya inventado nada mejor, sobre todo si se acompaña con los puntos, las comas y los puntos y coma en su sitio.

Un problema narrativo, decía. Y cuando tengo problemas narrativos que resolver no desnudo mi alma en las entrevistas ni le echo la culpa al desfallecimiento creativo, ni intento justificarme diciendo que el público es imbécil, ni ataco a Javier Marías o a Mario Vargas Llosa porque en vez de esto escriben aquello, ni me quejo de que el mundo no me comprende. Busco en los libros, en autores como Stendhal, Homero, Conrad, Dickens, Virgilio, Dumas, Mann, Conan Doyle, Dostoyevski, Stevenson -o incluso en gente tan maltratada como Agatha Christie, John Le Carré, y hasta en Ken Follett si me hiciera falta- los recursos, los mecanismos, las herramientas del oficio, que me permitan llevar al papel del modo más eficaz posible la historia que tengo en la cabeza.

No crean que he citado a Follett como provocación. Durante todo un año juvenil viví en casa de un familiar que tenía en su biblioteca todos los best-sellers americanos y toda la novela policiaca de los años 50 y 60: Vicky Baum, Zane Grey, Frank Slaughter, Frank Yerby, Somerset Maugham... Lo leí todo, por supuesto. Ese año fue para mí decisivo en cuanto al aprendizaje de utilísimas técnicas narrativas que, aunque yo no podía imaginarlo entonces, iban a serme muy útiles cuarenta años después. Cuando se llevan, como es mi caso, casi cincuenta años de una vida de 56 leyendo ininterrumpidamente, a uno no le importa citar nombres y estilos y géneros sin el menor complejo. Nada tengo que hacerme perdonar como lector. Habiéndolos leído a todos, debo más a Homero que a Joyce, más a Dumas o a Balzac que a Faulkner, más a Bernal Díaz del Castillo que a Malcolm Lowry, más a Quevedo, Cervantes, Clarín o Dostoyevski que a Cortázar o Ferlosio, y más a un solo libro de Agatha Christie, ‘El asesinato de Rogelio Ackroyd’, por ejemplo, que a la mayor parte de los autores aplaudidos por la crítica oficial en el último medio siglo.

Cuando escucho a un autor quejarse del sufrimiento de la creación literaria siempre digo lo mismo: ‘Escribir no es obligatorio, déjalo, no sufras, no merece la pena. No te lo van a agradecer, de verdad, tanto esfuerzo, tanta originalidad y tanto sacrificio.’ El acto de escribir literatura, o novela, como es mi caso, lo entiendo como un acto de felicidad, de diversión, un disfrute para la imaginación propia, y una buena oportunidad de recontar el mundo a mi manera, quizá porque durante veintiún años, en otro tipo de vida que nada tiene que ver con lo que aquí me ha traído, viví en un mundo que no me gustaba en absoluto. Escribo sobre todo porque soy lector, y supongo que a fin de cuentas intento ordenar esos casi cincuenta años de lectura a la luz de mi propia experiencia y de mi propia vida. Allá cada cual con los motivos por los que escribe. Yo no tengo ninguna misión, como dije, educativa ni cultural, ni pretendo hacer al lector más listo, más libre o más sabio. Me parece bien que haya escritores que se dejen la piel, la carne y la sangre, pero ése no es mi caso, y cuando lo es no voy por ahí dándole tres cuartos al pregonero. La piel me la he dejado en lugares que sólo son asunto mío, y a la hora de escribir, lo que deseo es ser feliz, y lo soy dentro de lo que cabe. Soy feliz porque me divierto multiplicándome en diversos mundos, vidas y situaciones, y la diversión –creo que eso se lo hago decir incluso en ‘El Club Dumas’ a uno de mis personajes- ya es motivo suficiente para escribir o leer una novela.

Todavía hoy, después de Umberto Eco, de John Le Carré, a estas alturas de la feria –del libro- hay imbéciles que sostienen que lo importante es que el martillo tenga mango de ébano y cabeza de marfil, no que clave clavos. Me refiero a los que ignoran que ya Aristóteles, en la ‘Poética’, advertía de los peligros de mucha ‘elocutio’ y poca ‘dispositio’, entre otras cosas, supongo, porque nunca en su vida leyeron a Aristóteles. Hablo de quienes olvidan o ignoran un principio elemental que ya apuntaba Stevenson: si un presunto novelista no tiene nada que contar, por mucho bello estilo que maneje lo mejor es que se calle. Que cierre la boca, que deje las saturadas mesas de novedades de las librerías en paz y se vaya a hacer puñetas.

También, fiel a mi costumbre de hacer amigos, detesto con toda mi alma a los creadores de opinión literaria cuya memoria empieza ayer por la tarde, los que no se manejan más que de Cortázar para acá. Lo hacía sin complejos hace exactamente veinte años, cuando empecé a publicar, y lo hago ahora: me refiero a algunos cagatintas analfabetos, si tenemos en cuenta a qué oficio se dedican, que de pronto, a causa de una edición reciente de algo, puesta de moda, descubren a Stefan Zweig, a Henry James, a Thomas Pynchon, a Chateaubriand o a Montaigne, a quienes no habían leído antes en su vida, o a quienes denostaban directamente. ¿Quién respetaba a Zweig, a Schnitzler o a Joseph Roth hace treinta años en España excepto aquellos que los leíamos? También sobre Conrad, que ahora no se le cae a nadie de la boca, debo recordar cómo algunos le perdonaban la vida en España hace sólo treinta o cuarenta años. ‘Escritor de mar, ya saben, aventura y todo eso, cosa menor, tipo Stevenson, otro que tal’. Me refiero, en fin a ciertos críticos o columnistas culturales que se apresuran a contarnos de un día para otro, con el sospechoso entusiasmo del converso reciente, lo imprescindible –palabra mágica- que son esos autores y cómo se tutean con ellos de toda la vida. Hablo de algunos parásitos iletrados, o esnobs, que con sus recomendaciones estuvieron a punto de dejar a la literatura española sin lectores en los años 80 y 90, aunque por suerte nadie les hizo al fin demasiado caso, y que ahora incluso, sin rubor alguno, se atreven a escribir a veces ellos también novelas vanidosas e infumables, que encima justifican –a la vejez, viruelas- como divertimento o juego de géneros. Hablo de aquellos individuos que en su momento, por citar un ejemplo clásico, leyeron ‘La vieja sirena’, de José Luis Sampedro, y aseguraron tan campantes que se notaba mucho en el libro la influencia de Mika Waltari, olvidando –o mejor dicho, ignorando- que Sampedro leyó desde niño, y trufó el libro con referencias a ellos, a Apolonio de Rodas, Suetonio, Herodoto, Homero y Virgilio, entre otros, autores a los que ese crítico o críticos no habían leído, naturalmente. Tal es el problema cuando un cretino elabora teoría literaria a partir de sus propias limitaciones, juzgando la obra de los demás a la luz mediocre de sus propias limitaciones culturales.

Esa memoria literaria es, desde mi punto de vista, la verdadera patria del lector y del escritor, la matriz de la que parte todo. Hace un tiempo un buen amigo mío, Julio Ollero -que editó la primera edición de ‘El maestro de esgrima’ en Mondadori, y para quien escribí luego ‘Territorio comanche’- me propuso a modo de juego que elaborase la lista de los cien libros que de una u otra forma más habían influido en mi vida. Me puse a ello por curiosidad, y para mi sorpresa descubrí que de esos cien libros, la mayor parte los había leído antes de los veinte años.

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Y siguiendo con la sorpresa, a la hora de reflexionar sobre ello y establecer relaciones, caí en la cuenta de que en realidad los siguientes años de mi vida, el resto de mi vida, lo que he hecho ha sido buscar en los viajes, en los amigos, en todo lo demás, la huella que esos libros me dejaron, y a reescribirlos como novelista una y otra vez bajo luces diferentes. Todavía ahora, cuando tengo dificultades a la hora de resolver ese problema narrativo al que antes me refería, acudo a ellos con toda la humildad profesional de que soy capaz, como quien acude a casa de un viejo y sabio maestro, a pedirles consejo, a buscar soluciones técnicas, a recobrar ese estado de gracia maravilloso del lector –e insisto en que lo de ‘escritor’ sigue siendo secundario- que abre un libro como quien abre la puerta de un mundo lleno de hermosas posibilidades.

Tuve la suerte de empezar a leer muy pronto. Vengo de una familia con biblioteca grande, y eso facilitó las cosas. Entre los seis y los doce años fueron sobre todo libros de aventuras y de historia. Luego maduré como lector, ya no leía, como antes, cualquier cosa que cayera en mis manos, sino que empecé a especializarme en géneros, a seleccionar, a buscar ingredientes concretos en los libros, y cuando los encontraba éstos se convertían en lecturas favoritas que releía y que aún releo con un lápiz en la mano, aprendiendo siempre.

Realmente, mi oficio de escritor, mis estructuras novelísticas, la técnica narrativa, la dosificación de efectos profesionales que enganchen al lector provienen en origen de ahí. Me estoy refiriendo a los libros que mayor placer me han causado en la vida. En el folletín del siglo XIX, lleno de defectos pero también de virtudes, aprendí sin quererlo la técnica del oficio. Por esa puerta me introduje en la gran novela europea y norteamericana de finales del XIX y primer tercio del siglo XX. Y sin darme cuenta, esas lecturas, con los clásicos griegos y latinos de mi infancia y los siglos XVI y XVII españoles como herramientas, fueron conformando poco a poco el territorio en el que muchos años más tarde se asentaría el novelista que yo ni siquiera sospechaba entonces.

Si un día los novelistas nos dedicamos sólo a imaginar historias romas y razonables, y nos limitamos a escribir novelas sobre la insoportable levedad de nuestra propia imbécil levedad, que el diablo se apiade de nosotros y de nuestros lectores. Fue Robert Louis Stevenson quien escribió este poema como introducción a ‘La isla del tesoro’ y a mí me sirve hoy como final de lo que les acabo de leer:

‘Si los cuentos que narran los marinos hablando de temporales y aventuras, de amores y odios, de barcos, islas, y perdidos robinsones, y bucaneros, y enterrados tesoros, y todas las viejas historias contadas una vez más de la misma forma que siempre se contaron, encantan todavía como hicieron conmigo a los sensatos jóvenes de hoy, ¿qué más pedir? Pero si no fuera así, si tan graves jóvenes hubieran perdido la maravilla del viejo gusto para ir con Kingston, el valiente Ballantyne, o con Cooper, y atravesar mil mares, bien, así sea. Pero que yo pueda dormir el sueño eterno con todos mis piratas junto a la tumba donde yacen ellos y mis sueños.’

Muchas gracias

1 comentario:

Asilo Arkham dijo...

Mac, en verdad, en verdad no sabes cómo disfrute leyendo párrafo por parrafo esta entrada. Ya antes había leído que muchos hablan mal de Pérez-Reverte; no obstante, yo me uno a la gente que lo admira.

Estoy completamente de acuerdo con todo lo que dice. Es muy parecida mi forma de pensar (aunque por supuesto yo no he leído ni la décima parte de lo que él ha leído). Creo que no estaba tan equivocado con la postura que tenía -y aún sostengo- sobre lo que debe ser una novela, y mis enfrentamientos contra los "intelectuales" de SOGEM.

No sabes lo feliz que estoy, y las ganas que tengo de seguir escribiendo lo que a mí me gusta. Ahora estoy mucho más convencido de lo que quiero hacer, y que tengo razón.

Un abrazo, y muchas gracias por compartir esto.