25 diciembre 2018

Fantasmas de Navidad



Los fantasmas de Charles Dickens siempre serán recordados por su obra A Christmas Carol pero la afición por lo sobrenatural no terminó ahí. A lo largo de su vida, sobre todo cuando dirigió las revistas semanales Household Words y All the Year Around, el tema de los fantasmas y la ambientación gótica continuaron salpicando muchos de sus relatos. Y hay varios más donde la época de Navidad es el momento preciso para las visitas del otro mundo. 

Cuando llegó a mi la antología que editorial Impedimenta tituló Para leer al anochecer (2009), descubrí con un gustazo varias de las historias que Dickens forjó con elementos sobrenaturales. Algunas hasta con ciertos toques de humor. 

Hoy he decidido compartir una que refleja esa tradición victoriana donde las Navidades es el momento preciso para reunirse alrededor de la chimenea y leer historias sobre aparecidos :)


FANTASMAS DE NAVIDAD
Charles Dickens

Me gusta volver a casa por Navidad. A todos nos pasa, o al menos así debería ser. Todos regresamos a casa, o deberíamos hacerlo, para disfrutar de unas breves
vacaciones —aunque cuanto más largas sean, mejor— desde el enorme internado en
el que nos pasamos el día trabajando en nuestras tablas de aritmética. A todos nos
conviene tomarnos un respiro, ésa es la verdad. En cuanto a ir de visita, ¿a qué otro
sitio podríamos ir si no? ¡Pues junto al árbol de Navidad, para proclamar nuestros
buenos deseos al mundo!

Y así partimos lejos, hacia el invierno, a colocar nuestros anhelos junto al árbol.
Nos ponemos en camino, y atravesamos llanuras bajas, parajes brumosos, páramos
sumergidos en la niebla; subimos largas colinas enroscadas como cavernas oscuras
entre las tupidas plantaciones que casi ocultan las estrellas centelleantes; y así
continuamos, por amplias mesetas, hasta detenernos, con un silencio repentino, frente
a una avenida. La campana junto a la verja resuena profunda y casi espantosa en el
aire helado; los batientes de la verja se abren sobre sus goznes y, a medida que nos
dirigimos hacia la gran casa, las luces resplandecientes se agrandan en las ventanas, y
las hileras de árboles que hay delante parecen retroceder solemnemente hacia ambos
lados para permitirnos el paso. Por un momento, aniquila el silencio la rauda carrera
de una liebre que a lo largo de todo el día, por intervalos, se ha dedicado a atravesar
el blanco tapete nevado; o el estrépito lejano de una manada de ciervos pisoteando la
escarcha endurecida. Si pudiésemos, tal vez veríamos sus ojos vigilando entre los
helechos, rutilantes como gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están quietos y
todo permanece en calma. De este modo, con las luces que se agrandan y los árboles
que se retiran ante nosotros y se reúnen de nuevo tras nuestro paso, llegamos a la
casa.

Probablemente flota en todo momento un aroma a castañas asadas y a otras cosas
buenas, puesto que estamos narrando historias invernales (o para nuestra vergüenza,
historias fantasmales) alrededor de un fuego navideño, y sólo nos levantaremos para
acercarnos más a él y calentarnos. Sin embargo, todo esto carece de importancia.
Llegamos a la casa, una vieja mansión coronada por grandes chimeneas en donde
arde la leña ante perros viejos que se arriman al hogar y retratos macabros (algunos
de ellos con leyendas igualmente macabras) que miran hoscos y desconfiados desde
el entablado de roble de las paredes. Somos gentilhombres de mediana edad y
compartimos una generosa cena con nuestros anfitriones y sus invitados. Es Navidad
y la casa está repleta de gente. Decidimos retirarnos pronto. La nuestra es una
habitación muy antigua. Cubierta por tapices. Nos desagrada el retrato de un
caballero trajeado de verde, que cuelga sobre la chimenea. Grandes vigas negras
recorren la techumbre y se ha dispuesto para alojarnos un gran dosel negro que a los
pies se ve sustentado por dos grandes figuras negras que parecen sacadas de sendas
tumbas de la vieja iglesia del barón, ubicada en los jardines. A pesar de ello, no
somos caballeros supersticiosos y nos da lo mismo. ¡Bien! Despachamos a nuestro
sirviente, cerramos la puerta con llave y nos sentamos frente al fuego, enfundados en
nuestra bata, a meditar sobre multitud de asuntos. Finalmente nos acostamos. ¡Bueno!
No podemos dormir. Nos revolvemos una y otra vez sin poder conciliar el sueño. Los
rescoldos del fuego arden relampagueantes y hacen parecer la habitación más
fantasmagórica si cabe. No podemos evitar escudriñar, por encima de la colcha, las
dos figuras negras que sostienen la cama, y sobre todo ese caballero de verde, dotado
de un aspecto tan perverso. Parecen avanzar y retirarse en medio de la luz
temblorosa, lo cual, a pesar de que no somos en absoluto hombres supersticiosos, no
nos resulta nada agradable. ¡Bueno! Nos vamos poniendo más y más nerviosos.
Decimos: «Esto es absurdo, pero lo cierto es que no podemos soportarlo; fingiremos
estar enfermos y haremos que acuda alguien en nuestra ayuda». ¡Bueno!
Precisamente, estábamos a punto de hacerlo, cuando de repente la puerta se abre y
entra una joven de una palidez mortecina y largos cabellos rubios que se desliza junto
al fuego y toma asiento en la silla que antes habíamos ocupado, frotándose las manos.
En ese momento advertimos que sus ropas están mojadas. Tenemos la lengua
adherida al paladar y no somos capaces de articular palabra, pero la observamos con
detalle. Su ropa está húmeda; su largo cabello está salpicado de barro; va vestida
según la moda de hace doscientos años y lleva en el cinto un manojo de llaves
herrumbrosas. ¡Bueno! Ella sigue sentada, sin moverse, y es tal el estado en que nos
hallamos que ni siquiera somos capaces de desmayarnos. En ese momento, ella se
levanta y empieza a probar sus oxidadas llaves en todas y cada una de las cerraduras
del dormitorio sin que ninguna sirva. Entonces fija su mirada en el retrato del
caballero de verde y exclama, con una voz grave y terrible: «¡Los ciervos lo saben!».
A continuación, vuelve a frotarse las manos, pasa junto a la cama y sale por la puerta.
Nos ponemos la bata apresuradamente, echamos mano de las pistolas —sin las que
nunca salimos de casa— y nos disponemos a seguir a la muchacha, cuando hallamos
la puerta cerrada. Giramos la llave y, al asomarnos al oscuro pasillo, no divisamos a
nadie. Deambulamos inútilmente en busca de nuestro sirviente. Recorremos la galería
hasta que rompe el día para luego volver a nuestra desolada habitación, caer
dormidos y ser despertados por nuestro criado (a él nada le aterroriza), que cuando
abre la ventana nos revela un sol resplandeciente. ¡Bien! Tomamos un triste desayuno
y todo el mundo nos comenta que parecemos indispuestos. Concluido el desayuno,
recorremos la casa con nuestro anfitrión y le conducimos hasta el retrato del caballero
de verde y en ese momento todo se aclara. Engañó a una joven ama de llaves,
conocida por su extraordinaria belleza, quien se ahogó inintencionadamente en un
estanque y cuyo cuerpo fue descubierto, pasado ya mucho tiempo, porque los ciervos se negaban a beber de sus aguas. Desde entonces, se rumorea que ella se dedica a
deambular por la mansión a medianoche (aunque sobre todo aparece en la habitación
del caballero de verde, a fin de no dejar dormir a su inquilino) probando todas las
cerraduras con sus llaves oxidadas. ¡Bien! Contamos a nuestro anfitrión cuanto
hemos visto y una sombra se cierne sobre su semblante. Nos suplica que guardemos
silencio y nosotros obedecemos. Sin embargo, todo lo que hemos contado es cierto y
así lo relatamos antes de fallecer (ahora estamos muertos), a muchas personas serias
que nos quieren escuchar.

Son innumerables las viejas casas solariegas, con sus pasillos retumbantes, sus
sombríos aposentos y sus alas hechizadas que llevan años clausuradas, a través de las
cuales podemos divagar, mientras un agradable escalofrío nos recorre la espalda, y
toparnos con todo tipo de fantasmas. Aunque —tal vez sea importante recalcarlo—
en general éstos se reducen a unos pocos tipos o clases, ya que, debido a la escasa
originalidad de los espectros, en su mayoría suelen deambular haciendo rondas
previamente fijadas. Resulta habitual también que haya ciertas baldosas de las que
sea imposible borrar las manchas de sangre que quedaron en tal o cual habitación o
descansillo, y que datan de cuando cierto amo malvado, barón, caballero o
gentilhombre se suicidó en aquel mismo lugar. Uno puede raspar y raspar, como hace
el dueño actual, o pulir y pulir, tal y como lo hiciera su padre, o frotar y frotar, al
igual que hizo su abuelo, o intentar hacerlas desaparecer mediante la acción de
diversos ácidos, como hizo el bisabuelo, pero la sangre siempre permanecerá ahí —ni
más ni menos pálida—, siempre igual. También ocurre que en otras casas
encontramos puertas encantadas, que jamás lograremos mantener abiertas mucho
tiempo; o bien, una puerta que no hay manera de cerrar; o bien casas donde suena a
deshoras el crujido hechizado de una rueca, o golpes de martillo, o pisadas, o un
llanto, o un lamento, o un ruido de cascos de caballo, o el arrastrar de cadenas. Tal
vez haya un reloj en su torre que al llegar la medianoche dé trece campanadas
coincidiendo con la muerte del cabeza de familia. Llegó a suceder que una tal Lady
Mary fue de visita a una casa de campo en las tierras altas escocesas y, sintiéndose
fatigada por el largo viaje, se retiró pronto a dormir. Al día siguiente, durante el
desayuno, comentó inocentemente:

     —¡Me resultó extrañísimo que anoche celebraran una fiesta a una hora tan tardía
en un lugar tan remoto como éste, y que no me hablaran de ella!

Cuando todos le preguntaron qué quería decir, Lady Mary respondió:

     —¡Pues que ha habido alguien que se ha pasado toda la noche dando vueltas y
más vueltas con su carruaje bajo mi ventana!

Entonces, el propietario de la casa se puso lívido, al igual que su señora. Por su
parte, Charles Macdoodle —de los Macdoodle de toda la vida— conminó a Lady
Mary a no decir ni una palabra más sobre el asunto y todo el mundo guardó silencio.

Después del desayuno, Charles Macdoodle contó a Lady Mary que era tradición en
aquella familia que aquel ajetreo de carruajes en el patio presagiase alguna muerte.
Así quedó probado cuando, dos meses más tarde, falleció la dueña de la mansión.
Lady Mary, quien a la sazón formaba parte de las Damas de Honor de la Corte,
contaba a menudo esta historia a la vieja reina Charlotte; y es por esto por lo que el
viejo rey se pasaba el día diciendo:

     —¿Eh? ¿Cómo? ¿Fantasmas? ¡Ni mentarlos, ni mentarlos!

Y no dejaba de repetirlo una y otra vez hasta que se retiraba a dormir.

El amigo de una persona a quien la mayoría de nosotros conocemos, cuando era
todavía un joven estudiante, tuvo un amigo bastante peculiar con el que había llegado
a un pacto de lo más macabro: acordaron que si era cierto que el espíritu de una
persona es capaz de volver a este mundo tras haberse separado del cuerpo, aquel de
los dos que primero muriese habría de aparecerse al otro.

Transcurrido un tiempo, a nuestro amigo se le había olvidado ya aquel trato;
ambos jóvenes habían progresado en la vida y habían tomado caminos divergentes,
muy alejados entre sí. Sin embargo, una noche, transcurridos muchos años,
encontrándose nuestro amigo en el norte de Inglaterra y alojándose por la noche en
una posada junto a los páramos de Yorkshire, sucedió que miró fuera de su cama y
allí, a la luz de la luna, apoyado junto a un buró próximo a la ventana, vio a su viejo
colega de estudios observándole fijamente. Se dirigió solemnemente a la aparición, y
ésta le respondió en una especie de susurro, aunque bastante audible:

     —No te acerques a mí. Estoy muerto. Heme aquí para cumplir mi promesa. Vengo de otro mundo pero no puedo revelar sus secretos.

En ese momento, la aparición palideció, pareció fundirse con la luz de la luna y se
desvaneció.

Cuentan también el caso de la hija del primer ocupante de una casa isabelina,
bastante pintoresca, que se hizo relativamente famosa en nuestro barrio. ¿Han oído
quizás hablar de ella? ¿No? Pues bien, siendo una bella muchacha de diecisiete años,
dio en salir una tarde de verano durante el crepúsculo a recoger flores en el jardín.
Pero, de pronto, su padre la vio llegar corriendo a la puerta de la casa. Estaba aterrada
y gritaba con desesperación:

     —¡Ay, Dios mío, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

El la abrazó, la consoló y le dijo que no se preocupase; probablemente habría sido
víctima de algún capricho de su imaginación. Ella entonces le dijo:

     —¡Oh, no! Te juro que me encontré conmigo misma cuando caminaba por el paseo. Estaba muy pálida recogiendo flores marchitas, y giraba la cabeza sosteniéndolas en alto.

Aquella misma noche, la muchacha murió. Se comenzó a pintar un cuadro con su
historia, si bien nunca fue terminado, y dicen que, aún hoy, el cuadro permanece en algún lugar de la casa, vuelto de cara a la pared.

El tío de mi cuñado volvía a casa a caballo. Era una tarde apacible, y ya estaba
anocheciendo. De repente, en una vereda cercana a su propia casa vio a un hombre de
pie frente a él, ocupando el centro mismo de un estrecho paso.

     —¿Por qué estará ese hombre de la capa ahí en medio? —pensó—. ¿Acaso
pretende que le pase por encima?

Pero la figura no se apartaba. El tío de mi cuñado tuvo una extraña sensación al
verle allí en el sendero, tan inmóvil. Sin embargo aflojó el trote y siguió cabalgando
en dirección a él. Cuando se halló tan cerca del caminante que casi podía tocarlo con
su estribo, el caballo se asustó y entonces la figura se deslizó a lo alto de un terraplén,
de una forma rara, poco natural (de hecho se escurrió hacia atrás sin aparentemente
usar los pies), y desapareció. El tío de mi cuñado dio un respingo.

     —¡Santo Dios! ¡Pero si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó al caballo, que de pronto sudaba una barbaridad, y, preguntándose por tan
extraño comportamiento, salió disparado hacia la entrada de su casa. Cuando llegó
allí vio a la misma figura pasando junto al alargado mirador que hay frente a la sala
de estar de la planta baja. Arrojó las bridas a su criado y se precipitó detrás de la
figura. Su hermana estaba allí sentada, sola.

     —Alice, ¿dónde está mi primo Harry?

     —¿Tu primo Harry, John?

     —Si. El de Bombay. Me lo acabo de encontrar en el camino y lo he visto entrar aquí ahora mismo.

Nadie había visto nada, Pero fue en aquella hora exacta, como más tarde se supo cuando su primo fallecía en la India.

Hubo cierta vieja dama muy sensata que falleció a los noventa y nueve años, y
que mantuvo sus facultades hasta el final. Pues bien, esta buena mujer vio con sus
propios ojos al famoso Niño Huérfano. Esta es una historia que con cierta frecuencia
se ha venido contando de manera incorrecta. He aquí lo que ocurrió en realidad (pues,
de hecho, se trata de una historia que ocurrió en nuestra propia familia: la vieja dama
era una pariente lejana). Cuando tenía alrededor de cuarenta años, época en la que
aún era conocida por su belleza poco común (hay que decir que su amado murió muy
joven, razón por la cual ella nunca se casó, aunque recibió numerosas proposiciones
al respecto), se trasladó con su hermano, que era comerciante de artículos indios, a
una casa que éste había comprado no hacía mucho en Kent. Corría la leyenda de que
aquel lugar había sido una vez administrado por el tutor de un niño. Aquel tutor era el
segundo heredero de la propiedad, y mató al niño tratándole de manera severa y
cruel. La dama no sabía nada de esto. Se dijo que en la habitación de ella había una
jaula en la que el tutor solía encerrar al niño. Nunca hubo tal cosa, de hecho. Allí tan
sólo había un ropero. Una noche se fue a dormir. A la mañana siguiente cuando entró la doncella, ella le preguntó con toda tranquilidad:

     —¿Quién era ese niño tan guapo y de aspecto tan melancólico que ha estado
asomándose por el ropero toda la noche?

La muchacha emitió un fuerte chillido y se esfumó al momento. La dama quedó
sorprendida. Sin embargo, como era una mujer con una notable fortaleza mental, se
vistió ella misma, bajó al piso inferior y se reunió con su hermano.

     —Bien, Walter —dijo—, he de confesarte que no he podido pegar ojo. Una
especie de niño de aspecto melancólico, bastante guapo, ha estado importunándome
toda la noche y saliendo por el vestidor de mi cuarto, cuya puerta, eso te lo puedo
asegurar, no hay alma humana que pueda abrir. ¿Qué clase de truco es éste?

     —Me temo que no es ningún truco, Charlotte —respondió él—. Ese niño forma
parte de la leyenda de esta casa. Es el Niño Huérfano. ¿Qué es lo que dices que hizo
anoche?

     —Abría la puerta sigilosamente —dijo ella—, y se asomaba. A veces avanzaba
un paso o dos dentro del dormitorio. Entonces yo le llamaba animándole a pasar, y él
se encogía con un estremecimiento y se deslizaba dentro del vestidor de nuevo, tras lo
cual cerraba la puerta.

     —Ese gabinete no comunica con ningún otro lugar de la casa, Charlotte. Está
clausurado —dijo su hermano.

Esto era verdad. Hicieron falta dos carpinteros trabajando toda una mañana para
conseguir abrir el vestidor y poder así examinarlo. En aquel momento, mi pariente
estaba bastante contenta de haber trabado relación con el célebre Niño Huérfano. A
pesar de ello, la parte más terrible de la historia es que, posteriormente, también sería
avistado sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, que acabaron muriendo
jóvenes. De vez en cuando alguno de los niños caía enfermo. Y, curiosamente,
siempre era doce horas después de volver a casa acalorado diciendo, vaya por Dios,
que había estado jugando bajo cierto roble en cierta pradera con un extraño niño…
Un niño guapo y de aspecto melancólico, que era muy callado y le hacía señas para
que le siguiera. De la fatal experiencia, los padres dedujeron que se trataba del Niño
Huérfano y que el destino de los niños quedaba inexorablemente marcado por ese
encuentro.



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