31 diciembre 2011

2012


2012 es el año del dragón de agua en el Horóscopo Chino: un periodo que, según los adivinos orientales, trae nuevas experiencias y oportunidades, cambios y desastres naturales que nos exigirán sabiduría y capacidad de adaptación.
 
 
 
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30 diciembre 2011

Lleva la biografía pintada en la estampa

"Alatriste estaba descubierto. El sombrero, la capa y el cinto con espada y daga habían quedado en manos de un sirviente. A sugerencia de don Francisco de Quevedo había cepillado bien sus ropas, aderezado lo mejor posible las botas de soldado, los calzones de paño pardo ceñidos bajo las rodillas, camisa de valona limpia y el jubón de gamuza con botones de hueso. Observó brevemente su aspecto en uno de los grandes espejos que adornaban las paredes: flaco, duro, mediana estatura, pelo tan corto como de costumbre, espeso mostacho, ojos glaucos y atentos. Marcas en la cara, las manos y la frente. Sois de esos hombres, había comentado Quevedo con una sonrisa afectuosa, mientras desayunaban una almofía de gachas y conserva de melón lombardo en la locanda del Orso, que llevan la biografía a lo vivo, pintada en la estampa".

Sip, sip, me he comprado la aventura más reciente del Capitán Alatriste: El Puente de los Asesinos xD Y estoy dosificando la lectura aunque ganas no me faltan de leerla de un tirón, jejejeje.
 
 
 
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29 diciembre 2011

Recta final

En la recta final del 2011... No hagan recuentos, ni se lamenten por lo que no pudieron cumplir :P Simple y sencillamente vivan cada momento de sus vidas con pasión. Agradezcan que tienen salud y que pueden disfrutar a sus seres queridos. Lo demás, como siempre se dice, es lo de menos. El dinero quita los nervios y parece que todo lo soluciona con un toque de su varita de la virtud, pero en el fondo, sólo acarrea problemas, avaricia e infelicidad.
 
 
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28 diciembre 2011

Dieciocho

Se cumplen dieciocho años... Y yo sigo creyendo que no te has marchado físicamente cada vez que escucho este tema:


http://www.youtube.com/watch?v=QXakev1ROj0

 "Mattinata" - Luciano Pavarotti







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27 diciembre 2011

Espacios en blanco



Cuando he terminado de escribir algo hay un tiempo de alivio y luego otro de expectación y esfuerzo defensivo después del cual viene fatalmente un tercer tiempo de abatimiento, que precede a la cuarta fase, la de la incertidumbre aguda sobre el valor de lo que ya va quedándose lejos, que suele dar paso a la quinta, la de arrepentiemiento, en la cual ya no es fácil distinguir entre la lucidez y el masoquismo, como le sucedía al pobre Martín Romaña, y que anticipa la sexta, la decisión de curarse de los errores ya sin remedio, que viene a ser lo que en los catecismos se llamaba el propósito de enmienda: intentar ahora lo contrario de lo que se hizo antes, cambiar de tercio, poner tierra por medio, escribir ficción si el libro anterior fue de recuerdos, o bien contar hechos precisos para curarse de las vaguedades y las resignaciones argumentales de la ficción, cuentos breves si lo que da remordimiento es una novela, o una novela larga y compleja si es que toca arrepentirse de una narración sucinta, dejar atrás la propia sombra, hacer tabla rasa, borrón y cuenta nueva, comenzar de la nada.

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Culpable de una novela de casi mil páginas que trata de cosas sucedidas hace tres cuartos de siglo me atrae todo lo que sea su reverso: los libros muy breves; lo fragmentario, lo poco trabado, lo casi no elaborado, lo escrito sobre la marcha; la observación del presente y la dificultad de transmutar en ficción lo que sucede ahora mismo; la inutilidad de empeñarse en la ficción cuando no hace ninguna falta.

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Busco la síntesis, no la extensión, aunque el verano pasado me sumergí con felicidad en La montaña mágica y en Doctor Zhivago, y poco después viajé sucesivamente con El rojo y el negro, La educación sentimental, Madame Bovary. Pero Thomas Mann, Pasternak, Stendhal y Flaubert escribían sobre el tiempo de sus propias vidas, no sobre el de sus abuelos. Con la excepción inmediata viene la esperanza: en Guerra y paz Tolstói escribió sobre el tiempo de sus abuelos.

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Menos sinfonismo, más música de cámara. Menos partitura y más improvisación. Menos empeñarse en decirlo todo y más conciencia de los espacios en blanco, tan decisivos en la escritura como en el dibujo. Más dibujo y menos pintura al óleo. Cuando dibuja, Ingres es mucho más moderno y verdadero que cuando pinta. En sus dibujos hay una pulsación de inmediatez, se percibe el movimiento de la mano que traza la línea: sus cuadros tienen el acabado frío de lo que se ha pulido en exceso.

Quiero libros que pesen tan poco que puedan llevarse a cualquier parte. Libros transeúntes, no sedentarios. Libros de bolsillo, de bolsillo de americana o de chaquetón, de mochila ligera. Quiero la sensación de llevar ese libro y no otro, no la biblioteca entera que me cabe en el Kindle. La forma es una parte fundamental del contenido. Quiero el tacto, quiero la tipografía de la cubierta, quiero el golpe de azar de abrir por una página y no saber lo que voy a encontrarme en ella.

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Libros misceláneos, colecciones de aforismos, antologías de poemas, libros que el autor no terminó y que son el resultado de pesquisas y reconstrucciones aproximadas de editores, libros que siguen teniendo algo del cajón en el que sus páginas llenas de anotaciones confusas fueron encontradas póstumamente, de la maleta en la que permanecieron durante años o siglos; en los que no hay más unidad que la del cuaderno donde su autor fue dejando apuntes, citas, bocetos de cosas que luego no terminaría o que fueron menos interesantes cuando se terminaron. Los Pensamientos de Pascal, extraidos de los borradores de un tratado teológico en el que trabajó durante años y que la muerte le impidió completar; el Libro del desasosiego de Pessoa; Mi corazón al desnudo, de Baudelaire, y sus tremendos apuntes para una crónica de un viaje a Bélgica que no llegó a terminar; La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly; Los Carnets de Albert Camus.

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Textos de arrastre: literatura aluvial. Lo que se ha ido haciendo sin propósito de coherencia al hilo del tiempo y precisamente por eso revela una unidad inconsciente y mucho más profunda que la impuesta por la horma de una sola trama. Las piezas ocasionales que se hicieron de encargo y veces a toda prisa y distraídamente sin más destino que la fugacidad del periódico, por compromiso, por ganar algo de dinero: las crónicas de viaje de Eça de Queiroz; el Spleen de París o Los paraísos artificiales de Baudelaire; casi todos los libros de Josep Pla; los Proverbios y cantares de Antonio Machado; los aforismos de Juan Ramón Jiménez.

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Un equivalente musical me ha admirado siempre: la sucesión rápida de bocetos de canciones que hay al final del Abbey Road de los Beatles; de menos de un minuto a tan solo unos pocos segundos, relámpagos de canciones asombrosas que con solo un poco más de esfuerzo habrían llegado a quedar completas. Pero hay un acto de despilfarro magnífico o de generosidad en dejarlas así.

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Porque el viaje a la vez fragmenta y concentra la experiencia su relato natural es la escritura quebrada; el apunte de lo que se ve de nuevo o por primera vez y dentro de muy poco habrá dejado de verse; el nomadismo del cuaderno en el que se anota algo y el del libro que se lee a rachas en un café o en un avión o en una sala de espera, y que no añade peso al equipaje. Uno de los libros de Bioy Casares que más me gustan es el diario breve de un viaje a Brasil.

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En un viaje rápido a París compro no sin avidez los tres volúmenes de los Carnets de Camus en la edición de Gallimard, con el título en rojo y la portada en color crema. Compro también una vez más, por vicio, para tenerlos repetidos, el Spleen de París y Los paraísos artificiales. Tanto como de palabras se me llenan los ojos de espacios en blanco. Los Carnets son una confesión íntima y una herramienta de trabajo, una autobiografía involuntaria que empieza en mayo de 1935 y termina muy poco antes de la muerte de Camus, en diciembre de 1959. Sus obras mayores, los ensayos y las novelas, el teatro, dejé de leerlas hace mucho tiempo, y sospecho que si volviera a ellas me pesaría la carga filosófica, prisionera quizás de la época en la que se escribieron. En una carta a un amigo Saul Bellow escribió que en La peste hay una idea, y es demasiado visible. Tendré que volver a esa novela para juzgarla honradamente. Pero en los Carnets hay una escritura limpia, inmediata, valerosa, el retrato de un hombre que estuvo dividido siempre entre el fervor de vivir y escribir y la negrura de la depresión, que tuvo una lucidez política y una valentía en las que solo se le compara a George Orwell. Los libros en los que Camus puso más empeño son los más fechados: El primer hombre, que no terminó, estos cuadernos, son cada día más contemporáneos.


Antonio Muñoz Molina
Babelia
El País
23 de diciembre de 2011







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26 diciembre 2011

Historia de Navidad



Este ha sido un año raro. He publicado menos que en 2010 y mi vida de nuevo ha dado un giro de 180º. Estoy de vuelta en mi tierra desde julio pasado y aún no encuentro mi "lugar". No se trata de reencuentros, al fin y al cabo mi vida ha cambiado y ya no podría "ajustarme" a la forma de vida que tenía antes de formar una familia. En tdo caso se trata de encontrar un nuevo lugar o una nueva forma de encontrarlo con mis nuevas circunstancias. Ni la familia ni los amigos me ayudan. Lo siento. Pasé demasiado tiempo fuera y mis conceptos variaron. Y no sé si fue de una forma tan radical que ya no me hallo

Hemos pasado las Navidades aquí. Por cuestiones ajenas a nosotros, no viajamos a Valencia. Happy Demon tenía ganas de ver a sus amigos y a la familia y para ser sincera, se quedó bastante desilusionado. Papá Noel trató de consolarlo con varios regalos y parece que han servido, pero en cuanto se toca el tema, vuelta a lo mismo: que si mis amigos, que si mi abuela, que si mis primos, que si las cosas que dejamos y que en el anterior viaje no pudimos traernos. En fin...

No tengo los ánimos muy allá. Estas fechas siempre me traen malos recuerdos aunque yo misma intente no sabotearme. A fin de cuentas, tengo un nano que me da la ilusión que los años y las viviencias me fueron quitando. Y aunque es una historia triste, más que el cuento clásico de Dickens, este de Truman Capote me gusta para estas fechas:




Historia de Navidad

Una mañana de últimos de noviembre. Un amanecer de invierno, hace más de veinte años. La cocina de una vieja casa espaciosa en una aldea. Constituye su rasgo principal una gran estufa negra; pero hay también una gran mesa redonda y una chimenea con dos mecedoras colocadas ante ella. Aquel día comenzaba en la chimenea el rugido invernal.

Una mujer de pelo corto y canoso está de pie ante la ventana de la cocina. Lleva zapatos de tenis y un informe suéter gris sobre un vestido de algodón veraniego. Es pequeña y vivaracha como una gallinita de bantam; pero, debido a una larga enfermedad de la infancia, sus hombros son lastimosamente gibosos. Su rostro es singular..., parecido al de Lincoln, así de áspero, curtido por el sol y el viento; pero también es delicado, de fino trazo, y sus ojos son tímidos, color de cereza.

-¡Oh, madre mía! -exclama, empañando el vidrio de las ventanas con su aliento-. ¡Llegó el tiempo de los pasteles de fruta!

La persona a quien habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y pico. Somos primos, muy distantes, y hemos vivido juntos..., bueno, desde que yo puedo recordar. Viven en la casa otras personas, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y con frecuencia nos hacen llorar, en general no advertimos mucho su existencia. Somos el mejor amigo uno de otro. Me llama Buddy, en recuerdo de un muchacho que fue antes su mejor amigo. El otro Buddy murió en 1880 y tantos, cuando ella era todavía una niña. Ahora es todavía una niña.

-Lo supe antes de levantarme -dice, alejándose de la ventana con una excitada decisión en los ojos-. ¡La campana de la Audiencia sonaba tan fría y clara! Y no había pájaros que cantasen; se habían marchado a tierras más cálidas, sí. ¡Oh, Buddy deja de tragar bizcochos y trae nuestro carrito! Ayúdame a buscar mi sombrero. Tenemos que hacer treinta pasteles.

Siempre lo mismo: llega una mañana de noviembre y mi amiga, como inaugurando oficialmente la época navideña que alboroza su imaginación y aviva las llamas de su corazón, anuncia: «¡Llegó el tiempo de los pasteles de frutas! trae nuestro carrito. Ayúdame a buscar mi sombrero».

Se encuentra el sombrero, una rueda de paja adornada con rosas de terciopelo que la intemperie ha marchitado: en otro tiempo perteneció a una parienta muy elegante. Los dos juntos empujamos nuestro carrito, un destrozado coche de niño, hacia el jardín y hacia un bosquecillo de pacanas. El carrito es mío, es decir, fue comprado para mí cuando nací. Está hecho de mimbre, bastante desbaratado, y las ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un servidor leal; en primavera, lo llevamos a los bosques y lo llenamos de flores, hierbas, helechos para las macetas de nuestra galería; un verano, lo cargamos con provisiones para el picnic y con cañas de azúcar para pescar, y lo empujamos hasta la orilla del arrollo; también tiene sus usos invernales: transportar leña del patio a la cocina, servir de cama tibia para Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, vigorosa, que ha sobrevivido a enfermedades y a dos mordeduras de serpientes de cascabel. Ahora Queenie va trotando junto al carrito.

Tres horas más tarde estamos de regreso en la cocina con una carretada de pacanas caídas de los árboles. Nos dolía la espalda por el esfuerzo de recogerlas: era difícil encontrarlas (puesto que la cosecha principal había sido recogida sacudiendo los árboles y vendida por los propietarios de la huerta, que no éramos nosotros) entre las hojas que las ocultaban y la hierba escarchada y engañadora. ¡Craaac! Un alegre crujido y estallidos de un trueno en miniatura se oyen cuando se rompen las cáscaras y el dorado montón de dulces almendras aceitosas y marfileñas aumenta en la vasija de criolita. Queenie pide que lo dejemos probar, y de cuando en cuando mi amiga le da furtivamente un trocito, aunque insistiendo en que con ello nos privamos.

--No debemos, Buddy. Si empezamos, no pararemos. Y apenas si alcanza con esto. Para treinta pasteles.

La cocina está oscureciéndose. El crepúsculo convierte la ventana en un espejo: nuestro reflejo se mezcla con la luna naciente mientras trabajamos junto a la chimenea al resplandor del fuego. Por último, cuando la luna ya está alta, arrojamos la última cáscara al fuego y, suspirando al unísono, la vemos encenderse. El carrito está vacío, la vasija llena hasta el borde.

Cenamos (bizcochos fríos, tocino, dulce de zarzamora) y discutimos sobre lo que haremos mañana. Mañana empieza la clase de trabajo que me gusta más: comprar. Cerezas y sidra, jengibre y vainilla, pasas y nueces y whisky, y, ¡oh, tanta harina, mantequilla, tantos huevos, especias, esencias! ¡Caramba, necesitaremos un pony para tirar del carrito hasta la casa!

Pero antes de que se puedan efectuar esas compras, está la cuestión del dinero. Ninguno de los dos lo tiene. Excepto las miserables sumas que alguna vez obtenemos de las personas de la casa (diez centavos se considera una gran cantidad), o lo que ganamos con ciertas actividades: ventas diversas, de cubos llenas de moras cosechadas por nosotros, tarros de mermelada y jalea de manzana y conservas de melocotón hechas en casa, flores para los entierros y las bodas. Una vez ganamos un concurso sobre el fútbol nacional. No es que entendiéramos nada de fútbol. Es, simplemente, que participamos en cualquier concurso de que tuviéramos noticias: en aquel momento nuestras esperanzas se cifraban en el gran premio de cincuenta mil dólares ofrecidos para dar nombre a una nueva marca de café (propusimos «A.M.»; y después de alguna vacilación, pues mi amiga pensaba que acaso sería sacrílego el slogan «A.M. Amén»). Para decir la verdad, nuestra única empresa «realmente» provechosa fue el Museo de Rarezas y Diversiones que organizamos en el cobertizo de un patio, dos veranos antes. Las Diversiones consistían en una linterna mágica con vistas de Washington y de Nueva York que nos prestó una parienta que había estado en aquellos lugares (y se puso furiosa cuando descubrió para qué se la habíamos pedido); las Rarezas, un polluelo de tres patas empollado por una de nuestras gallinas. Todo el mundo quería ver aquel polluelo; hacíamos pagar un níquel a los mayores y dos centavos a los niños. Y habíamos colectado lo menos veinte dólares cuando se cerró el museo por la muerte de la principal atracción.

Pero de una manera o de otra, cada año reuníamos unos ahorros para Navidad, el Fondo de los Pasteles de Frutas. Guardábamos ese dinero en una vieja bolsa de cuentas, bajo una tabla suelta del piso, bajo el orinal, bajo la cama de mi amiga. Rara vez sacamos la bolsa de su seguro escondrijo, excepto para depositar dinero o, como sucede cada sábado, para retirarlo; pues los sábados se me conceden diez centavos para ir al cine. Mi amiga no ha ido nunca al cine ni piensa ir. Dice:

-Prefiero que me lo cuentes, Buddy. De esssta manera puedo imaginar más. Por otra parte, una persona de mi edad no debe gastarse la vista. Cuando el Señor venga, que pueda verlo claramente.

Además de no haber visto nunca una película, nunca tampoco había: comido en un restaurante, viajado hasta más de cinco millas de la casa, recibido o enviado un telegrama, leído nada excepto tebeos y la Biblia, usado maquillaje, maldecido, deseado mal a nadie, mentido a sabiendas, dejado que un perro hambriento siguiera hambriento. He aquí algunas cosas que ha hecho y que hace: mató con un azadón la mayor serpiente de cascabel que se ha visto en este condado (de dieciséis anillos), toma rapé (secretamente), domestica colibríes (hagan la prueba) hasta que se posen sobre su dedo, cuenta historias de fantasmas (ambos creemos en fantasmas) tan escalofriantes que le hielan a uno en Julio, habla sola, pasea bajo la lluvia, cultiva las más hermosas camelias japonesas de la población y sabe la receta de toda clase de viejas curaciones indias, incluyendo un remedio mágico para extirpar verrugas.

Ahora, terminada la cena, nos retiramos a nuestra habitación, situada en una parte remota de la casa, donde mi amiga duerme en una cama de hierro cubierta con una vieja colcha y pintada de rosa, su color favorito. Silenciosamente, entregados a los placeres de la conspiración, sacamos la bolsa de su escondrijo y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de a dólar apretadamente enrollados y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de a cincuenta centavos, lo bastante pesadas para mantener cerrados los ojos de un muerto. Hermosas piezas de a diez, la moneda más viva, la que realmente tintinea. Níqueles y cuartos de dólar, pulidos por el uso como guijarros de arrollo. Pero, más que nada, un odioso montón de centavitos de color acre. El verano pasado los otros de la casa convinieron en pagarnos un centavo por cada veinticinco moscas que matáramos. ¡Oh, la carnicería de agosto, las moscas que volaron al cielo! Sin embargo, ése no era un trabajo que nos enorgulleciera. Y mientras estábamos sentados contando centavos, era como si volviéramos a hacer el recuento de moscas muertas. Ninguno de los dos tenía cabeza para los números; contábamos lentamente, nos equivocábamos, volvíamos a empezar. De acuerdo con los cálculos de mi amiga, tenía $ 12.73. Según los míos, exactamente $13.

-Espero que te hayas equivocado, Buddy. NNNo podemos hacer nada con trece. Los pasteles saldrían mal. O alguien iría al cementerio. ¡Ni pensar en levantarme de la cama el día trece!

Eso es verdad: mi amiga siempre pasa los días trece en la cama. Por lo tanto, para asegurarnos, separamos un centavo y lo arrojamos por la ventana.

De todos los ingredientes que componen nuestros pasteles de frutas, el whisky es el más caro, así como el más difícil de obtener: las leyes estado prohíben su venta. Pero todo el mundo sabe que se puede comprar una botella al señor Jajá Jones. Al día siguiente, terminada nuestras compras más prosaicas, nos dirigimos al establecimiento del señor Jajá, un «pecaminoso» ( según la opinión pública) café, donde hay baile y frituras de pescado, a la orilla del río. Habíamos estado allí antes y con el mismo objeto; pero los años anteriores tratamos con la esposa de Jajá, una india oscura como el yodo, pelo oxigenado color latón y un aire de extrema fatiga. Nunca, en verdad, habíamos visto a su marido, aunque habíamos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navaja en las mejillas. Lo llaman Jajá porque es muy ceñudo, un hombre que nunca ríe.

A medida que nos acercábamos al café (larga cabaña de troncos, festoneada dentro y fuera con filas alegres y deslumbradoras bombillas eléctricas, que se levantaban junto a la orilla fangosa del río, bajo la sombra de árboles ribereños donde el musgo sube entre las ramas como niebla gris), nuestros pasos se hacían más lentos. Hasta Queenie deja de corretear y anda muy pegada a nosotros. Ha habido asesinatos en el café de Jajá. Personas despedazadas. Descalabradas. Hay un caso que irá al tribunal el mes próximo. 

Naturalmente, tales sucesos ocurren por la noche, cuando las luces de colores proyectan dibujos fantásticos y el fonógrafo aúlla. De día, el establecimiento de Jajá se ve mísero y desierto. Llamo a la puerta, Queenie ladra, mi amiga grita:

-¿Señora Jajá? ¿Señora? ¿Hay alguien en la casa?

Pasos. La puerta se abre. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es el propio señor Jajá Jones! Y «es» un gigante; y «sí» tiene cicatrices; y «no» sonríe. Ceñudo, nos mira con ojos oblicuos de Satán y pregunta:

-¿Qué quieren de Jajá?

Por un momento estamos demasiado paralizados para contestar. Al fin mi amiga encuentra a medias su voz, un susurro de voz a lo sumo:

-Si nos hace el favor, señor Jajá, quisiérrramos un litro de su mejor whisky.

Sus ojos se inclinan más. ¿Quién lo creería? ¡Jajá está sonriendo! Es más, ríe.

-¿Quién de ustedes es el bebedor?

-Es para hacer pasteles de fruta, señor Jaaajá. Para cocinar.

Eso lo calma. Frunce el ceño.

-¡Qué manera de malgastar el buen whisky!<<

No obstante, se retira dentro del sombrío café y unos segundos más tarde aparece con una botella sin etiqueta llena de licor de un amarillo de margarita. Muestra su reflejo a la luz del sol y dice:

-Dos dólares.

Le pagamos con monedas de a diez, cinco y un centavo. De pronto, mientras agita las monedas en su mano como si fuesen dados, su cara se suaviza.

-¿Saben qué les digo? -propone, volviendo a meter el dinero en nuestra bolsa de cuentas-. En vez de pagar, mándenme uno de esos pasteles de frutas.

-Bueno -observa mi amiga por el camino de regreso a casa-, es un hombre encantador. Pondremos una taza más de pasas en «su» pastel.

La estufa negra, cargada de carbón y leña, resplandece como una calabaza iluminada por dentro. Las batidoras de huevo giran, las cucharas revuelven las vasijas de mantequilla y azúcar, la vainilla endulza el aire, el jengibre lo hace picante; una mezcla de olores que producen hormigueo a las narices, satura la cocina, se difunde por la casa, se esparce por el mundo en bocanadas de humo de la chimenea. En cuatro días nuestra obra ha terminado. Treinta y un pasteles, empapados de whisky, en los antepechos de las ventanas y los anaqueles.

¿Para quién son?

Amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: realmente, la mayor parte están destinados a personas a quienes hemos visto quizá una vez, quizá nunca. Personas que han impresionado nuestra imaginación. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y su esposa, misioneros baptistas en Borneo que dieron conferencias aquí el invierno anterior. O el pequeño afilador que viene a recorrer la aldea dos veces al año. O Abne Packer, el conductor del autocar de Mobile de las seis, con quien cambiamos ademanes de saludo cada día cuando pasa en una nube veloz de polvo. O los jóvenes Wiston, una pareja de California, cuyo coche una tarde se averió frente a la casa y pasaron una hora agradable charlando con nosotros en la galería (el joven señor Wiston nos sacó una instantánea, la única fotografía que nos han hecho en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga es tímida con todo el mundo «excepto» con los extraños, que esos extraños, y las relaciones más fugaces, nos parecen ser nuestros verdaderos amigos? Creo que sí. También los álbumes donde guardábamos las palabras de agradecimiento en papel de carta de la Casa Blanca, alguna que otra comunicación de California y Borneo, las postales de a centavo del afilador, nos hacían sentirnos unidos a unos mundos extraordinarios más allá de la cocina con sus vistas a un cielo limitado.

Ahora la rama desnuda de una higuera, en diciembre, roza la ventana. La cocina está vacía, los pasteles han desaparecido ayer llevamos el último de ellos a la oficina de correos, donde el importe de los sellos dejó vacía nuestra bolsa. Estábamos sin un centavo. Esto me deprime, pero mi amiga insiste en celebrarlo..., con dos dedos de whisky que queda en la botella de Jajá. Damos a Queenie una cucharada en una taza de café (le gusta el café con sabor de achicoria y fuerte). El resto lo dividimos entre dos copas. Ambos amedrentados ante la perspectiva de tomar whisky puro; su sabor provoca gestos contraídos y estremecimientos. Pero poco a poco nos ponemos a cantar, cada uno diferentes canciones, simultáneamente. No sé la letra de la mía, sólo: «Ven, ven a la ciudad oscura, al baile de los faroleros». Pero sé bailar: quiero ser un bailarín de cine. Mi sombra danzante retoza sobre las paredes; nuestras voces sacuden la vajilla; reímos como si manos invisibles nos hicieran cosquillas. Queenie rueda sobre su espalda, sus patas se agitan en el aire, algo como una sonrisa estira sus labios negros. Por dentro me siento arder y chispear como esos leños que se desmoronan, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga da vueltas de vals en torno a la estufa, sosteniendo entre sus dedos el borde de su pobre falda de algodón como si fuera un vestido de baile. «Enséñame el camino para ir a casa», canta, mientras sus zapatos de tenis chirrían sobre el piso. «Enséñame el camino para ir a casa...»

Entran dos parientas. Muy enojadas. Potentes, con ojos que escarban, lenguas que escaldan. Escuchad lo que tienen que decir, palabras que caen con tono iracundo:

-¡Un niño de siete años! ¡Whisky en su allliento! ¿Has perdido el juicio? ¡Licor a un niño de siete años! ¡Si serás necia! ¡Camino a la perdición! ¿Recuerdas a la prima Kate? ¿Al tío Charlie? ¿Al cuñado del tío Charlie? ¡Vergüenza! ¡Escándalo! ¡Humillación! ¡Arrodíllate, reza, ruega al señor!

Queenie se esconde bajo la estufa. Mi amiga mira sus zapatos, su barbilla tiembla, levanta su falda y se limpia la nariz y corre a su habitación. Cuando ya hace mucho que la ciudad duerme y la casa está silenciosa, excepto por los relojes al dar las horas y el chisporroteo de los fuegos que van apagándose, está llorando sobre una almohada ya tan mojada como el pañuelo de una viuda.

-No llores -le digo, sentado a los pies deee su cama y temblando a pesar de mi camisa de noche de franela que huele a jarabe para la tos del invierno pasado-. No llores -le ruego tironeándole los dedos de los pies y haciéndole cosquillas-, eres demasiado vieja para eso.

-Es porque -dice en un hipo- «soy&raaaquo; demasiado vieja. Vieja y ridícula.

-No ridícula. Divertida. Más divertida qqque nadie. Oye: si no dejas de llorar, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar un árbol.

Se incorpora. Queenie salta sobre la cama (cosa que le está prohibida) y le lame las mejillas.

-Sé donde encontraremos árboles verdaderammmente hermosos, Buddy. Y acebo también. Con bayas grandes como tus ojos. Es muy adentro de los bosques. No hemos ido nunca tan lejos. Papá nos traía árboles de Navidad de allí; los cargaba sobre su hombro. De eso hace cincuenta años. Bueno, ¡no puedo esperar la mañana!

Mañana. La hierba resplandece con la escarcha; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como las lunas del tiempo cálido, se alza en equilibrio sobre el horizonte, pule los bosques plateados de invierno. Un pavo silvestre canta. Un cerdo vagabundo gruñe entre la maleza. Pronto, a la orilla del agua de rápida corriente, profunda hasta llegar a la rodilla, tenemos que abandonar el carrito. Queenie es la primera en vadear el arroyo, chapotea ladrando plañideramente a la rapidez de la corriente y a su frialdad capaz de producir neumonía. Nosotros la seguimos, sosteniendo nuestros zapatos y equipo (un hacha y un saco de arpillera) sobre nuestras cabezas. Kilómetro y medio más: de espinas, zarzas y cardos atormentadores que se agarran a nuestros vestidos; de rojizas agujas de pino, brillantes, mezcladas con hongos de alegres colores y plumas de pájaros. Aquí y allá, un vuelo fugaz, un alboroto, una explosión de chillidos nos recuerdan que no todas las aves han volado hacia el sur. Siempre el sendero serpentea entre charcos de sol almidonado y oscuras bóvedas de ramas. Hay que cruzar otro arroyo: una alborotada flota de abigarradas truchas agita el agua a nuestro alrededor, y ranas del tamaño de platos practican las zambullidas de panza: obreros castores están construyendo un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. Mi amiga también se estremece, no de frío sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero suelta un pétalo cuando ella levanta la cabeza y aspira el aire cargado de aroma de pinos.

-Ya casi llegamos. ¿Los hueles, Buddy? - dice, como si nos acercáramos al océano.

Y, en efecto, es una especie de océano. Grandes extensiones perfumadas de árboles navideños, acebos de punzantes hojas. Bayas rojas como brillantes campanillas chinas: los negros cuervos se precipitan chillando sobre ellas. Ya llenos nuestros sacos de suficiente verde y escarlata para rodear de guirnaldas una docena de ventanas, vamos a elegir un árbol, por fin.

-Debe ser -murmura mi amiga- dos veces más alto que un muchacho. De esta manera ningún muchacho podrá robar la estrella.

El que elegimos es dos veces más alto que yo. Hermoso y valiente bruto que sobrevive a treinta hachazos antes de ceder con un crujiente grito de rendición. Tomándolo como un animal muerto, empezamos el largo arrastre. A los pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos y jadeamos. Pero tenemos la fuerza de los cazadores victoriosos; esto y el perfume frío y viril del árbol nos reanima, nos aguijonea. Muchos elogios acompañan nuestro regreso, a puesta de sol, por la carretera de arcilla roja que lleva a la aldea; pero mi amiga es taimada y evasiva cuando los viandantes alaban el tesoro cargado en nuestro carrito.

-¡Qué hermoso árbol! ¿De dónde lo traen? -De por allá - murmura ella, vagamente. Una vez se detiene un coche y la holgazana esposa del rico propietario del molino se asoma y relincha:

-Les doy veinte centavos por ese viejo árbol.

Ordinariamente mi amiga tiene miedo de decir que no; pero en esta ocasión sacude prontamente la cabeza:

-No lo daríamos ni por un dólar.

-¡Un dólar! ¡Madre! Cincuenta centavos. Es lo más que doy. ¡Por Dios, mujer!, pueden ir a buscar otro.

En respuesta, mi amiga observa suavemente:

-Lo dudo. Nunca hay dos de nada.

En casa, Queenie se deja caer junto al fuego y duerme hasta la mañana, roncando fuerte como un ser humano.

~ ~ ~

Un baúl en el desván contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de una capa de teatro de una curiosa dama que una vez alquiló una habitación en la casa), rollos de colgajos de relumbrón dorados por los años, una estrella de plata, una corta serie de bombillas acarameladas, viejas, indudablemente peligrosas. Excelente decoración hasta donde alcanza, que no es lo suficiente: mi amiga quiere que nuestro árbol resplandezca «como una ventana de los baptistas», que se doble bajo el peso de las nieves de adorno. Pero no podemos costear los esplendores de fabricación japonesa que venden en el «cinco y diez». Por lo tanto, hacemos lo que hemos hecho siempre: pasar días sentados ante la mesa de la cocina con tijeras y lápices y montones de papel de colores. Yo hago los dibujos y mi amiga los recorta: gran cantidad de gatos, peces también (porque son fáciles de dibujar), algunas manzanas, algunas sandías, unos pocos de ángeles alados hechos de envoltorios de papel de estaño que tenemos guardado. Empleamos imperdibles para sujetar al árbol esas creaciones: como toque final, salpicamos las ramas con algodón desmenuzado (recogido en agosto con ese propósito). Mi amiga, contemplando el efecto, junta sus manos.

-Ahora, francamente, Buddy, ¿no te parece bueno para comer?

Queenie trata de comerse un ángel.

Después de tejer y adornar con cintas las coronas de acebo para todas las ventanas de la fachada, nuestro proyecto inmediato es la preparación de los regalos para la familia. Pañoletas para las damas, para los hombres un jarabe, preparado en casa, de limón, regaliz y aspirina, para tomarlo «a los primeros síntomas de un resfriado y después de cazar». Pero cuando llega la hora de preparar nuestros mutuos regalos, mi amiga y yo nos separamos para trabajar secretamente. Me gustaría comprarle un cuchillo con mango de nácar, una radio, una libra de cerezas cubiertas de chocolate (una vez probamos algunas y ella siempre jura: «viviría siempre de cerezas, Buddy. ¡Señor, si, podría...!, y esto no es tomar Su nombre en vano»). En vez de todo eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría regalarme una bicicleta (lo ha dicho un millón de veces: «si yo pudiera, al menos, Buddy. Ya es bastante malo pasar la vida sin lo que "uno" desea; pero, que Dios lo confunda, lo que me fastidia es no poder dar a "alguien" lo que deseo que tenga. Pero cualquier día lo haré, Buddy. Te encontraré una bicicleta. No preguntes cómo. La robaré quizá»). En vez de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa..., igual que el año pasado, y que el anterior: el anterior a ese nos regalamos hondas. Todo lo cual me parece muy bien. Pues somos campeones de vuelo de cometa, sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, más experta que yo, puede elevar una cometa cuando ni siquiera sopla brisa suficiente para arrastrar a las nubes.

La víspera de Navidad, por la tarde, reunimos un níquel y vamos a la carnicería a comprar el regalo tradicional para Queenie, un buen hueso de ternera para roer. El hueso, envuelto en papel fantasía, se cuelga alto en el árbol, cerca de la estrella de plata. Queenie sabe que está allá. Se agazapa al pie del árbol mirando hacia arriba en un arrobo codicioso. Cuando llega la hora de ir a dormir se niega a moverse. Su excitación es igualada por la mía. Levanto a patadas las mantas y doy vueltas a la almohada como si fuese una abrasadora noche de verano. En algún lugar canta un gallo, falsamente, pues el sol está todavía al otro lado del mundo.

-¿Buddy, estás despierto?

Es mi amiga que me llama desde su habitación, contigua a la mía; y un momento más tarde está sentada en mi cama, sosteniendo una vela.

-Bueno, no puedo dormir ni tanto así -declara-. Mi pensamiento salta como una liebre. Buddy, ¿crees que la señora Roosevelt servirá nuestro pastel en la cena?

Nos arrebujamos en la cama y ella me oprime la mano con ternura.

-Diría que tu mano era mucho más pequeña. Creo que me disgusta verte crecer. Cuando seas mayor, ¿seremos amigos todavía?

Yo digo que lo seremos siempre.

-¡Me siento muy triste, Buddy! ¡Deseaba tanto regalarte una bicicleta! Traté de vender el camafeo que me regaló papá. Buddy... -vacila, como turbada-, te he hecho otra cometa.

Entonces, yo confieso que hice una para ella también; y reímos. La vela está demasiado agotada para seguir ardiendo. Se apaga, y deja ver la luz de las estrellas, esas estrellas que giran en la ventana como un visible villancico al que, lentamente, lentamente, el alba acalla. Posiblemente estamos adormilados; pero los primeros resplandores de la aurora nos rocían como agua fría; ya estamos levantados, con los ojos muy abierto y dando vueltas mientras esperamos que los demás despierten. Adrede, mi amiga deja caer un caldero sobre el suelo de la cocina. Yo bailo, repiqueteando con los pies, frente a las puertas cerradas. Uno a uno salen los de casa, con caras de querer matarnos a los dos; pero es Navidad y, por lo tanto, no pueden hacerlo. Primero, un espléndido desayuno: absolutamente todo lo que uno puede imaginar..., desde las tortas de sartén y la ardilla frita, hasta el pinole y la miel en panal. Lo cual pone a todos de buen humor, menos a mi amiga y a mí. Francamente, tenemos tanta impaciencia por ver los regalos, que no podemos tragar un bocado.

Bueno, quedo decepcionado. ¿Quién no lo estaría? Calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, algunos pañuelos, un suéter usado y un año de suscripción a una revista religiosa para niños. El Pequeño Pastor. Me indigna. Realmente me indigna.

Mi amiga saca mejor tajada. Un saco de ciruelas, que es su mejor regalo. Sin embargo, está más orgullosa de un chal de lana blanca tejido por su hermana casada. Pero «dice» que su regalo favorito es la cometa que yo le hice. Y «es» muy hermosa; aunque no tan hermosa como la que ella hizo para mí, que es azul y tachonada de estrellas de Buena Conducta doradas y verdes; además, en ella está pintado mi nombre, «Buddy».

-Buddy, está soplando el viento.

Sopla el viento, y nada haremos sino correr hasta unos prados que hay más abajo de la casa, adonde Queenie había volado para enterrar su hueso (y donde el otro invierno, Queenie será enterrada también). Una vez allí, sumergidos en la lozana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, las sentimos que tiran del cordel como peces del cielo que nadan en el viento. Satisfechos, calientes del sol, nos tendemos en la hierba y pelamos ciruelas y contemplamos el cabriolar de nuestras cometas. Pronto olvido los calcetines y el suéter usado. Soy tan feliz como si ya hubiéramos ganado el Gran premio de cincuenta mil dólares en aquel concurso de dar nombre a un café.

-¡Madre, que tonta soy! -exclama mi amiga, súbitamente alerta, como una mujer que recuerda demasiado tarde que tiene bizcochos en el horno-. ¿Sabes lo que he creído siempre? -pregunta en un tono de descubrimiento y no sonriéndome a mí, sino a un punto situado más allá-. Siempre he creído que un cuerpo tiene que estar enfermo y morir antes de ver al señor. Y me imaginaba que cuando Él viniese sería como mirar a través de la ventana de los baptistas: hermoso como un cristal de color atravesado por el sol, un brillo tal que no te enteras de que oscurece. Y ha sido un consuelo pensar en aquel resplandor que hace desaparecer todo el miedo al coco. Pero estoy segura de que eso no sucede nunca. Estoy segura de que en el último momento el cuerpo comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que ver las cosas tal como son -su mano hace un ademán circular que abarca nubes y cometas y hierba y a Queenie echando tierra con las patas sobre su hueso-, simplemente como siempre las ha visto, era verlo a Él. En cuanto a mí, podría dejar el mundo con el día de hoy en los ojos.

~ ~ ~

Esta es nuestra última navidad juntos.

La vida nos separa. Aquellos que Saben Más deciden que debo ir a una escuela militar. Y de este modo sigue una miserable sucesión de prisiones donde suena la corneta, severos campamentos de verano con toque de diana. Tengo también un nuevo hogar. Pero no cuenta. El hogar es donde está mi amiga, y allí nunca voy.

Y allí permanece ella, entreteniéndose en la cocina. Sola con Queenie. Sola, pues. («Buddy querido -escribe con su letra salvaje, difícil de leer-, ayer el caballo de Jim Macy dio a Queenie una coz mortal. Gracias a Dios, no sufrió mucho. La envolví en una fina sábana de lino y la llevé en el carrito hasta el paso de Simpson, donde puede descansar con todos sus huesos...»). Durante algunos noviembres continúa haciendo sola sus pasteles de frutas; no tantos, pero algunos; y, naturalmente, siempre me manda «el mejor de la hornada». Además, en cada carta incluye diez centavos envueltos en papel higiénico: «ve al cine y cuéntame la película». Pero, gradualmente, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en 1880 y tantos; cada vez más son no solo los días trece en que se queda en la cama: llega un mañana de noviembre, un amanecer de invierno sin hojas y sin pájaros, en que no puede levantarse y exclama: «¡Oh, madre mía! ¡Llegó el tiempo de los pasteles de fruta!»

Y cuando eso sucede, lo sé. El mensaje que me lo anuncia no hace más que confirmar una noticia que ha recibido ya cierta secreta fibra, amputando una parte insustituible de mi mismo, dejándola suelta como una cometa con el cordel roto. Es por eso que, al atravesar un patio de la escuela en esa particular mañana de diciembre, voy escudriñando el firmamento. Como si esperase ver, semejantes a corazones, un par de cometas sueltas que corren al cielo.


Truman Capote






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10 diciembre 2011

En el país de las leyendas del Rey Arturo



Si hay una región europea anclada en su pasado místico y legendario esa es Bretaña. En el noroeste de Francia, muy cerca de la bellísima Punta del Raz en el Finisterre galo, surge un mundo mágico y envolvente repleto de hadas, duendes y gigantes con una leyenda eterna: la del Rey Arturo, acompañado por los caballeros de la Mesa Redonda, y su inseparable Merlín.

Para captar y adentrarse en ese mundo imaginario de las leyendas bretonas no hay nada como aventurarse a través de los bosques y matorrales de espinos de esta Bretaña celta con el mar siempre presente y un interior, "el país de los árboles", enigmático y misterioso. 

El bosque de Broceliande, a solo unos kilómetros de Rennes, la capital bretona, constituye el punto de partida para profundizar en las leyendas artúricas. Broceliande es el nombre mítico del actual bosque de Paimpont, un vestigio de la masa forestal que cubría el corazón de esta península en la Edad Media. Fue en este sombrío bosque donde los caballeros de la Mesa Redonda encontraron un decorado perfecto a la medida de su destino: la búsqueda del Santo Grial, escondido en los bosques de la pequeña Bretaña. 
 
Así lo atestiguan algunos libros del siglo XII, guardados en la Abadía de Paimpont -el corazón del bosque-, que también recogen las andanzas de Merlín, el amigo y consejero del Rey Arturo, y el huésped más famoso de este bosque que también "esconde" su tumba, siempre abarrotada de turistas, y la "fuente de la eterna juventud". Merlín, enamorado del hada Viviana, la "dama del Lago" en el castillo de Comper, pasó a la historia mucho antes de que Walt Disney le catapultara hacia el estrellato en el siglo XX. 

Ya hablaban de él y sus poderes mágicos las leyendas enraizadas en las continuas guerras libradas en el siglo VI por los celtas y los invasores sajones que sugerían la unidad entre Bretaña la Grande, la actual Inglaterra, y la Pequeña, entonces llamada Armónica. 

Hoy, los seguidores de los relatos del Rey Arturo y de Merlín tienen en el Centro del Mundo Imaginario Artúrico un "filón" a explotar. Situado en el castillo de Comper, está dirigido por un grupo de investigadores y artistas enamorados de este bosque del que se tiene noticia desde hace mil años. En su interior se ofrece una exposición interactiva de todos los personajes de la leyenda -descubriendo a un mago Merlín más salvaje y loco- y de la rica mitología celta.

Luego hay que adentrarse en este bosque de 7.000 hectáreas para admirar algunos de sus árboles milenarios. Robles y hayas se siguen imponiendo a los numerosos pinos que han crecido sobre todo a raíz del incendio de 1990 -un castaño de oro recuerda esa tragedia natural junto a otros árboles negros quemados-, pero uno de esos ejemplares milenarios destaca por encima de todo: el roble de Guillotin, llamado así porque en su interior se refugió un sacerdote con ese nombre durante la Revolución Francesa. "Hoy los niños piden permiso a este árbol -comenta Nicolas Mazzalira, director del centro- para visitar el parque, mientras que los mayores vienen aquí a encontrarse espiritualmente y sanarse de alguna enfermedad".

Después de la impresión que nos deja este ejemplar, con sus 20 metros de altura y sus 9,65 metros de circunferencia, el itinerario del bosque conduce al Valle sin Retorno. La leyenda cuenta que fue aquí donde Morgana, hermanastra del rey Arturo y alumna de Merlín, se vengó del Caballero Goyomard al sentirse traicionada por él y abandonada por Lancelot, aprisionando para siempre a los amantes infieles en este valle. Dos grandes rocas unidas-los amantes transformados en piedra- recuerdan la historia, mientras se divisa una bonita vista del "lago de las hadas".

Tras abandonar Broceliande y poniendo rumbo sur en la ruta, hay que hacer una parada en Josselin, calificada como "ciudad de arte" en Bretaña e imponente con su castillo de los Rohan y su coqueto casco viejo, antes de llegar a Carnac. Es en esta franja muy próxima a la costa donde los alineamientos de megalitos siguen constituyendo una incógnita para los estudiosos de la arquitectura sagrada y funeraria. 

Hay más de 3.000 megalitos, que se esparcen de este a oeste, llegados a nuestros días y, aunque los antiguos pensaban que se trataba de "una obra del diablo", sus características han llevado a pensar que debían ser lugares ceremoniales. Hipótesis y discusiones no faltan en este asunto.

Desde Carnac vale la pena darse una vuelta por la "Costa Salvaje" de Quiberon, un espectacular paisaje que se ha librado de las construcciones en su vertiente oeste gracias a un proyecto del gobierno que intenta recuperar el espacio natural y su flora. 

En esta península también es muy recomendable presenciar un concierto de algún "bagad" ("tropa" en bretón), el grupo musical típico de la región con sus instrumentos clásicos: gaita escocesa, bombarda, caja clara y percusión. Sus actuaciones son espectaculares y los bretones las celebran al compás de sus bailes tradicionales y más modernos, repletos siempre de intensidad y emoción.

El resto de Bretaña guarda muchas más leyendas. Al norte, en los Monts d'Arrée, "el reino del Ankou y la tierra de los "korrigans", todas giran alrededor de la muerte con las marismas de Yeun Ellez, anegadas por un lago artificial, donde se dice que se encuentran las "puertas del infierno".

Muy cerca, ya en el departamento de Finisterre, Huelgoat ofrece un espectacular paisaje geológico y prehistórico de piedras gigantes (una de ellas, la más famosa, "la piedra que tiembla" pesa 137 toneladas y los turistas intentan moverla con poco éxito) junto al Río de la Plata, llamado así por la proximidad de unas minas ya abandonadas. En este espectacular paraje se oculta entre las rocas la gruta del Diablo, otra fuente inagotable de cuentos, a la que se puede acceder por unas escaleras que parecen llevarnos al mismo infierno.

La ruta en torno a las leyendas bretonas puede concluir en la bahía de Douarnenez. Aquí, junto al "fin del mundo" francés junto a la Punta del Raz, se sitúa la leyenda de una poderosa ciudad llamada Ys, hoy sumergida, que dominaba toda la Galia siendo gobernada por Gradlon, el Rey de Cornualles. 

Protegida del mar por un dique con compuertas, cuyas llaves sólo tenía el rey, quedó inundada cuando su hija Dahut, convertida en amante del diablo, robó las llaves causando el desastre y su desaparición. Los románticos de hoy todavía piensan en esta "ciudad fantasma" que para ellos fue la más espectacular del norte de Francia.

En la actualidad, la Punta del Raz es visitada todos los años por 850.000 turistas. Viendo alguno de sus atardeceres frente a la isla de Sein, poblada por 120 habitantes, y el faro de La Vieille que emerge del mar, no resulta nada extraño que Flaubert y Victor Hugo loaran en sus escritos a esta bella esquina de la costa atlántica francesa.


europapress.es
22 de marzo de 2011

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Y es ahora, cuando faltan noventa días para cumplir las primeras cuatro décadas de vida, que decido hacer un listado (mental) sobre los must que debo hacer antes de que la salud, sobre todo, me vaya abandonando, y las ganas y el ímpetu y todo lo demás ;-) Quizá llegaré a la mitad de mi vida, quizá estoy rebasando más allá de mi media vida, y aunque me lo tomo con cierta gracia y cero dramatismos, eso de decir que estoy a punto de entrar en la cuarta década, dá cierto yuyu. Viajes, museos, libros, películas, aumento de bagaje y experiencia para poder transmitírsela a mi hijo... Puffh, que si comienzo, no acabo :P

Hay ciertos lugares que casi se pondrían considerar de "peregrinaje" sobre todo tras la difícil elección de nombre de mi hijo y el gran peso legendario que carga en sí :) Casi ocho meses para que mi marido y yo pudiésemos estar de acuerdo, casi sin que nos lo propusiéramos, casi al mismo tiempo mientras visionábamos la versión más reciente de la leyenda (quizá la más cercana a la verdad histórica) del Rey Arturo interpretada por Clive Owen. Uno de esos lugares es Bretaña, sin duda. Quiero que mi hijo entienda por qué es tan mágico y tan legendario uno de sus nombres :)


Arturo, Arturo
es un niño muy pequeño
que juega con las hadas, con los duendes y los monstruos
Arturo, Arturo
Arturo tiene un dragón a los pies de su cama
que con su aliento vigila sus sueños
y a las pesadillas mantiene alejadas
Arturo, Arturo...






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09 diciembre 2011

See that my grave is kept clean



http://www.youtube.com/watch?v=ZExE7FSeeJs

"See that my grave is kept clean" - Diamanda Galas




Well, there's one kind of favor I'll ask of you
Well, there's one kind of favor I'll ask of you
There's just one kind of favor I'll ask of you
You can see that my grave is kept clean
And there's two white horses following me
And there's two white horses following me
I got two white horses following me
Waiting on my burying ground
Did you ever hear that coffin' sound
Have you ever heard that coffin' sound
Did you ever hear that coffin' sound
Means another poor boy is under ground
Did you ever hear them church bells tone
Have you ever hear'd them church bells tone
Did you ever hear them church bells tone
Means another poor boy is dead and gone
Well, my heart stopped beating and my hands turned cold
And, my heart stopped beating and my hands turned cold
Well, my heart stopped beating and my hands turned cold
Now I believe what the bible told
There's just one last favor I'll ask of you
And there's one last favor I'll ask of you
There's just one last favor I'll ask of you
See that my grave is kept clean



Del álbum "The Singer" (1992)


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Porque cuando mi corazón deje de latir y mis manos se vuelvan frías, creeré todo lo que dice la Biblia. Quizá crea en la resurrección. Quizá tenga ganas de volver. Volver a vivirlo todo sin cambiar nada. Quizá sólo quiera descansar por siempre jamás. Así que trata de mantener limpia mi tumba. 







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08 diciembre 2011

Niños, boxeadores y tableros



Ambiente ajedrecístico espléndido en la Alhóndiga de Bilbao, donde disfruto como un gorrino suelto en campo de mazorcas. Nivel intenso y emoción asegurada. Se juega la Final de Maestros -la primera parte fue en Sao Paulo- en una ciudad que en los últimos años se ha vuelto en extremo acogedora, cuidada y serena. Llevo aquí tres días como espectador privilegiado del juego de los más grandes: Anand, Carlsen, Aronian, Nakamura, Vallejo y mi querido Ivanchuk -el que jugaba contra un huevo pasado por agua-, se baten silenciosamente tras el cristal de una vitrina insonorizada; pecera en torno a la que se agolpa el público, que de ese modo puede presenciar, como si estuviese en pie junto a la mesa de los jugadores, el desarrollo de las partidas. Y algo más allá, en largas filas de tableros, aficionados adultos y niños juegan las suyas, dando entre unos y otros a la antigua lonja de grano bilbaína un fascinante aspecto de templo del ajedrez; de ese noble y viejo arte menospreciado por gobiernos y ministros de presunta Educación y de presunta Cultura, que incluso gente bien dispuesta, limitando mucho el ámbito del asunto, considera sólo un deporte, o un juego.

Observar en la Alhóndiga al público y a los jugadores aficionados es tan interesante como seguir los movimientos de los grandes maestros. Los niños, en especial, atraen la atención por la seriedad con que enfrentan al adversario, el aflorar de emociones ante la situación comprometida, la jugada brillante o equivocada, la victoria o la derrota. Los hay, sobre todo algunos de los más pequeños, que no pueden contener las lágrimas al verse víctimas de un jaque mortal o advertir que acaban de cometer un error que les costará la partida. También sigo atento el juego de algunas niñas que actúan con letal eficacia; como una de doce años, cinta en el pelo y uniforme escolar, que cada vez que mueve una pieza mira penetrante a los ojos de su adversario -un muchachito regordete de expresión concentrada e inteligente- como intentando comprobar en ellos el efecto de la jugada, y que acaba venciendo tras sacrificar dos peones con mucha intrepidez.

Estoy apoyado en una de las columnas, mirando la sala mientras pienso en mis cosas -parte de la novela que ahora escribo transcurre en el marco de un torneo internacional de ajedrez-, cuando uno de los niños cuyas partidas presencié se me acerca. Es rubio y flaco, de ojos azules, tan fríos que parecen peligrosos. Tendrá unos diez u once años. Su monitor ha debido de contarle a qué me dedico, porque se apoya en la columna a mi lado, y muy serio y decidido dice: «No escribas nada sobre mí, porque acabo de perder dos partidas». Intento consolarlo indicándole la gran urna de cristal donde juegan los mejores del mundo. «Lo importante es luchar bien hasta el final -comento-. También ellos, antes de ser campeones, perdieron muchas veces». Durante cinco segundos silenciosos, los ojos azules siguen la dirección de mi mirada. Después el niño se encoge de hombros, despectivo, y dice: «Ellos no perdieron, como yo, dos partidas contra Íñigo Biurrun», y se marcha, cabizbajo, tras mirarme como si yo fuera gilipollas.

Y es que el ajedrez también es eso. Al menos para un jugador mediocre como el arriba firmante, cuya limitada eficacia en el tablero queda compensada por el placer de observar y gozar cuanto ocurre en torno a él. Lo que hay entre partida y partida, o detrás de cada una de ellas: los grandes maestros, los jugadores y sus mundos particulares, el público -muchas mujeres aficionadas veo en Bilbao- con sus personajes pintorescos y sus frikis. Porque tengo esta certeza: si hay un territorio fronterizo con Frikilandia, donde a veces coinciden de forma asombrosa la inteligencia extrema y el pintoresquismo más singular, ése es el mundo ajedrecista. Un ejemplo es el individuo que toma el relevo del niño que acaba de dejarme solo -sigo recostado en la columna, mirando a los jugadores-: fulano flaco, treintañero, que se apoya en una muleta. «¿Conoce el chess boxing?», me pregunta a bocajarro. Respondo que no tengo el gusto, de momento. Entonces sonríe con media boca, donde tiene una cicatriz, y me ilustra. Lo inventó un alemán, cuenta. Uno muy aficionado tanto al boxeo como al ajedrez. Y consiste en eso mismo: asaltos alternativos de boxeo y ajedrez, uno en un ring con guantes y otro ante un tablero. Y puede ganarse por jaque mate, por puntos o por K.O. Lo escucho con el natural interés, y al acabar la exposición pregunto cuántos jugadores de chess boxing hay en España. Entonces tuerce la cicatriz de la boca, muy serio, como si la respuesta fuera obvia: «Otro y yo -dice-. O sea, dos».


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
4 de diciembre de 2011






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06 diciembre 2011

La hechicera de novelas de misterio

Fred Vargas, entre las tumbas del cementerio de Montparnasse.
(Foto: Daniel Mordzinski )


Dicen que es una mujer difícil a la que no le gusta hablar de su trabajo. Pero la sensación dura solo un momento. Basta citar el nombre de Cesare Battisti y Fred Vargas se convierte en un torrente. Lleva años apoyando la causa de este exmilitante de la extrema izquierda italiana, que se fugó a Francia y luego a Brasil y que hace unos meses se libró de ser extraditado a Italia gracias al expresidente Lula da Silva.

Durante media hora, esta novelista de arrollador éxito mundial -seis millones de libros vendidos en 20 idiomas- cuenta cómo renunció a su vida y su rutina familiar para defender a Battisti, sus continuos viajes a Brasil, sus gestiones con abogados y políticos, su enfado con los medios que a su juicio tomaron partido contra el exterrorista, condenado en rebeldía por cuatro asesinatos en los años de plomo que siempre negó haber cometido.

Una vez zanjado el asunto -"ahora Battisti está mejor, se va a mudar a Río y publicará su libro en febrero"-, Vargas, de 54 años, sonrisa dulce y cara de niña, está lista para hablar de su último libro, El ejército furioso (Siruela), un nuevo caso que sitúa a su comisario, el ecologista y desgarbado Adamsberg, en medio de una leyenda medieval que amenaza a los habitantes de Ordebec, un pueblo ficticio situado en Calvados (Normandía), la zona donde la autora vivió de niña.

Es el último enigma urdido por Vargas, una arqueóloga especializada en zoología que se llama en realidad Frédérique Audoin-Rouzeau. El seudónimo se lo copió a su hermana gemela, Jo, que lo tomó de María Vargas (La condesa descalza) y que además de pintora es la correctora de sus novelas. "Tenemos una relación especial, como todos los gemelos. Nuestra identidad no está completa sin la otra. Juntas formamos un ocho. Yo corrijo sus cuadros, ella mis libros. Jo conoce mejor la música de mis diálogos que yo misma. Sabe lo que funciona y lo que no. Y hasta que ella no cambia las disonancias, la novela no está terminada".

La acción de El ejército furioso arranca en un París muy caluroso, con un crimen insólito -un anciano asfixia a su mujer con migas de pan- y una imagen: una paloma con las patas atadas por un alambre. Adamsberg resuelve el primer crimen en cinco minutos, pero enseguida se ve metido en una vorágine de superstición, altas finanzas y asesinatos en serie: cadáveres vivientes vuelven de la Edad Media, y los viejos fantasmas infantiles determinan el presente.

"Oí hablar de la armada furiosa en los libros y me gustó el sonido", explica Vargas. "Pero, como siempre, la novela empezó con una imagen. En este caso vi a una anciana tumbada en un camino, cruzada como un tronco de árbol. Me puse a escribir sin saber quién era. 'Mierda, ¿quién es? Ah, una condesa. No, es imposible porque es pobre como una rata...'. Ese hilo me sirvió para relacionar la aristocracia del lugar con los financieros, y me fue llevando... Al empezar tampoco sabía quién era el asesino. El 80% de las cosas que suceden en mis libros son imprevistas. No tengo mucha imaginación, pero una palabra me lleva a una imagen, y esa imagen a otras palabras... Las imágenes van pasando ante mí mientras escribo, como en el cine. Y es siempre un lío controlarlas. Por eso tengo que escribir muy deprisa, porque me da miedo olvidar las cosas que veo...".

Como por arte de magia, esa insensata mezcla de apariciones, mitos, realidad y espectros va haciéndose tangible ante el lector, a medida que lo atrapa. Ayudan unos diálogos magníficos, unos personajes dibujados con chispazos de genio, la relación entre la historia central y los enigmas colaterales... Hasta que, de repente, lo increíble se torna creíble, impepinable... Y todo encaja.

¿Cómo se las arregla para cerrar todas las historias al final? "¡Sufro lo mío! A mitad me suelo parar y me hago un mapa que me ayuda a orientarme. De pronto recupero a un personaje de un libro anterior, o escribo a un amigo pidiendo ayuda... Lo que más me cuesta es encontrar los móviles del asesino, eso es lo más difícil. Racionalizo poco, si lo hiciera no me pondría a hacer una historia de muertos vivientes. Y soy incapaz de programar un guion, porque de pronto me viene algo real que se mete en la intriga a la fuerza. El palomo con las patas atadas, por ejemplo, lo vi realmente un día desde un café mientras hablaba con una periodista. Me afectó mucho ese sadismo absoluto, tan gratuito. Ella lo recogió y lo curó en casa. Luego lo soltó, y un día volvió y tocó en su ventana con el pico...".

Estamos al lado del cementerio de Montparnasse. Las ventanas de la casa de Fred Vargas dan sobre las tumbas. La luz de París agoniza, y el fotógrafo Daniel Mordzinski sugiere dar un paseo entre los muertos. La foto parece estar hecha en Normandía. Son los misterios de Fred Vargas, que tiene cara de hada pero escribe como una hechicera. Como las anteriores, esta novela fue terminada en 21 días. Ni uno más ni uno menos, asegura: "Me fui a Normandía con una mesa y un ordenador. Y todo el tiempo escribí con la misma intensidad. No es escritura automática, para que el arte parezca verdad y no un folletón hay que trabajar mucho. Cuando acabé, 21 días justos después, lloré de lo mala que era. Los diálogos eran horribles y había salido larguísima. Por suerte, Jo me ayudó a cortar y a corregir la melodía".

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25 años de carrera

- En 25 años de escritura, Fred Vargas ha publicado ensayos, obras científicas y, sobre todo, novelas. Los juegos del amor y de la muerte (1986) fue su ópera prima.

- En 1991 debutaba el comisario Adamsberg (El hombre de los círculos azules, Siruela), protagonista de 10 novelas de Vargas, siendo la última El ejército furioso.

- Su novela Huye rápido, vete lejos (Siruela) fue llevada al cine por Régis Wargnier en 2007.

- Sus obras han sido traducidas a 20 idiomas y han vendido más de seis millones de ejemplares



Miguel  Mora
El País
5 de diciembre de 2011

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El enigma Fred Vargas

La cita es en un café de su barrio, a doscientos metros de su casa. Ha sido difícil obtenerla porque ella anda ocupadísima en la defensa de su amigo Cesare Battisti, antiguo refugiado político en la Francia de Mitterrand y hoy encarcelado en una prisión brasileña en espera de su extradición hacia Italia, donde ya fue condenado -en rebeldía- por un crimen que él asegura no haber cometido. "Todo el juicio descansa en el testimonio de un arrepentido, un personaje que, a base de denunciar a otros, ha obtenido la libertad", explica Vargas, que ha escrito un libro-dossier sobre el caso: La vérité sur Cesare Battisti. El hecho de que ahora se descubra que un antiguo ministro italiano de Justicia aceptaba sobornos de la Mafia la ratifica en su convicción sobre la inocencia de Battisti. La responsable de prensa de la editorial -Éditions Viviane Hamy- me ha prevenido: "No le hable de Battisti o no conseguirá hacerle hablar de ningún otro tema".

Fred Vargas (París, 1957) ha cumplido los 50 pero tiene facciones de bebé. Habla sin levantar la voz, incluso cuando se refiere a temas que le apasionan. En el café no se puede fumar, como en todos los lugares públicos en Francia, y eso la obliga -nos obliga- a interrumpir la entrevista de cuando en cuando y a salir a la calle. Cambiamos de tema. "Todas las estadísticas sobre el tabaquismo pasivo son falsas. La lucha contra el tabaco sirve para focalizar la atención en algo que no tiene importancia. Mientras, el planeta sigue recalentándose y el hielo de los polos fundiéndose. Cuando en París el agua nos llegue a las rodillas aún habrá idiotas que seguirán preocupándose por el tabaco".

Ahora Siruela, en su colección Nuevos Tiempos, publica La tercera virgen, la traducción castellana de Dans les bois éternels, publicada en francés en abril de 2006 y de la que se han vendido más de 400.000 ejemplares en su idioma original. Fred Vargas se ha convertido en un fenómeno pues la publican en 35 países y más de cinco millones de personas han comprado sus libros. "Del primero vendí 1.500 ejemplares. Y los que escribí después, en 1986 y 1987, L'école du crime y Los que van a morir te saludan, no fueron publicados hasta años después. Las editoriales no los querían, me decían que no casaban con su línea, que no encajaban en el molde de lo que se ha dado en llamar novela negra. ¡Y es que yo no escribo novela negra sino novela de enigmas!". Y no tiene el menor reparo en declararse admiradora de Agatha Christie, tan poco estimada por los partidarios de la novela negra pura y dura -"en Agatha Christie no hay música, sólo sonido", dice, para resumir las prodigiosas mecánicas ideadas por la novelista británica-, al tiempo que reconoce que las suyas no son tampoco meras charadas que se proponen al lector: "Mire, el arte es un medicamento. Nos ayuda a vivir. Entre todos los animales, el hombre es el único que se ha inventado la creación artística. La necesitamos para escapar de la realidad y poder volver a ella y mirarla a los ojos".

Lo dice ella, que se oculta tras un seudónimo. En realidad o, mejor dicho, en la vida administrativa, Fred Vargas se llama Frédérique Audoin y durante más de veinte años ha trabajado como investigadora, concretamente como arqueozoóloga. "Me he ocupado de la historia de la transmisión de las epidemias, concretamente de la pulga que transmitía la peste. Y también de la economía en la Edad Media a partir del consumo de carne, un estudio que parte de otro sobre el tamaño de los animales de labor. Los bueyes romanos eran mucho mayores que los que existieron dos siglos después de la caída del imperio. A base de cruzar razas los romanos lograron bestias que daban más carne o más leche. Pero modificar el volumen muscular o de carne no es difícil mientras que lograr esa modificación en la estructura ósea lleva siglos. Por eso, a partir de un cierto momento, hay que ayudar a parir a los animales y muchos de ellos nacen muertos o con deformaciones". La comparación entre la arqueología y la medicina forense es obvia y en las novelas de Vargas el paralelismo es evidente.

La coexistencia entre los dos mundos, el de la investigación y el de la novela policiaca, no siempre ha sido fácil. "Quería escribir una novela, para divertirme, y eso coincidió, en el tiempo, con el momento en que preparaba mi concurso de entrada en el CNRS (Centro Nacional de Investigación Científica). Mi hermana gemela, Jo, que pinta, había adoptado el apellido Vargas en homenaje a María Vargas, el personaje que interpreta Ava Gardner en La condesa descalza, y yo, como no puedo separarme de ella, también pasé a ser Vargas, Fred Vargas. Así nadie supo nada en el CNRS".

Jo, la hermana, es la primera lectora de sus novelas. Y se las comenta de manera muy sucinta, anotando los márgenes con smileys, esos rostros sonrientes, serios, carcajeándose o llorando que ha adoptado la informática. "En La tercera virgen, Jo me decía que había que sacar la historia del gato, que era increíble, que nadie iba a tragarse aquello. Pero esa vez no le hice caso. Me divertía demasiado imaginar una cuadrilla de hombres, unos en helicóptero, los otros en coche, siguiendo a un gato que les ha de conducir hasta donde está oculta una mujer. La idea misma de un monstruo mecánico dependiendo de los caprichos de una gata gordita me parece poética y divertida". Y es cierto que lo es y que da pie a uno de los mejores capítulos del libro. Aunque quizás no sea realista. "Pero es que yo no soy realista. Me preocupo por la realidad, eso sí".

En casi todos sus libros asistimos a una confrontación entre dos mundos, el de París, que es una ciudad contemporánea pero algo imprecisa, y el campo o la alta montaña, Normandía o una región vecina a los Alpes. O los bosques de Quebec. "Nunca incluyo detalles sobre marcas como tampoco doy títulos de canciones ni explico si el coche tiene radio o tocadiscos para evitar que se pueda datar con exactitud lo que cuento. De la misma manera, tampoco hay referencias explícitas a la política. Si los hombres hacemos arte no es para repetir la vida, para hacer un doble de la vida. Y eso ya era así cuando vivíamos en cavernas. Creamos a partir de lo real pero lo desfiguramos, lo exageramos, lo miniaturizamos o le damos un carácter grotesco. Eso nos permite ver la realidad bajo otro prisma y comprender mejor y aceptar. Pero para que la creación artística funcione, para que tenga las virtudes terapéuticas que yo le atribuyo, hace falta que no esté demasiado alejada de lo real. Si es una abstracción, si no hay permeabilidad entre arte y vida, entonces el trasplante no funciona, se produce un rechazo. Fíjese, usted no podrá transcribir esta conversación tal cual, sin ordenarla, sin cortar las repeticiones, las vacilaciones, sin buscar una mayor intensidad. Si se limita a copiar lo que oiga en su magnetófono, entonces eso será ilegible. No parecerá real. Para que las cosas parezcan reales, el arte sabe cómo hay que falsificar".

El tema de la gemelidad aparece varias veces en sus novelas. En la última, el comisario Adamsberg se encuentra con un casi gemelo, Veyrenc. Y en otras novelas, como Huye rápido, vete lejos, el personaje de Damas también tiene una suerte de gemelo. En algunas los protagonistas son tercetos o tríos -de estudiantes, de historiadores, de funcionarios de policía, etcétera-. "Además de mi hermana Jo, tengo un hermano mayor, que nos lleva dos años. Me he inspirado en él, en Jo y en mí misma para la serie de los Evangelistas. No somos reconocibles pero somos nosotros. Y es nuestra manera de funcionar como hermanos".

Lejos de París -pero también en París- coexisten todos los tiempos. Hay aviones pero también hombres-lobo, se mira la televisión pero también encontramos libros en latín y pócimas que garantizan la inmortalidad. El mundo aparece con todos sus estratos superpuestos. Y hay que saber cavar para distinguir entre ellos. "Lo notas con los dedos. La textura de la tierra no es la misma. Son capas superpuestas que, cuando excavas, tienes que evitar mezclar para no estropear lo que quieres desenterrar".

No admite los reproches que se le hacen a la "novela de enigmas", a saber, que es una novela del orden y que su estructura es fruto de una mera combinación mecánica, previsible. "La novela de enigmas es un libro que intenta identificar un peligro. Es una novela de vida o muerte. Cuando no puedes resolver tus angustias, tus temores, los representas en una novela. La ficción te permite reconocerlos. Saber. Avanzar para volver al mismo tiempo pero tranquilizado. Es la función de los cuentos. Te ayudan a dormir. Y de los mitos".
Se ha dicho y escrito que en Edipo está la génesis de la novela policiaca. No es Fred Vargas quien lo desmentirá. "El mal, el demonio, la amenaza no identificada, es el minotauro. Y el héroe, al que nadie ha llamado, que ha llegado ahí por azar, tiene como misión identificar y vencer al minotauro. Para ello tiene que atravesar el laberinto y en ese difícil camino sólo cuenta con la ayuda del hilo de Ariadna". Ese esquema es el que ella usa y repite en sus libros. Es un esquema que permite mil variaciones. "En la Edad Media, con otros dioses, otro sistema económico, otros valores, los hombres se inventan el dragón. O el ogro. U otro tipo de encarnación del mal. Que está en el centro del bosque, en un castillo o cueva. El caballero o héroe tiene que cruzar un bosque muy peligroso, que se cierra tras él. Es la transposición perfecta del laberinto. Pulgarcito tira piedras para no perderse. Es una forma nueva del famoso hilo. Y si el héroe vence al dragón-minotauro, entonces puede salvar a la princesa. O despertarla con un beso. Y encontrar el cofre en el que están las piedras preciosas".

Princesa y joyas. Sexo y dinero, dirán algunos. No Fred Vargas. "No, porque las joyas, las piedras preciosas, en el mundo medieval, son un símbolo del conocimiento, del saber. La mujer mala, al hablar, lanza sapos por su boca mientras que la mujer sabia lanza rubíes o esmeraldas. Y nadie los recoge porque su valor es el de la sabiduría. De la misma manera, la mujer no representa el sexo sino el equilibrio, la armonía, la complementariedad". Y del mito griego o del cuento infantil, a la novela de enigmas. "El comisario es el héroe; el asesino, el minotauro, y las falsas pistas son el laberinto. Con esos elementos juego cada vez".

Durante años, Fred Vargas escribía sus novelas durante tres semanas de vacaciones, a un ritmo de trabajo de quince horas diarias. De una tirada, sin notas previas, sin un esquema al que ceñirse. Sin red. "Lo importante es identificar el mal. Cuando arranco una novela tengo unas pocas ideas, algunas situaciones, pero luego me dejo llevar. Por ejemplo, que la brigada de estupefacientes le quiera quitar el caso a Adamsberg sucede porque al escribir un diálogo entre éste y el jefe de aquélla resultó que dicho jefe me salió antipático". Tras el enorme éxito de sus novelas y, sobre todo, tras haber investigado sobre los dos temas que le apasionaban, Frédérique Audoin se ha tomado un tiempo de "disponibilidad" en el CNRS. Para dedicarse sólo a escribir. Para dejar de redactar sus novelas en tres semanas. "¡Pero la última la he vuelto a escribir en tres semanas! Nada que hacer. Debo ser así. Hubiera podido hacer una página al día o avanzar con un planillo perfecto, pero me ha sido imposible. Sigo descubriendo la novela mientras la escribo. Es el lenguaje el que me proporciona las ideas".

Asegura que sus tres grandes referencias literarias son el filósofo Jean-Jacques Rousseau y los novelistas Ernest Hemingway y Marcel Proust. Del primero ha sacado una idea de la relación entre el hombre y la naturaleza; del segundo, el individualismo moral, y del tercero, el arte de la digresión. Y de la sentencia: "Si quieres comenzar historias, hazte profesor; si quieres acabarlas, sigue de poli", o "las historias se escriben para evitar que ocurran en la vida". Se inventa calles en París o largas citas eruditas en latín, es una persona muy documentada pero evita hacer exhibición de su saber. Y si cree en la eficacia del arte como medicamento también cree que hay formas de relato que están incrustadas en el inconsciente colectivo. "La novela de enigmas juega con lo que los griegos llaman la catarsis. De las buenas novelas negras se dice que no se sale indemne de su lectura. Son obras que comportan un viaje y un desplazamiento. En las mías, el lector tiene que haber aprendido algo, debiera ser algo más sabio sobre sí mismo al terminarlas, pero de ningún modo quedar sumido en una depresión durante dos semanas. Yo le dejo en el punto de partida. Indemne pero, si todo ha ido bien, algo cambiado".

Esa obstinación en la idea de que un mundo mejor es posible es la que la impulsa a dedicar horas, dinero y esfuerzo a la causa de Battisti. "Sarkozy sabía dónde estaba desde siempre, pero nos ha dejado creer que él había conseguido escapar. Le ha detenido cuando lo ha considerado oportuno". O a la lucha por salvar el planeta. De una novela sobre la peste ha pasado a interesarse en profundidad por la gripe aviar, por el peligro de que se convierta en una epidemia mortal. De pronto me pide el bolígrafo y mi libreta y me dibuja la capa y la máscara de plástico, muy sencilla, con la que cree que podrían protegerse las personas. Se la presentó al anterior ministro de Sanidad. "Es segura en un 91% o 92% de los casos. El virus de la gripe aviar puede resistir unas tres horas al aire libre. Es fácil que pueda transmitirse. Y sería a través del hombre. En una situación de ese tipo la civilización dura un máximo de tres días. El barniz que nos protege de atacarnos unos a otros saltaría en esos tres días. Cada vecino sería visto como una amenaza. Una situación así crea unos dramas que tardan muchos años en cicatrizar. Mi capa y mi máscara son eficaces y baratas. Las hay más eficaces pero muchísimo más caras, imposibles de repartir entre la población".

Ese apocalipsis de una peste contemporánea no le parece inverosímil. Además, se ha informado sobre la capacidad de mutación del virus, que siempre le hace llevar ventaja respecto a las vacunas, que se conciben de acuerdo con las características del virus anterior. Su capa y su máscara se las ha hecho probar a su hijo y a su madre. "Un día, al llegar a casa, me encontraron dentro de esa ropa de seguridad de plástico. Primero se pensaron que me había vuelto loca, pero luego, cuando les expliqué, vieron que esa locura puede acabar convirtiéndose en realidad, en el demonio del siglo XXI".

Le interesan las formas concretas de la lucha política. Por ejemplo, sigue publicando en la misma pequeña editorial a pesar de las ofertas millonarias que le han hecho los grandes grupos. "Los autores tenemos que ser responsables. No se puede criticar a Hachette, quejarse de su condición de monopolio, de que edite libros al mismo tiempo que vende cañones, del control de la prensa, la radio y la televisión por los grandes grupos, y al mismo tiempo dar todas las ganancias a esos mismos grandes grupos. Si cuando eres un autor desconocido sólo te publican los pequeños, cuando empiezas a ser conocido debes aportar tu éxito al editor que te ayudó a arrancar. Si queremos editores independientes, los escritores debemos comenzar por querer serlo también nosotros. Además, la gente de Viviane Hamy no habla de poner mi foto en grandes carteles ni de lanzar mi novela siguiente a base de una gira promocional. Saben que no tengo ningún deseo de ser reconocida por la calle, que no voy a programas de televisión ni de radio y que no pienso escribir una columna semanal en los diarios hablando de lo divino y lo humano. Sólo quiero seguir escribiendo y preocupándome de lo que de verdad creo que vale la pena".


Octavi Martí
El País
2 de febrero de 2008






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26 noviembre 2011

Carta a María



Tienes catorce años y preguntas cosas para las que no tengo respuesta. Entre otras razones, porque nunca hay respuestas para todo. Y además, he pasado la vida echando la pota mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha, visionarios y sinvergüenzas que decían tener la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona casi nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que mires. Fíjate bien. Eres el último eslabón de una cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia; de una cultura originalmente mediterránea que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica, que luego se hace romana y fertiliza al occidente que hoy llamamos Europa. Una cultura que se mezcla con otras a medida que se extiende, que se impregna de Islam hasta florecer en la latinidad cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja a América en naves españolas para retornar enriquecida por ese nuevo y vigoroso mestizaje, antes de volverse Ilustración, o fiesta de las ideas, y ochocentismo de revoluciones y esperanzas. O sea, que no naciste ayer.

Para conocerte, para comprender, lee al menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario básico. Estudia latín si puedes, aunque sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre, del universo en que te mueves. Da igual que te gusten las ciencias: ten presente -como siempre recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de Gramática-, que Newton escribió en latín sus Principia Matemática, y que hasta Descartes toda la ciencia europea se escribió en esa lengua. Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear un poco de italiano, y que el estudio del gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y bellísimo instrumento al que aquí llamanos castellano y en todo el mundo, América incluida, conocen como español.

Para ello, lee como mínimo a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al teatro y la poesía del siglo de Oro, conoce a Moratín, que era madrileño, a Galdós, que era canario, a Valle-Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas y semíticas. Con algunos de ellos también aprenderás fácilmente Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio, Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, Elliot, Fernández Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda que en el principio fue la Biblia, y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a las obras de Platón y Aristóteles.

Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cabra de campanario sobreviven a una visita paciente a El Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en el casco viejo de San Sebastián mientras consideras la posibilidad de que parte del castellano pudo nacer del intento vasco por hablar latín. Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el mar por el que vinieron las legiones y los dioses, intuye en Extremadura por qué sus hombres se fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete de que el moro de la patera nunca será extranjero para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el monte San Michel. Tómate un café en Viena y en París, mira los museos de Londres, descubre una etimología almogávar en el bazar de Estambul o una palabra hispana en un restaurante de Nueva York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires, sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas de Teotihuacán. Si haces todo eso -o al menos sueñas con hacerlo-, conocerás la única patria que de verdad vale la pena. 


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
19 de noviembre de 2000






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