Cuando he terminado de escribir algo hay un tiempo de alivio y luego
otro de expectación y esfuerzo defensivo después del cual viene
fatalmente un tercer tiempo de abatimiento, que precede a la cuarta
fase, la de la incertidumbre aguda sobre el valor de lo que ya va
quedándose lejos, que suele dar paso a la quinta, la de
arrepentiemiento, en la cual ya no es fácil distinguir entre la lucidez y
el masoquismo, como le sucedía al pobre Martín Romaña, y que anticipa
la sexta, la decisión de curarse de los errores ya sin remedio, que
viene a ser lo que en los catecismos se llamaba el propósito de
enmienda: intentar ahora lo contrario de lo que se hizo antes, cambiar
de tercio, poner tierra por medio, escribir ficción si el libro anterior
fue de recuerdos, o bien contar hechos precisos para curarse de las
vaguedades y las resignaciones argumentales de la ficción, cuentos
breves si lo que da remordimiento es una novela, o una novela larga y
compleja si es que toca arrepentirse de una narración sucinta, dejar
atrás la propia sombra, hacer tabla rasa, borrón y cuenta nueva,
comenzar de la nada.
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Culpable de una novela de casi mil páginas que trata de
cosas sucedidas hace tres cuartos de siglo me atrae todo lo que sea su
reverso: los libros muy breves; lo fragmentario, lo poco trabado, lo
casi no elaborado, lo escrito sobre la marcha; la observación del
presente y la dificultad de transmutar en ficción lo que sucede ahora
mismo; la inutilidad de empeñarse en la ficción cuando no hace ninguna
falta.
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Busco la síntesis, no la extensión, aunque el verano pasado me sumergí con felicidad en La montaña mágica y en Doctor Zhivago, y poco después viajé sucesivamente con El rojo y el negro, La educación sentimental, Madame Bovary.
Pero Thomas Mann, Pasternak, Stendhal y Flaubert escribían sobre el
tiempo de sus propias vidas, no sobre el de sus abuelos. Con la
excepción inmediata viene la esperanza: en Guerra y paz Tolstói escribió sobre el tiempo de sus abuelos.
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Menos
sinfonismo, más música de cámara. Menos partitura y más improvisación.
Menos empeñarse en decirlo todo y más conciencia de los espacios en
blanco, tan decisivos en la escritura como en el dibujo. Más dibujo y
menos pintura al óleo. Cuando dibuja, Ingres es mucho más moderno y
verdadero que cuando pinta. En sus dibujos hay una pulsación de
inmediatez, se percibe el movimiento de la mano que traza la línea: sus
cuadros tienen el acabado frío de lo que se ha pulido en exceso.
Quiero
libros que pesen tan poco que puedan llevarse a cualquier parte. Libros
transeúntes, no sedentarios. Libros de bolsillo, de bolsillo de
americana o de chaquetón, de mochila ligera. Quiero la sensación de
llevar ese libro y no otro, no la biblioteca entera que me cabe en el
Kindle. La forma es una parte fundamental del contenido. Quiero el
tacto, quiero la tipografía de la cubierta, quiero el golpe de azar de
abrir por una página y no saber lo que voy a encontrarme en ella.
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Libros
misceláneos, colecciones de aforismos, antologías de poemas, libros que
el autor no terminó y que son el resultado de pesquisas y
reconstrucciones aproximadas de editores, libros que siguen teniendo
algo del cajón en el que sus páginas llenas de anotaciones confusas
fueron encontradas póstumamente, de la maleta en la que permanecieron
durante años o siglos; en los que no hay más unidad que la del cuaderno
donde su autor fue dejando apuntes, citas, bocetos de cosas que luego no
terminaría o que fueron menos interesantes cuando se terminaron. Los Pensamientos
de Pascal, extraidos de los borradores de un tratado teológico en el
que trabajó durante años y que la muerte le impidió completar; el Libro del desasosiego de Pessoa; Mi corazón al desnudo, de Baudelaire, y sus tremendos apuntes para una crónica de un viaje a Bélgica que no llegó a terminar; La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly; Los Carnets de Albert Camus.
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Textos
de arrastre: literatura aluvial. Lo que se ha ido haciendo sin
propósito de coherencia al hilo del tiempo y precisamente por eso revela
una unidad inconsciente y mucho más profunda que la impuesta por la
horma de una sola trama. Las piezas ocasionales que se hicieron de
encargo y veces a toda prisa y distraídamente sin más destino que la
fugacidad del periódico, por compromiso, por ganar algo de dinero: las
crónicas de viaje de Eça de Queiroz; el Spleen de París o Los paraísos artificiales de Baudelaire; casi todos los libros de Josep Pla; los Proverbios y cantares de Antonio Machado; los aforismos de Juan Ramón Jiménez.
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Un
equivalente musical me ha admirado siempre: la sucesión rápida de
bocetos de canciones que hay al final del Abbey Road de los Beatles; de
menos de un minuto a tan solo unos pocos segundos, relámpagos de
canciones asombrosas que con solo un poco más de esfuerzo habrían
llegado a quedar completas. Pero hay un acto de despilfarro magnífico o
de generosidad en dejarlas así.
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Porque el viaje a la vez
fragmenta y concentra la experiencia su relato natural es la escritura
quebrada; el apunte de lo que se ve de nuevo o por primera vez y dentro
de muy poco habrá dejado de verse; el nomadismo del cuaderno en el que
se anota algo y el del libro que se lee a rachas en un café o en un
avión o en una sala de espera, y que no añade peso al equipaje. Uno de
los libros de Bioy Casares que más me gustan es el diario breve de un
viaje a Brasil.
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En un viaje rápido a París compro no sin avidez los tres volúmenes de los Carnets
de Camus en la edición de Gallimard, con el título en rojo y la portada
en color crema. Compro también una vez más, por vicio, para tenerlos
repetidos, el Spleen de París y Los paraísos artificiales. Tanto como de palabras se me llenan los ojos de espacios en blanco. Los Carnets
son una confesión íntima y una herramienta de trabajo, una
autobiografía involuntaria que empieza en mayo de 1935 y termina muy
poco antes de la muerte de Camus, en diciembre de 1959. Sus obras
mayores, los ensayos y las novelas, el teatro, dejé de leerlas hace
mucho tiempo, y sospecho que si volviera a ellas me pesaría la carga
filosófica, prisionera quizás de la época en la que se escribieron. En
una carta a un amigo Saul Bellow escribió que en La peste hay una idea, y es demasiado visible. Tendré que volver a esa novela para juzgarla honradamente. Pero en los Carnets
hay una escritura limpia, inmediata, valerosa, el retrato de un hombre
que estuvo dividido siempre entre el fervor de vivir y escribir y la
negrura de la depresión, que tuvo una lucidez política y una valentía en
las que solo se le compara a George Orwell. Los libros en los que Camus
puso más empeño son los más fechados: El primer hombre, que no terminó, estos cuadernos, son cada día más contemporáneos.
Antonio Muñoz Molina
Babelia
El País
23 de diciembre de 2011
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