- Ya conoces mis sentimientos, por supuesto. Estoy aquí, lo que, burdamente traducido, significa que preferiría morir antes que alejarme de ti. -Hice una mueca-. Soy idiota.
- Eres idiota -aceptó con una risa.
Nuestras miradas se encontraron y entonces también yo me reí. Nos reímos juntos de lo absurdo y estúpido de la situación.
- Y de ese modo el león se enamoró de la oveja... -murmuró.
Desvié la vista para ocultar mis ojos mientras me estremecía al oírle pronunciar la palabra.
- ¡Qué oveja tan estúpida! -musité.
- ¡Qué león tan morboso y masoquista!
"Crepúsculo"
Stephenie Meyer
(2005)
Contrario a lo que pueda parecer, esta entrada no será una oda a los vampirillos descafeinados made by la mormona Meyer, ni mucho menos. Hace algunas semanas (un poco renuente, lo admito) me atreví a echarle un vistazo a la adaptación fílmica de lo que se considera el nacimiento del vampiro del siglo XXI sin garra, sin pasión y cuasi con el acné mental que padecen muchísimos adolescentes (y por desgracia, visto lo visto, en mayores cantidades, las jovencitas).
¿Mi opinión? Que para bien o para mal, la peli está totalmente enfocada al mercado adolescente, ese que a pesar de las mutaciones genéticas (quizá lógicas según los tiempos que corren), de que solemos acusarlos de escasos de sentimientos y valores, aún se regocijan soñando con un amor de película, un amor puro y ¿por qué no decirlo? cursi hasta el hartazgo (aunque, claro, ya no son los tiempos en que se suspiraba con Romeo y Julieta, ni siquiera con Cumbres Borrascosas). Digamos que la mormona Meyer ha usado al vampiro como la condensación de todas las "amenazas" posibles e imposibles que circundan el mundillo adolescente: desde la promiscuidad hasta la posible escasa o nula posesión de valores genuinos (amor, amistad, unión familiar).
Pero no voy a hacer un análisis de la novela, ni mucho menos de la saga (que no he leido entera, lo confieso). Me ocupo de la película que, bajo mi punto de vista, escasamente tiene qué ver con la novela, a pesar de ese afán que ambas tienen por captar al público adolescente (y mucho me temo, visto lo visto también, a aquellas mujeres que parece que no han querido o no han podido dejar atrás su pasado adolescente). La película no es otra cosa que una ensalzación de lo cursi que podemos llegar a ser cuando las hormonas nos gobiernan y el corazón intenta hacerse escuchar un poco enloquecido por su estreno en cuestiones amorosas.
Puffhh, cómo cuesta tragarse que un vampiro de casi cien años, se aferre a continuar teniendo los diecisiete años eternos. Cómo cuesta que se caiga en la imagen de la chiquilla anodina y de aspecto equis (mucho más marcado en la novela que en la peli, claro) que no será la más popular ni pretende serlo pero vaya por Dios, qué inteligente y lista es. Cómo cuesta tragarse a la familia vampiril tan estereotipada: los guapos, guapísimos de la muerte, fundamentalistas de su raza; la vampira desfasada que posee poderes extransensoriales (que no sé por qué llega a un punto que me recuerda y mucho al personaje Death, la hermana Muerte de los Eternos, obra del gran Neil Gaiman); la madre de semejante familia que es tan comprensiva y tolerante (anda ya, la mismita que todos hubiésemos querido tener cuando fuimos adolescentes); el padre vampiro, el creador de toda esa familia, tan de buen corazón que ayuda a los humanos y se permite ser médico. Y para rematar, el chico nativoamericano que por su puesto, y para no romper con los clichés: se convierte en hombre-lobo, bueno, no, en lobo a secas (uys, lo siento, eso no se muestra en esta peli, pero sí en la segunda parte de la saga y es así como se explica el odio eterno que hay entre la familia de vampiros y los nativoamericanos... Vamos, es que -volvemos a los clichés- los vampiros y los hombres-lobo no se pueden ver ni en pintura).
La película intenta conservar el aroma de la novela, los efluvios que lograron un éxito de ventas inimaginable, pero se queda a medio camino y sólo es un film para quinceañeros. Es cursi, es sonrosada (a pesar de contener la monstruosa presencia de los vampiros tanto de los buenos como de los malos de Malolandia que aparecen de la nada y son detonantes de la tensión necesaria en una historia que era demasiado plana y rosa) y si me permiten, peca hasta de ridícula. Insisto: ese vampiro que sabe más que los ratones colorados pero que se aferra a conservar los diecisiete eternos, el vampiro bello y con sentimientos que toca el piano(es culto, en pocas palabras), vuela (en la peli, claro, pero de un modo que más parece ardilla voladora por aquello de saltar de árbol en árbol), es caballeroso, es tierno... Es un blandengue, en pocas palabras.
Sin embargo, disculpen de antemano si cometo un cuasi sacrilegio, hahaha, pero Edward Cullen recuerda y mucho a otro vampiro mucho mejor dibujado y mucho mejor fundamentado: Louis de Pointe Du Lac. La mormona Meyer puede ser capaz de declarar sin tapujos que no ha leido Drácula y de que Stephen King le da miedo, pero seguro que se ha recetado todas las Crónicas Vampíricas aunque, visto lo visto, me temo que se ha empachado. Por desgracia, a estas alturas de la historia de la literatura, todo está escrito y es casi imposible mostrar temas inovadores. Mucho vampiro mezclado con historias románticas, tantas mezclas indigestas y rídiculas que abundan en la actualidad, pero lo cierto es que las autoras (sí, señoras y señores, son Ellas las que han copado ese sector del mercado editorial) han bebido de fuentes que no son tan lejanas ni tan remotas. Han bebido de ese manantial que fue inagotable llamado Anne Rice.
Hace treinta y tres años que el vampiro literario sufrió una tremenda transformación. Sí, era el mismo monstruo, pero mucho más bello e interesante que sus ancestros. Mucho más humano. Podía ser maldito, podía ser un hijoputa, pero podía apreciar la belleza y valorar la vida. Podía odiar y amar. Podía decidir cómo actuar. Podía no dejarse guiar únicamente por la sed de sangre.
Es posible que los vampiros de Anne Rice fuese calificados desde un principio como cursis, como agónicos y cuasi fantásticos, dentro de su irrealidad. Pero los vampirillos que abundan en la actualidad intentan penetrar en nosotros apelando solamente a nuestros recuerdos adolescentes. Pretenden alborotar nuestras hormonas y que nos veamos reflejados en la agonía de un vampiro que debe contener su sed de sangre que en todo caso sólo es una metáfora de su deseo sexual. Aquello que tanto enfatiza la mormona Meyer sobre el aroma que desprende Bella y que cuasi enloquece a Edward. Eso no es como aquello de que el olor de la sangre incita a los tiburones o que los depredadores se guían por el olfato, nanay. La contensión del vampiro made by la mormona Meyer no es otra cosa que su contensión sexual, la misma que tanto se recomienda (o se intenta imponer) en la adolescencia y que escasamente se cumple a rajatabla.
El mito del vampiro penetra en lo más profundo de nuestros deseos y se convierte en presencia constante en un mundo pleno de pasión de vivir, de vencer el paso del tiempo, de percibir con los cinco sentidos (aunque se esté muerto o no-muerto), de poseer al otro y de la entrega sin límites ni reservas. Quizá su presencia persiste en nuestra memoria colectiva desde que el mundo es mundo. Quizá esa es la razón de su éxito como figura literaria. Probablemente su esencia que recuerda otros tiempos es un poderoso imán para las nuevas generaciones que padecen una particular nostalgia por lo no vivido.
Pero aunque todo esto fuese cierto, soy una de las personas que no admite el abuso que actualmente se hace del mito del vampiro convirtiéndolo en un vil adolescente (cuando se trata de un criatura de alma vieja), en otras ocasiones en un cazador de su propia especie (un renegado vengativo) o se insiste en acomodarlo en un mundo demasiado común y corriente de internados, colegios y bailes de graduación por mucho que dichas historias se desarrollen en un mundo particular.
Humanizar al vampiro no es otra cosa que denigrarlo. Despojarlo de su magia y de su leyenda. No es posible que su poderoso deseo de eternidad sea simplemente condensado en el aspecto de un adolescente eterno. Inclusive, la propia Anne Rice muestra un personaje que reniega del momento en que fue convertida con apenas seis años pues lo tendrá eternamente.
Montaje de las mejores escenas (para mí) de Twilight ;-)
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