17 octubre 2009

El dueño de Rampling Gate (2a parte)


Encontramos nuestros dormitorios, los mejores de la mansión, bien aireados, con sábanas blancas de hilo y con las chimeneas encendidas para expeler la humedad siempre presente entre los gruesos muros. Las ventanas de cristales emplomados en figura de rombos se abrían al espléndido paisaje del lago y del bosque de robles allá.

Aquella noche reímos como niños mientras cenábamos en la gran mesa de roble, iluminados únicamente por la débil luz de unas velas. Y después, jugamos una encarnizada partida de billar en la sala de juegos que había sido la última reforma del tío Baxter; y me temo que también bebimos alguna copa de coñac de más.

En el momento en que me disponía ya a acostarme, pregunté a Mrs, Blessington sí había vivido alguien en la casa desde la muerte del tío Baxter. Eso había sucedido en el año 1838, hacía casi cincuenta años, y ella era ya entonces el ama de llaves.

-No, querida -respondió rápidamente, al tiempo que ahuecaba las almohadas de plumas-. Su padre vino ese año, como bien sabe, pero no estuvo aquí más que uno o dos meses, y enseguida regresó a su casa.

-¿Nunca vivió aquí un hombre joven, después...? -insistí, aunque en realidad no tenía el menor deseo de averiguar nada que perturbara la felicidad que sentía. ¡Cuánto me gustaba la pulcritud espartana de aquel dormitorio, las paredes de piedra desnudas de todo tipo de papel o de adorno, el resplandor de la pulida madera de avellano del lecho!

-¿Un hombre joven ... ? -Dejó escapar una risa fácil, casi condescendiente, y con la infalible seguridad con que manejaba las cosas que la rodeaban, levantó el hurgón y atizó el fuego de la chimenea-. ¡Qué cosas tan raras me pregunta!

Quedé silenciosa por unos instantes, sentada frente al espejo, y retiré la última aguja de mi cabello, que cayó suelto, espeso y cálido, sobre mis hombros. Me daba una sensación agradable, como si se tratara de una suave capucha bajo la cual podía ocultarme. Pero ella se volvió como si percibiera en mí alguna incomodidad, y se aproximó.

-¿Por qué habla de un hombre joven, señorita? -preguntó. Lenta, minuciosamente, sus dedos examinaron las largas trenzas que reposaban sobre mis hombros. Tomó el peine de mis manos

Contarle la historia me parecía perfectamente ridículo, de modo que recurrí a una versión abreviada; le dije, sencillamente, que nos habíamos tropezado inesperadamente con un joven diabólicamente guapo al que mí padre, furioso, había llamado más tarde el dueño de Ramplíng Gate.

-¿Así que era guapo? -inquirió, mientras cepillaba mi cabello enredado con suavidad. Pareció pendiente de cada una de mis palabras, mientras yo volvía a describirlo.

-¿No apareció ningún intruso en esta casa, por entonces, Mrs. Blessington? -le pregunté- ¿Ningún misterio sin resolver ... ?

Respondió con una risa alegre.

-¡Oh, no, querida, esta casa es el lugar más seguro del mundo! -se apresuró a declarar-. Es una casa feliz, ¡Ningún intruso se atrevería a perturbar Rampling Gate!

Y en efecto, nada perturbó la serenidad de los días siguientes. Los humos y los ruidos deLondres, y las palabras de nuestro padre moribundo, pasaron a ser un sueño. Lo real eran nuestros largos paseos juntos por los jardines descuidados, y nuestros viajes de punta a punta del lago en el bajo el techo acristalado del invernadero vacío. Y por la noche subíamos las escaleras con los mejores libros de la biblioteca del tío Baxter en las manos, dispuestos a leerlos a la luz de las velas en la intimidad de nuestros dormitorios.

Todas nuestras discretas investigaciones en la aldea nos llevaron a la misma conclusión: los aldeanos amaban la mansión y no contaban historias antiguas ni inquietantes. Por el contrario, repetidamente nos dijeron que Rampling era el pueblo más apacible de Inglaterra, y que nadie se atrevería -las mismas palabras de Mrs. Blessington- a perturbar el lugar.

-Esa vieja casa es nuestro ángel de la guarda -dijo la anciana de la librería en la que Richard compraba los periódicos de Londres-. ¿Qué sería el pueblo de Rampling, sin la casa Ramada Rampling Gate?

¿Cómo íbamos a explicarles la orden de nuestro padre? ¿Cómo podíamos tenerla presente nosotros mismos? No volvimos a hablar ni una sola vez del desastre propuesto, y Richard escribió a su empresa que no regresaría a Londres hasta el otoño.

Había encontrado una mina de materiales clásicos en los viejos volúmenes de la biblioteca del tío Baxter, y yo instalé mis bártulos de escribir en el pequeño estudio situado junto a la biblioteca, del que me adueñé por completo.

Nunca había conocido tanta paz y quietud. Parecía que la atmósfera de Rampling Gate permeaba las más simples descripciones que escribía, y enriquecía con un toque de añeja sabiduría las tramas y los personajes que creaba. El lunes después de nuestra llegada finalicé mi primera narración corta, y descendí a pie hasta el pueblo para enviarla con urgencia a los editores del Blackwood Magazines.

¿Qué era lo que había aterrorizado a mi padre en este precioso rincón de Inglaterra? -me pregunté-. ¿Qué recuerdo había podido ensombrecer sus horas postreras hasta el punto de llevarle a maldecir este lugar?

Mi corazón se abrió a aquel silencio celestial, y a la innegable majestuosidad de un paisaje que me hacía olvidarme totalmente de mí misma. Había ocasiones en las que me sentía un intelecto incorpóreo flotando en un silencio insondable, mientras recorría los senderos del jardín o los pasillos de piedra que habían sido testigos de demasiados acontecimientos para percatarse de la presencia de una joven pequeña y frágil, que en algunos momentos Regaba incluso al extremo de
hablar en voz alta a las armaduras que la rodeaban, a las estatuas rotas del jardín, a los querubes de las fuentes que desde hacía años y mas anos ya no tenían agua que verter desde las conchas que sostenían.

Pero ¿había en aquel entorno idílico alguna fuerza maligna que aún se ocultaba de nosotros, alguna historia secreta que lo explicara todo? Un horror indecible... En mi recuerdo volvía a ver a aquel joven, y me invadía la extraña sensación de que en mi memoria o en mi imaginación se había enriquecido aquella imagen en los últimos días. Tal vez lo había reinventado en sueños, y había adornado con un rubor brillante sus labios y sus mejillas. Tal vez, al recrear su figura para Mrs. Blessington, le había permitido alzar la mano hasta la bufanda roja de modo que pude advertir entonces los dedos, largos, delicados y sugestivos, de una mano de músico.

Todo aquello rondaba confusamente por mi mente cuando entré de nuevo en la casa, sin hacer ruido, y vi a Richard sentado en su sillón de piel favorito, junto al fuego.

Un aire cálido entraba por la puerta abierta del jardín, y sin embargo el brillo de las llamas era invitador, y hacía que la amplia habitación, con sus estanterías abarrotadas de libros encuadernados en cuero, pareciera atractiva y pequeña como un refugio.

-Siéntate -dijo gravemente Ríchard, sin dirigirme más que una mirada apresurada-. Quiero leerte algo de inmediato.

Tenía en las manos un libro largo y estrecho.
-Esto pertenecía al tío Baxter -dijo-. Y al principio creí que se trataba sólo de un libro de, cuentas que había llevado en la época de las reformas, pero he encontrado anotaciones de diario que corresponden a las últimas semanas de su vida. Están escritas apresuradamente y son casi indescifrables, pero he conseguido averiguar lo que dicen.

-Muy bien, pues léemelas -manifesté, pero sentí un ligero escalofrío de temor al decirlo. No quería saber ninguna cosa terrible relativa a este lugar. Si pudiéramos permanecer siempre aquí..., pero eso era imposible, por supuesto.

-Escucha esto -dijo Richard, pasando cuidadosamente una página-. «Cinco de mayo, mil ochocientos treinta y ocho: él está aquí, lo sé con toda seguridad. Ha vuelto otra vez». Y varios días más tarde: «Cree que ésta es su casa, de verdad, y bebería mi vino y fumaría mis cigarros si pudiera. Lee mis libros y mis papeles, sin molestarse en disimular. He dado órdenes de cerrar todo con llave». Y finalmente, la última anotación, escrita la mañana del día en que murió: «Estoy cansado, cansado hasta la muerte, y él no es la causa menor de mí agotamiento. La última noche le vi con mis propios ojos. Estaba en esta misma habitación. Se mueve y habla exactamente igual que un mortal, y se atreve a contarme sus secretos. Él es un demonio astuto y yo un simple mortal. ¡Cómo voy a luchar con él!».

-Buen Dios -susurré lentamente. Me levanté de la silla en la que me había sentado, y de pie a su lado leí yo misma aquella página. La escritura estaba garabateada, y era la última anotación del libro. Yo sabía que el corazón del tío Baxter había cedido. No tuvo una muerte violenta, sino pacífica, en aquella misma habitación, con un libro piadoso en las manos.

A. R. (1982)
(Continuará)

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