24 octubre 2009

El Dueño de Ramplig Gate (tercera parte)



-Podría tratarse de la misma persona de la que habló papá aquella noche? preguntó Richard.

A pesar del sol que entraba a raudales por las puertas abiertas, me sacudió un violento escalofrío. Por primera vez me sentí inquieta en esta casa, inquieta por nuestra audacia al venir aquí, sin hacer caso de las palabras de papá.

-Pero eso sucedió muchos años antes, Richard... -dije-. ¡Y qué puede significar esa referencia a un ser sobrenatural! ¡Seguramente el pobre hombre estaba trastornado! ¡No era un espíritu lo que yo vi en el vagón del tren!

Me dejé caer en el sillón colocado frente al suyo, y procuré aquietar los latidos de mi corazón.

-Julie -Richard habló en voz baja, al tiempo que cerraba el libro-, Mrs. Blessington ha vivido aquí feliz durante años. Seis criados duermen todas las noches en el ala norte. Con toda seguridad, no existe nada de todo eso.

-Y sin embargo, no resulta nada divertido, ¿no es cierto? -apunté tímidamente-. No es nada parecido a las historias de fantasmas que solíamos contarnos el uno al otro, cuando poblábamos las tinieblas de seres imaginarios y nos reíamos de los amigos de la escuela que se asustaban al escucharnos.

-Durante toda mí vida -dijo él, con la mirada clavada en la mía-, he oído historias de duendes y de espíritus, unas imaginarias y otras supuestamente verídicas, y casi invariablemente se menciona que la casa en cuestión está embrujada, o que posee una atmósfera que despierta un presentimiento peculiar, una sensación de amenaza o de alarma...

-Sí, lo sé, y aquí no existe en absoluto esa atmósfera envenenada.

-Al contrario, no me he sentido más a gusto en mi vida. -Hundió la mano en el bolsillo para extraer de él la inevitable cerilla con la que encender la pipa que enarbolaba-. Y a propósito, Julie, no sé cómo voy a poder cumplir el último deseo de papá, de destruir este edificio piedra por piedra.

Asentí, llena de simpatía. Lo mismo pensaba yo desde el momento mismo de nuestra llegada. Incluso ahora, me sentía cómoda, natural, completamente segura.

Súbitamente, de modo irracional, deseé que no hubiera encontrado las anotaciones del libro del tío Baxter.

-¡Tendré que hablar una vez más con Mrs. Blessington! -dije, casi de mal humor-. Me refiero a una conversación seria...

-Pero si ya lo he hecho yo -respondió él-. Le pregunté sobre todo el asunto esta mañana, en cuanto hube hecho el descubrimiento, y se echó a reír. juró que nunca ha visto aquí nada fuera de lo normal, y que ninguna persona viva del pueblo puede contar historias sobre este lugar. Me repitió que está encantada de que hayamos regresado a Rampling Gate. No creo que tenga la menor sospecha de que nos proponemos destruir la casa. ¡Oh, si lo supiera, eso le destrozaría el
corazón!

-¿Nunca ha visto nada fuera de lo normal? -me sorprendí-. ¿Eso dijo? ¡Qué forma más extraña de expresarse, Richard, cuando apenas puede ver nada en absoluto!

Pero no me escuchaba. Había dejado el libro a un lado y se había levantado muy despacio, casi perezosamente; salió paseando por la doble puerta al pequeño jardín, y miraba por encima de la alta barrera de los robles que inclinaban sus ramas acodadas casi hasta la superficie del lago. No había el menor ruido en aquella hora temprana del día, salvo el suave susurro de las hojas de los árboles sacudidas por la brisa, y el piar esporádico de algún pájaro.

-Tal vez se ha ido, Julie -dicho Richard por encima del hombro, y su voz sonó nítida en aquel silencio-, si alguna vez estuvo aquí. Tal vez nadie tiene ya nada que temer en este lugar. No pensarás quedarte aquí todo el invierno, ¿verdad? Supongo que querrás estar de vuelta en Londres para entonces. Parecía muy pequeño frente a los grandes árboles y el cielo roto en pequeños fragmentos relucientes por el entramado del follaje que filtraba tenuemente la luz.

Rampling Gate se había apoderado de él. Y le comprendí a la perfección, porque también se había apoderado de mí. Podría muy bien quedarme aquí todo el invierno, sin importarme la soledad ni el frío. No quería volver nunca más a mi casa.

Y la inmediatez del misterio contribuía a debilitar todavía más mi percepción de todas las cosas y lugares restantes.

Después de una larga pausa, me levanté, salí al jardín y coloqué mi mano en el brazo de Richard.

-Hay algo que sé de cierto, Julie -dijo, como si nos hubiéramos seguido hablando durante todo el rato-. juré a papá que haría lo que me pidió, y eso me está destrozando. De una u otra manera lo llevaré siempre sobre mi conciencia, tanto si destruyo la casa como si me rebelo contra mi propio padre y contra la carga que me impuso en su postrer aliento.

-Hemos de buscar ayuda, Richard. Consejo de nuestros abogados, de los confesores de papá. Debes escribirles y contarles todo el asunto. Papá estaba febril cuando te dio esa orden. Si podemos exponer lo ocurrido a esas personas, ellos nos ayudarán a decidir.

Eran las tres en punto cuando abrí los ojos. Pero había estado despierta durante largo tiempo. Había oído las lejanas campanadas del reloj del salón, hora a hora. Y no sentía miedo al estar tendida sola en la oscuridad, sino algo distinto. Una especie de agitación vaga e inexorable, una sensación de vacío y de necesidad que me hizo finalmente levantarme de la cama. Me pregunté cómo podría hacer desaparecer aquella tensión. Miraba fijamente los objetos más sencillos en la
sombra. El pequeño tapiz colocado sobre la chimenea, con sus esbeltos príncipes y princesas semidesvanecidos por el desgaste de las fibras y de los hilos. El retrato de una antepasada isabelina, que me miraba con un ojo almendrado desde su pequeño marco.

¿Qué era esta casa, en realidad ? ¿Tan sólo un lugar, o bien un estado de ánimo? ¿Qué le estaba haciendo a mi alma? ¿Por qué las anotaciones del libro del tío Baxter no nos habían devuelto a Londres a toda prisa? ¿Por qué nos habíamos quedado juntos hasta tan tarde en el gran salón, después de cenar, sin pronunciar una sola palabra?

Me sentí de repente muy cansada, y al mismo tiempo excluida de algún secreto magno y deslumbrante; ¿y no era ésa la misma palabra que había empleado el tío Baxter?

Consciente únicamente de mi insoportable cansancio, me puse mi bata de lana, abroché el botón del cuello y anudé el cinturón. Luego me calcé las zapatillas, y me dirigí al salón. La luna iluminaba la escalera de madera de roble, y el rincón donde estaba la puerta abierta del dormitorio de Richard. Me acerqué de puntillas, y vi que la cama estaba vacía e intacta.

De modo que también él estaba desvelado aquella noche, y había salido de su cuarto igual que yo. ¡Ah, si al menos hubiera venido a buscarme y me hubiera pedido que le acompañara!

Me volví y descendí sin hacer ruido las largas escaleras.

El gran salón se abrió delante de mí, oscuro como una gran caverna; la luz de la luna acariciaba, aquí y allá, un par de espadas cruzadas o un escudo colgado. Pero en el otro extremo de la estancia, en el estudio situado junto a la biblioteca, vi con toda claridad una lucecita que parpadeaba. Y la brisa que atravesaba la inmensa sala traía el inconfundible olor de un fuego de leña.

Me encogí de hombros, aliviada. Richard estaba allí, podríamos hablar. O tal vez explorar los dos juntos todas las habitaciones, formando una pantalla con las manos para preservar las frágiles llamas de nuestras velas. Una sensación de bienestar me invadió y me hizo sentirme en calma; y aunque la distancia que nos separaba parecía interminable, me entró una prisa desesperada por franquearla, y eché a correr de repente a lo largo de la gran mesa de comedor, con sus macizos
candelabros, hasta precipitarme finalmente en la pequeña habitación que se abría junto a las puertas de la biblioteca.

Sí, Richard estaba allí. Estaba sentado, con los ojos cerrados, dormitando en el sillón de piel, y la brisa procedente del jardín hacía temblar las frágiles llamas de las velas colocadas sobre la chimenea de piedra y sobre la mesita situada a su lado.

Me disponía a acudir junto a él, después de cerrar las puertas, para darle un ligero beso y preguntarle por qué no se iba a la cama, cuando de improviso vi por el rabillo del ojo a alguien más en la habitación.

En el rincón más lejano, a la izquierda, junto al escritorio, había otra figura, inclinada sobre los papeles de Richard, con las manos pálidas en reposo sobre la superficie de madera.

Sabía que no podía ser cierto. Sabía que tenía que estar soñando, que ninguna de las cosas que había en la habitación, y menos que ninguna otra aquella figura, podía ser real. Porque se trataba del mismo hombre que había visto quince años antes en un vagón de tren, y ni el más mínimo detalle de la apariencia de aquel joven sombrío había cambiado. Tenía el mismo pelo espeso y lustroso, peinado descuidadamente tan sólo en la parte del cogote en que pendía sobre el cuello
ancho de su chaqueta negra, y la piel era tan fina que casi resplandecía en la sombra. Los ojos oscuros se alzaron de repente y me miraron con una expresión tan curiosa que casi me hizo gritar.

Nos miramos fijamente a través de la habitación oscura; yo de pie junto a la puerta, y él visible e innegablemente sobresaltado porque le había sorprendido de improviso. Mi corazón se detuvo.

En una fracción de segundo avanzó hacia mí, abolió el espacio que nos separaba y se inclinó sobre mi rostro, mientras sus dedos blancos se cerraban con suavidad sobre mis brazos.

-Julie! -susurró, en una voz tan baja que me pareció que me hablaban mis propios pensamientos. Pero no se trataba de un sueño; era una persona real. Me estaba sujetando, y de mi interior escapó un grito agudo, ensordecedor, incontrolable, cuyos ecos se extendieron por las cuatro paredes de la estancia.

Vi que Richard se levantaba de su sillón. Yo estaba sola. Agarrada al marco de la puerta, di un traspié hacia adelante y entonces, de nuevo, con toda claridad vi al joven intruso: estaba de pie en el jardín, mirando hacia atrás por encima del hombro, y en el instante siguiente desapareció. No podía dejar de gritar. No pude ni siquiera cuando Richard me sostuvo, cargó conmigo y me hizo sentar en el sillón. Todavía seguía sollozando cuando finalmente llegó Mrs. Blessington. Me tendió una copita de cordial, mientras Richard me suplicaba una vez más que dijera lo que había visto.

A. R. (1982)
(Continuará)

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