10 octubre 2009

El dueño de Ramplig Gate


Soy un poco terca, lo sé :p Confío en que tengo algunos fieles lectores que, a pesar de que no dejan constancia de su existencia a través de los comentarios, siempre que pueden me visitan y probablemente comparten algunos o muchos de los temas que conforman esta bitácora.

Esto viene a cuento porque nuevamente me voy a embarcar en la aventura de publicar, por entregas dominicales, un cuento que mucho me temo que, tal como el de Poppy Z. Brite, no es sencillo de encontrar fuera de un par de antologías poco conocidas (The Ultimate Dracula -que fue publicada en castellano por la editorial Timun Mas en 1991 conmemorando el 60 aniversario del estreno de la peli Drácula con Bela Lugosi como el enigmático conde- y Vampires, Wine and Roses) y una novela gráfica creación del maese John Bolton. Se trata del primer relato corto que escribió Anne Rice luego de Entrevista con el vampiro (1976).

El Dueño de Rampling Gate (1982) es una verdadera alegoría gótica y una peculiaridad al haber sido firmada bajo el seudónimo de Anne Rampling, una pequeña gran muestra del talento que poseía Mrs. Rice y que ahora mismo no me atrevo a asegurar que aún conserve :p Sí, trata sobre vampiros; sí, trata sobre la seducción tan poderosa que ejerce esa criatura sobre los mortales; sí, entre líneas podemos encontrar pinceladas de Louis y Armand en un mismo personaje.

Octubre está a toda potencia y cada vez nos acercamos más a mi festividad anual favorita (quizá sólo está por encima el día que nació Happy Demon, jejeje) : Halloween, Samhain, Día de Muertos. Durante todo este mes voy a publicar entradas relacionadas con estos temas ;-)

El Dueño de Ramplin Gate

Rampling Gate: ¡Era tan real para nosotros en aquellas viejas pinturas, alzándose como un castillo de hadas por encima del bosque oscuro que lo rodeaba! Una mole de piedra rematada en tejados de caballete y chimeneas, entre dos inmensos torreones; paredes de piedra gris cubiertas de hiedra, ventanas que reflejaban las nubes huidizas.

Pero ¿por qué papá nunca fue allí? ¿Por qué nunca nos llevó? ¿Y por qué en su lecho de muerte, en los meses sombríos que siguieron al fallecimiento de mamá, dijo a mi hermano Richard que Rampling Gate había de ser destruido piedra por piedra? Ramplíng Gate, que siempre había pertenecido a los Rampling; Ramplíng Gate, que había subsistido impávido más de cuatrocientos años.

Estábamos asustados ante los trabajos que nos esperaban, y dolorosamente aturdidos, Richard acababa de cumplir su cuarto año en Oxford. Dos vertiginosas temporadas sociales en Londres me habían deparado algún tímido éxito. Todavía prefería borronear poemas y relatos en el silencio de mi habitación a pasar las noches bailando, pero mantenía en secreto aquella inclinación, y aunque distábamos mucho de ser dos niños mimados, nuestros padres nos proporcionaban cuanto podíamos desear. Pero ahora los años de despreocupación se habían terminado. Nos veíamos obligados a comportarnos con prudencia y sentido de la responsabilidad. Y nos sentíamos apesadumbrados, sentados en el estudio abarrotado de libros de papá, contemplando las antiguas pinturas de Rampling Gate, junto a la pequeña estufa de carbón.

-Destrúyela, Richard -dijo papá-. En cuanto yo haya muerto.

-Sencillamente no lo entiendo, Julie -confesó Richard, mientras vertía el jerez en la copa de cristal tallado que yo sostenía en la mano-. Es un valor genuino, una construcción de época, una auténtica mansión del siglo XV en excelente estado de conservación. Una tal Mrs. Blessington, nacida y criada en la aldea de Rampling, ha estado administrándola, al parecer, los últimos años. Estaba allí cuando falleció tío Baxter, que fue el último Rampling en vivir bajo aquel techo. -le pregunté- que fue ese año cuando papá retiró todos los cuadros y los escondió?

-No lo olvidaré nunca -dijo Richard- . No podría hacerlo. Fue algo tan extraño y tan
impropio de papá.

Se arrellanó en su asiento, chupando pensativo su pipa.

-Luego hubo un incidente muy raro, cuando vio a aquel hombre joven en la estación Victoria.

-Sí, exactamente -dije, haciéndome un ovillo en el sillón forrado de terciopelo, al tiempo que contemplaba las llamitas azuladas que bailaban en la estufa-. ¿Recuerdas lo alterado que estaba papá?

Y sin embargo, había sido un incidente mínimo. En realidad, no había ocurrido nada en absoluto. En aquella época no podíamos tener más de seis y ocho años, respectivamente, y habíamos ido a la estación con nuestro padre para despedir a unos amigos. Por la ventanilla de un tren, papá vio a un hombre joven con cara de reproche, y aquello le molestó. Incluso hoy puedo recordar la cara con toda claridad. Era notablemente bien parecido, de nariz recta y delgada, cejas bien dibujadas, y con una mata de abundante cabello castaño. Sus grandes ojos negros miraron a papá con expresión de profunda tristeza; papá tiró de nosotros y nos llevó de allí a toda prisa.

-Y la discusión que tuvieron esa noche papá y mamá -añadió Richard, pensativo-. Recuerdo que los escuchamos desde el rellano de la escalera, y lo asustados que estábamos.

-Y papá dijo que él no se contentaba ya con ser únicamente el dueño de Rampling Gate; él había venido a Londres dispuesto a manifestarse también allí; aquel horror indecible, así lo llamó, había sobrepasado los límites de la audacia.

-Sí, exactamente, y cuando mamá intentó tranquilizarle y sugirió que tal vez había imaginado cosas, él se enfureció todavía más.

-Pero ¿quién podía ser el dueño de Rampling Gate, si no lo era papá? Por entonces, el tío Baxter hacía ya mucho tiempo que estaba muerto.

-No sé exactamente lo que hacer con este asunto -murmuró Richard-. Y no hay nada en los papeles de papá que pueda sugerir alguna explicación al problema.

Examinó el más reciente de los cuadros, un grabado deliciosamente coloreado que mostraba la mansión reflejada en las aguas azules del lago.

Pero te aseguro que lo peor de todo, Julie -asintió, meneando la cabeza-, es que nunca hemos visto la casa con nuestros propios ojos.

Nuestras miradas se cruzaron y se produjo una momentánea confusión, que rápidamente se desvaneció. Me incliné hacia adelante.

-Él no dijo que no fuéramos allí, ¿verdad, Richard? -pregunté-. Que no pudiéramos visitar la casa antes de destruirla.

-¡No, por supuesto que no! -exclamó Ríchard, y una amplía sonrisa asomó a su rostro-. Después de todo, ¿no es eso algo que debemos a otras personas, Julie? Al tío Baxter, que se gastó los últimos restos de su fortuna restaurando la casa, y a Mrs. Blessington, que la ha administrado todos estos años,

-¿Y qué me dices de la aldea? -añadí a toda prisa-. ¿Qué significará para sus habitantes ver destruido Rampling Gate? Está claro que debemos ir y ver el lugar nosotros mismos.

-De acuerdo, entonces. Escribiré enseguida a Mrs. Blessington. Le diré que vamos allí y que no sabemos cuánto tiempo nos quedaremos.

-¡Oh, Ríchard, va a ser maravilloso! -No pude contenerme y le abracé, pero él se ruborizó, y chupó su pipa exactamente del mismo modo que lo habría hecho papá. Tenemos que pasar allí una quincena por lo menos. Quiero conocer bien el lugar, en especial si...

Pero me entristecía demasiado recordar el mandato de papá. Era mucho más divertido pensar únicamente en el viaje. Empaqueté mis manuscritos porque, quién sabe, tal vez en aquel ambiente melancólico y exquisito podía encontrar la inspiración que buscaba. Sentí un júbilo casi maligno, porque venía a quebrar el duelo que pesaba sobre nosotros desde el día en que papá nos abandonó.

-Es lo más correcto que podemos hacer, ¿verdad, Richard? -pregunté dubitativa, un tanto desconcertada por lo mucho que deseaba ir. Había como un placer ilícito en el hecho de poder por fin visitar Rampling Gate.

-«Un horror indecible» -repetí para mí las palabras de papá, con una ligera mueca. ¿Qué significaba aquello? Pensé de nuevo en el joven extraño, casi exquisito, al que apenas había alcanzado a ver en un vagón de tren, mirándonos con una expresión melancólica en su rostro enjuto. Llevaba un gran abrigo negro y una bufanda roja de lana, y podía recordar su intensa palidez en contraste con aquella mancha de color. Su cutis parecía de porcelana. Era extraño que lo recordara de modo tan vívido, incluso la ligera inclinación de la cabeza y el largo y espeso cabello castaño. Pero había sido tan sólo un reflejo en una ventanilla, y ahora me daba cuenta de que aquel fugaz instante lo había revestido para mí de un ideal de belleza masculina que desde entonces jamás me había vuelto a cuestionar. Pero papá se puso tan furioso en aquel momento... Sentí una inconfundible punzada de remordimiento.

-Por supuesto que es lo más correcto, Julie -respondió Richard. Siguió sentado al escritorio, redactando cartas, y yo me sentí incapaz de abarcar toda la profundidad de mis pensamientos.

Atardecía ya cuando el viejo carricoche desvencijado nos subió por la suave ladera de la montaña, desde la pequeña estación del ferrocarril, y contemplamos por fin, por vez primera, la magnífica mansión. Creo que retuve el aliento. El cielo había palidecido hasta adquirir un matiz rosado por debajo de un es trato de nubes suavemente redondeadas, y los postreros rayos del sol se reflejaban en los paneles superiores de las ventanas emplomadas, cubriéndolas de una pátina dorada.

-Oh, es majestuoso -susurré-, parece una gran catedral. ¡Y pensar que nos pertenece!

Richard me dio un ligero beso en la mejilla. De súbito me sentí enloquecer, dispuesta de alguna forma a dejarme arrastrar a donde me llevara el temor o el encanto que emanaba de aquel lugar; no sabría decir con certeza cuál de las dos cosas, tal vez una mezcla sublime de ambas.

Deseaba con toda mí alma saltar al suelo y acercarme a pie a la mansión, para ver cómo crecían más y más sus torreones delante de mí; pero nuestro caballo aceleró el paso, e instantes después se adelantó una fila de criados que se inclinaban con rígidas reverencias. La anciana y arrugada ama de llaves indicó con amplios gestos a los hombres que se hicieran cargo de los baúles y de las bolsas de viaje.

Richard y yo fuimos introducidos en el enorme vestíbulo por la frágil y experta figura de Mrs. Blessington; nuestras pisadas resonaban con estruendo en el pavimento de mármol parpadeamos ante los polvorientos rayos de luz que caían sobre la larga mesa de roble, las macizas sillas de madera tallada y los tapices pesados y sombríos que colgaban de los altos muros.

-Es un lugar encantado -exclamé, incapaz de contenerme-. ¡Oh, Richard, estamos
en nuestra casa!

Mrs. Blessington rió feliz, y su mano reseca apretó con fuerza la mía. Sus ojillos
azules me contemplaban con una expresión curiosamente vacua, a pesar de su sonrisa.

-¡De nuevo hay Ramplings en Rampling Gate! No saben lo feliz que es este día para mí. Y sí, querida -añadió, como si acabara de leerme el pensamiento en aquel mismo instante-, soy casi ciega, y lo he sido durante muchos años. Pero si descubre una sola cosa fuera de lugar en esta casa, dígamelo enseguida, porque será la excepción, puedo asegurárselo, y no la regla.

De su rostro arrugado emanaba una simpatía tan grande, que me cautivó de
inmediato.

(Continuará)

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