21 noviembre 2009

El Dueño de Rampling Gate (6a parte)



Yo flotaba, y por Rampling Gate se extendía, como siempre, una paz infinita. Era Rampling Gate lo que yo sentía a mi alrededor; era su alma intemporal e impenetrable, que finalmente se había abierto como una flor... Sentí en mi interior una enorme sabiduría, el poder de ver tal como ve un dios, y captar la profundidad de las cosas con la misma destreza con la que los ojos exteriores registran su tamaño y su forma... Sí, susurré en voz alta, esas palabras de Keats, esas palabras..., planear sobre la medianoche sin esfuerzo…

No. En un instante violento nos separamos, y él se echó atrás con la misma brusquedad que yo. Crucé tambaleante el suelo del dormitorio me así al marco de la ventana, y apoyé la frente en la pared de piedra. Durante un largo instante permanecí inmóvil, con los ojos cerrados. Sentía un dolor agudo, pero casi placentero, en la garganta, en el lugar que sus labios habían rozado; y un hormigueo delicioso que ya no había de cesar.

Después me volví, y vi con toda claridad la habitación, la cama, la chimenea, el sillón. Él seguía en pie, exactamente en el mismo lugar en el que lo había dejado, y en su rostro se reflejaba la más desolada angustia.

-¿Qué es lo que han hecho conmigo? -murmuró-. ¿Me han hecho caer en la trampa más cruel de todas?

-Algo amenazador, de una amenaza inexpresable -susurré yo.

-Algo antiguo, Julie, algo que desafía el entendimiento, algo que puede suceder y que seguirá sucediendo.

-Pero entonces, ¿qué es lo que eres tú? -Toqué aquel doloroso latido con la punta de los dedos y, al bajar la vista, tragué saliva-. Sufres tanto, y eres aparentemente tan inocente, ¡y pareces capaz de amar!

Su rostro estaba tenso, como presa de un violento conflicto interior. Se volvió para irse. Apelé a toda mi voluntad para no ir detrás de él, y no rogarle que regresara. Pero él se volvió, desconcertado; luchó aún brevemente consigo mismo y luego, decidido ya, se inclinó y tomó mi mano.

-Ven conmigo -dijo.

Me atrajo hacia él con la misma suavidad de todos sus gestos, y deslizando su brazo por mi hombro, me guió hasta la puerta.

Subimos unas escaleras, cruzamos apresuradamente un largo pasillo, y a través de una pequeña puerta de madera accedimos a unas escaleras de caracol que yo no había visto anteriormente.

Pronto me di cuenta de que estábamos subiendo a lo alto del torreón norte de la casa, la parte en ruinas de la estructura que Richard y yo habíamos dejado sin registrar.

Por los estrechos ventanucos veía el paisaje suavemente ondulado que se extendía desde el bosque que rodeaba la mansión, y el pequeño grupo de luces tenues que señalaba el lugar en el que se alzaba la aldea de Rampling, junto a la pálida estela de la carretera de Londres.

Subimos más y más hasta llegar a la cámara más alta de la torre, que él abrió con una llave de hierro. Sostuvo la puerta para dejarme paso, y me encontré con una habitación espaciosa cuyas estrechas ventanas no estaban cerradas con cristales. La luz de la luna revelaba una curiosa mezcla de muebles y objetos diversos, como los que se encuentran en muchos desvanes. Había un escritorio, un gran estante con libros, sillones antiguos de piel, rollos amarillentos de viejos mapas, y pinturas enmarcadas colgadas de las paredes. Por todas partes había velas, colocadas en nichos de piedra abiertos en el muro o dispuestas sobre las mesas y los estantes. Aquí y allá, un barril servía de mesa y contrastaba con alguna silla de fina talla isabelina. La cera había goteado un poco por todas partes, y en medio de aquel desorden había abiertos ejemplares de periódicos recientes: el Mercure de París, y el Times de Londres entre otros.

No había ningún lugar donde dormir en aquella habitación.

Y al pensar en ello, en dónde se echarla para descansar, me asaltó un estremecimiento. Volví a sentir, vívidamente, sus labios rozando mi garganta, y sentí un súbito deseo de gritar.

Pero él me tenía en sus brazos, y besaba de nuevo mis mejillas y mis labios con toda delicadeza. Luego me hizo sentar en un sillón y encendió, una a una, las velas dispersas por la habitación.

Me estremecí, y mis ojos se humedecieron ligeramente a la luz. Vi más objetos inusuales: telescopios, cristales de aumento, un violín en su estuche abierto, y un puñado de conchas marinas relucientes y exquisitamente modeladas. También había joyas descuidadamente dispuestas, un sombrero de copa de seda negra y un bastón, un ramillete de flores marchitas y secas, daguerrotipos y camafeos en sus pequeños estuches de terciopelo, y libros abiertos.

Pero ahora estaba demasiado absorta por la visión de él a plena luz: el brillo de sus grandes ojos negros, el lustre de su cabello. Ni siquiera en la estación del ferrocarril le había visto con tanta claridad como ahora, a la suave luminosidad de las velas. Me destrozó el corazón.

Y sin embargo, me miraba como si yo fuera un festín para sus ojos, y pronunció de nuevo mi nombre de tal modo que sentí que la sangre se agolpaba en mi cara. Pero de súbito pareció producirse un corte brusco en el paso del tiempo. Yo había estado pensando, eso es, «qué es lo que tú eres, cuánto tiempo hace que existes...», y de nuevo me sentí dominada por el vértigo.

Me di cuenta de que me había levantado y estaba en pie a su lado, junto a la ventana; él se había vuelto a mirarme, y el paisaje que se extendía debajo de nosotros había cambiado imperceptiblemente. Las luces de Rampling habían desaparecido en la oscuridad que se extendía como una niebla espesa sobre la tierra. Un gran bosque, mucho más antiguo y denso que el de Rampling Gate, se extendía por las colinas, y súbitamente me sobrecogió el temor, como si me estuviera deslizando en un maelstrom del que nunca podría regresar por mi sola voluntad.

Seguía presente la sensación de que hablábamos y hablábamos los dos, con voces bajas y agitadas, y yo decía que no pensaba ceder.

-Sé mi testigo, es todo lo que te pido...

Y en mi interior había una tenue certeza de que la revelación que se avecinaba me había de cambiar fatalmente. Era como la lectura de un libro prohibido, o el recitado de un conjuro secreto.

-No, es solamente lo que fue -susurró él.

Y entonces, incluso la forma del terreno varió. La habitación misma había perdido su sustancia, como si un viento silencioso de terrible fuerza hubiera entrado en aquel lugar y lo arrastrara muy lejos.

Cabalgábamos en un carruaje, a través de la noche. Habíamos dejado el torreón hacía ya mucho tiempo, era la hora del crepúsculo y el cielo tenía el color de la sangre. Cruzábamos un bosque cuyos árboles eran tan altos y gruesos que apenas algún rayo del sol poniente llegaba a acariciar el suelo cubierto por una blanda alfombra de hojas caídas.

No tuvimos tiempo de disfrutar de aquel lugar mágico. Llegamos a terreno abierto, a las pequeñas parcelas de tierra labrada que rodeaban el antiguo pueblo de Knorwood, con sus tejados de caballete y sus calles estrechas y sinuosas. Vimos los muros del monasterio de Knorwood y la pequeña iglesia parroquial, con su campana que llamaba a vísperas bajo el cielo crepuscular. Knorwood bullía de vida, mil corazones latían en Knorwood, mil voces se alzaban en una plegaria comunitaria.

Pero muy lejos del pueblo, en lo alto de la colina que dominaba el bosque, se alzaba el torreón redondo de un castillo realmente antiguo; y hacia ese castillo en ruinas, apenas ya una sombra de sí mismo, nos dirigimos. Irrumpimos en sus estancias vacías como niños impetuosos, olvidados ya del caballo y del camino, y así Regamos al lugar en que esperaba el Señor del Castillo, una criatura adusta, de piel muy blanca, erguida delante del fuego crepitante del salón sin techo. Se giró, y clavó en nosotros sus ojillos estrechos y relucientes. Era un cuerpo muerto, lo comprendí de inmediato, pero en su interior vivía una magia inapreciable. Y mi joven compañero, aquel muchacho inocente, pasó junto a mí y cayó en los brazos del Señor. Vi el beso. Vi cómo el joven palidecía y luchaba por apartarse. Era lo mismo que yo habla hecho aquella misma noche, fuera del sueño, en mí propio dormitorio; y se apartó del Señor, llevándose la mano al agudo dolor de su garganta.

Comprendí. Supe. Pero el castillo se disolvía ya con la misma seguridad con la que se disuelve todo en los sueños, y nos encontramos en algún lugar húmedo y cerrado.

La fetidez me resultaba insoportable, y era la más terrible de las fetideces: la de la muerte. Oí mis propios pasos sobre las losas del pavimento, y conseguí apoyarme en el muro. La minúscula plaza estaba desierta; un viento vagabundo hacía batir las puertas y las ventanas. Arriba y abajo de la estrecha callejuela vi las marcas en los dinteles de las casas. La peste, la Muerte Negra, había Regado al pueblo de Knorwood. La Muerte Negra lo había dejado desierto. En un instante de angustioso horror comprendí que nadie, ni una sola persona, había quedado con vida.

Pero no era del todo cierto. Alguien caminaba a tropezones por el estrecho callejón. Se tambaleaba, estaba a punto de caer, pero iba asomándose a una puerta tras otra, y finalmente Regó a un lugar caluroso y nauseabundo donde un niño lloraba tendido en el suelo. El padre y la madre estaban muertos en la cama. Y el gato grande y gordo de la familia, no afectado por la enfermedad, se divertía jugando con el infante que lloraba, con los ojos hinchados en su carita bañada por las lágrimas.

-Basta -me oí decir a mí misma. Me di cuenta de que estaba sosteniéndome la cabeza con ambas manos-. ¡Basta, basta ya, por favor!

Lloraba, y esperé que mi llanto consiguiera trascender aquella visión, de modo que el mísero cuarto se derrumbara a mi alrededor y volviera a encontrarme en la estancia de Rampling Gate. Pero no fue así. El joven se giró y me miró, y en aquel cuartucho fétido, no pude ver su rostro.

Pero sabía que era él, mi compañero, y pude oler su fiebre y su enfermedad, y el hedor del bebé moribundo, y vi el cuerpo ágil y lustroso del gato cuando daba un zarpazo a la mano tendida del niño.

-¡Basta, has perdido el control! -debí de gritar con todas mis fuerzas, pero el llanto del niño era aún más fuerte-. ¡Haz que pare!

-No puedo... -murmuró-. í Seguirá siempre así! ¡No parará nunca!

Con un penetrante alarido, di un puntapié al gato y lo envié volando fuera de aquel inmundo cuartucho, volcando al tiempo un cubo de leche, que se derramó sobre las piedras, tiñéndolas de blanco como por arte de brujería.

A. R. (1982)
(Continuará)

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