Todavía seguía sollozando cuando finalmente llegó Mrs. Blessington. Me tendió una copita de cordial, mientras Richard me suplicaba una vez más que dijera lo que había visto.
-¡Tú ya le conoces! -dije a Richard, casi histérica-. Era él, el joven del tren. Sólo que ahora llevaba una levita pasada de moda desde hace muchos años, y un corbatín de seda desanudado al cuello. Richard, estaba leyendo tus papeles, revolviéndolos y leyéndolos en una oscuridad completa.
-De acuerdo -contestó Richard, y con un gesto expresivo me pidió calma-. Él estaba sentado en el escritorio. Y como allí no había luz, no pudiste verle bien.
-¡Richard, era él! ¿No lo entiendes? ¡Me tocó, me sujetó los brazos!
Miré implorante a Mrs. Blessington, que meneaba de un lado a otro su cabeza en la que los ojillos brillaban a la luz como cuentas de cristal azules.
-¡Me llamó Julie! -susurré-. ¡Conoce mi nombre!
Me levanté, me apoderé de una vela, y empujando a Richard fuera de mi camino me acerqué al escritorio.
-¡Buen Dios! -exclamé-. ¿No ves lo que ha ocurrido? ¡Son tus cartas al doctor Partridge y a Mrs. Sellers, sobre el asunto del derribo de la casa!
Mrs. Blessington dio un leve grito y se llevó una mano a la mejilla. Parecía un pájaro disecado con un gorro de noche. Abrumada, se dejó caer en la silla de respaldo recto colocada junto a la puerta.
-Seguro que no crees que pueda tratarse del mismo hombre, Julie, después de tantos años...
-Pero no ha cambiado ni en el más mínimo detalle. No hay confusión posible, Richard, era él, te lo aseguro, él mismo.
-Oh, querida, querida... -susurró Mrs. Blessington-. ¿Qué hará él si intentan derribar la casa? ¿Qué va a hacer ahora?
-¿Qué va a hacer quién? -preguntó despacio Richard, al tiempo que sus ojos se estrechaban. Me arrebató la vela y se acercó a ella. Yo me había quedado mirándola con la boca abierta, sin darme del todo cuenta de lo que acababa de decir.
-¡De modo que sabe quién es él! -murmuré.
-Julie, calla de una vez! -dijo Richard. Pero el rostro del ama de llaves se había vuelto rígido, su palidez había desaparecido, y los ojos eran de nuevo distantes y apagados.
-¡Usted sabía que él estaba aquí! -insistí-. Debe contárnoslo de una vez.
-¡Tú ya le conoces! -dije a Richard, casi histérica-. Era él, el joven del tren. Sólo que ahora llevaba una levita pasada de moda desde hace muchos años, y un corbatín de seda desanudado al cuello. Richard, estaba leyendo tus papeles, revolviéndolos y leyéndolos en una oscuridad completa.
-De acuerdo -contestó Richard, y con un gesto expresivo me pidió calma-. Él estaba sentado en el escritorio. Y como allí no había luz, no pudiste verle bien.
-¡Richard, era él! ¿No lo entiendes? ¡Me tocó, me sujetó los brazos!
Miré implorante a Mrs. Blessington, que meneaba de un lado a otro su cabeza en la que los ojillos brillaban a la luz como cuentas de cristal azules.
-¡Me llamó Julie! -susurré-. ¡Conoce mi nombre!
Me levanté, me apoderé de una vela, y empujando a Richard fuera de mi camino me acerqué al escritorio.
-¡Buen Dios! -exclamé-. ¿No ves lo que ha ocurrido? ¡Son tus cartas al doctor Partridge y a Mrs. Sellers, sobre el asunto del derribo de la casa!
Mrs. Blessington dio un leve grito y se llevó una mano a la mejilla. Parecía un pájaro disecado con un gorro de noche. Abrumada, se dejó caer en la silla de respaldo recto colocada junto a la puerta.
-Seguro que no crees que pueda tratarse del mismo hombre, Julie, después de tantos años...
-Pero no ha cambiado ni en el más mínimo detalle. No hay confusión posible, Richard, era él, te lo aseguro, él mismo.
-Oh, querida, querida... -susurró Mrs. Blessington-. ¿Qué hará él si intentan derribar la casa? ¿Qué va a hacer ahora?
-¿Qué va a hacer quién? -preguntó despacio Richard, al tiempo que sus ojos se estrechaban. Me arrebató la vela y se acercó a ella. Yo me había quedado mirándola con la boca abierta, sin darme del todo cuenta de lo que acababa de decir.
-¡De modo que sabe quién es él! -murmuré.
-Julie, calla de una vez! -dijo Richard. Pero el rostro del ama de llaves se había vuelto rígido, su palidez había desaparecido, y los ojos eran de nuevo distantes y apagados.
-¡Usted sabía que él estaba aquí! -insistí-. Debe contárnoslo de una vez.
Con un esfuerzo, se puso en pie.
-No hay nada en esta casa que pueda hacerle daño a usted -dijo-, ni a ninguno de nosotros.
Se volvió, rechazando a Richard que intentaba ayudarla, y cruzó sola el salón oscuro.
-Ya no me necesitan aquí -declaró, en voz baja-, y si van a derribar esta casa construida por los abuelos de sus abuelos, podrán hacerlo perfectamente sin mi ayuda.
-No hay nada en esta casa que pueda hacerle daño a usted -dijo-, ni a ninguno de nosotros.
Se volvió, rechazando a Richard que intentaba ayudarla, y cruzó sola el salón oscuro.
-Ya no me necesitan aquí -declaró, en voz baja-, y si van a derribar esta casa construida por los abuelos de sus abuelos, podrán hacerlo perfectamente sin mi ayuda.
-¡0h, no pensamos hacer una cosa así, Mrs. Blessington! -insistí.
Pero ella se dirigía ya a la galería que llevaba al ala norte.
-Ve tras ella, Richard. Ya la has oído. Sabe quién es él.
-He oído lo suficiente por esta noche -contestó Richard, casi irritado-. Los dos tenemos que irnos a la cama. A la luz del día analizaremos todo este embrollo y registraremos la casa.
-Pero alguien tiene que decírselo a él, ¿no es así`? -pregunté.
-¿Decir qué? ¿Y a quién te refieres?
-¡Decirle que no vamos a derribar la casa! -contesté pronunciando con claridad las palabras, en voz muy alta, escuchando el eco de mi propia voz.
El día siguiente fue el más agotador que habíamos vivido desde nuestra llegada. Nos costó buena parte de la mañana convencer a Mrs. Blessington de que no teníamos intención de destruir Rampling Gate. Richard echó las cartas al correo y decidió no hacer nada hasta que recibiéramos ayuda.
Y los dos juntos, empezamos a registrar la casa. Pero la noche nos sorprendió a media tarea, después de haber cubierto el torreón, el ala sur y la mayor parte de la casa propiamente dicha. Nos quedaba todavía por registrar el torreón norte, que se encontraba en un estado de ruina casi total, y algunas estantías subterráneas que en épocas pasadas habían servido de mazmorras y ahora estaban tapiadas. También había armarios y escaleras ocultos por todas partes, en los que apenas habíamos mirado, y en determinados momentos no podíamos decir con Precisión dónde habíamos estado registrando y dónde no.
Pero a la hora de la cena también había quedado meridianamente claro que Richard se encontraba en un estado próximo a la exasperación, y convencido de que yo no había visto nada en absoluto la noche anterior, en el estudio.
También había llegado a la conclusión de que tío Baxter se había vuelto loco antes de morir, o bien de que las notas garabateadas en su diario se referían en clave a algún acontecimiento social que le había afectado de forma inusual.
Pero yo sabía lo que había visto. Y a medida que avanzaba el día, me fui haciendo más callada y distraída. Mrs. Blessington y yo no cruzábamos la menor palabra, y pude comprender demasiado bien la rabia que había advertido en la voz de mi padre en aquella noche lejana en la que, de regreso de la estación Victoria, mi madre le acusó de imaginar cosas.
Pero lo que me obsesionaba por encima de todo era el aspecto amable del hombre misterioso al que había conseguido ver por un instante; los ojos oscuros casi inocentes que me habían mirado brevemente antes de que yo empezara a gritar.
-Es extraño que a Mrs. Blessington no le asuste -dije en voz baja y distraída, sin preocuparme de que Richard me oyera o no-. Y ninguna otra persona de por aquí parece tenerle miedo.
Me asaltaban las más extrañas fantasías. Volvían a mi cabeza las palabras despreocupadas de los habitantes del pueblo.
-Lo más sensato es que hagas una cosa de la mayor importancia, antes de irte a dormir -dije a Richard-. Deja escrita una nota con la declaración de que no tienes intención de derribar la casa.
-Julie, has creado un dilema imposible -protestó Richard-. Insistes en tranquilizar a la aparición asegurándole que la casa no va ser destruida, cuando de hecho afirmas haber comprobado la existencia de la criatura que precisamente impulsó a nuestro padre a darnos la orden que nos dio.
-¡Ah, desearía no haber venido nunca aquí! -estallé de repente.
-En ese caso, vámonos los dos, y decidamos sobre este asunto en casa.
-No, de eso se trata. No podría irme jamás sin conocer antes... «sus secretos»..., «el demonio astuto». ¡No podría seguir viviendo sin saber la verdad!
A.R. (1982)
(Continuará)
Pero ella se dirigía ya a la galería que llevaba al ala norte.
-Ve tras ella, Richard. Ya la has oído. Sabe quién es él.
-He oído lo suficiente por esta noche -contestó Richard, casi irritado-. Los dos tenemos que irnos a la cama. A la luz del día analizaremos todo este embrollo y registraremos la casa.
-Pero alguien tiene que decírselo a él, ¿no es así`? -pregunté.
-¿Decir qué? ¿Y a quién te refieres?
-¡Decirle que no vamos a derribar la casa! -contesté pronunciando con claridad las palabras, en voz muy alta, escuchando el eco de mi propia voz.
El día siguiente fue el más agotador que habíamos vivido desde nuestra llegada. Nos costó buena parte de la mañana convencer a Mrs. Blessington de que no teníamos intención de destruir Rampling Gate. Richard echó las cartas al correo y decidió no hacer nada hasta que recibiéramos ayuda.
Y los dos juntos, empezamos a registrar la casa. Pero la noche nos sorprendió a media tarea, después de haber cubierto el torreón, el ala sur y la mayor parte de la casa propiamente dicha. Nos quedaba todavía por registrar el torreón norte, que se encontraba en un estado de ruina casi total, y algunas estantías subterráneas que en épocas pasadas habían servido de mazmorras y ahora estaban tapiadas. También había armarios y escaleras ocultos por todas partes, en los que apenas habíamos mirado, y en determinados momentos no podíamos decir con Precisión dónde habíamos estado registrando y dónde no.
Pero a la hora de la cena también había quedado meridianamente claro que Richard se encontraba en un estado próximo a la exasperación, y convencido de que yo no había visto nada en absoluto la noche anterior, en el estudio.
También había llegado a la conclusión de que tío Baxter se había vuelto loco antes de morir, o bien de que las notas garabateadas en su diario se referían en clave a algún acontecimiento social que le había afectado de forma inusual.
Pero yo sabía lo que había visto. Y a medida que avanzaba el día, me fui haciendo más callada y distraída. Mrs. Blessington y yo no cruzábamos la menor palabra, y pude comprender demasiado bien la rabia que había advertido en la voz de mi padre en aquella noche lejana en la que, de regreso de la estación Victoria, mi madre le acusó de imaginar cosas.
Pero lo que me obsesionaba por encima de todo era el aspecto amable del hombre misterioso al que había conseguido ver por un instante; los ojos oscuros casi inocentes que me habían mirado brevemente antes de que yo empezara a gritar.
-Es extraño que a Mrs. Blessington no le asuste -dije en voz baja y distraída, sin preocuparme de que Richard me oyera o no-. Y ninguna otra persona de por aquí parece tenerle miedo.
Me asaltaban las más extrañas fantasías. Volvían a mi cabeza las palabras despreocupadas de los habitantes del pueblo.
-Lo más sensato es que hagas una cosa de la mayor importancia, antes de irte a dormir -dije a Richard-. Deja escrita una nota con la declaración de que no tienes intención de derribar la casa.
-Julie, has creado un dilema imposible -protestó Richard-. Insistes en tranquilizar a la aparición asegurándole que la casa no va ser destruida, cuando de hecho afirmas haber comprobado la existencia de la criatura que precisamente impulsó a nuestro padre a darnos la orden que nos dio.
-¡Ah, desearía no haber venido nunca aquí! -estallé de repente.
-En ese caso, vámonos los dos, y decidamos sobre este asunto en casa.
-No, de eso se trata. No podría irme jamás sin conocer antes... «sus secretos»..., «el demonio astuto». ¡No podría seguir viviendo sin saber la verdad!
A.R. (1982)
(Continuará)
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