Llovía a cántaros. Llovía, pensó, como si el dios Tlaloc o la puta que lo parió hubieran roto las compuertas del cielo. Llovía mientras resonaban afuera los tambores, y los capitanes iban llegando cubiertos de hierro, sombríos, con las gotas de agua corriéndoles por los morriones y la cara y las cicatrices y las barbas. Llovía sobre Tenochtitlán, cubriendo la capital azteca de una noche húmeda; lágrimas siniestras que repiqueteaban en los charcos del patio del templo mayor, y disolvían en regueros pardos las manchas de sangre de la última matanza, la de centenares de indios mexicanos, cuando en plena fiesta el capitán Alvarado mandó cerrar las puertas y los hizo degollar, ris, ras, visto y no visto, hombres, mujeres y niños, por aquello de que al que madruga Dios lo ayuda, y más vale adelantarse que llegar tarde. Los he cogido en el introito, dijo luego Alvarado, cuando Cortés fue a echarle la bronca. Se me fue la mano, jefe, se disculpaba, huraño. Pero por lo bajini se reía, el animal. Los he cogido en el introito.
Bum, bum, bum, bum. Apoyado en el portón, bajo la lluvia, el soldado de ojos azules reprimió un escalofrío mientras se ajustaba el peto y ceñía la espada. A su alrededor los compañeros se miraban unos a otros, inquietos. Al otro lado de los muros del palacio, afuera, los tambores llevaban sonando una eternidad. Bum, bum, bum, bum. Había toneladas de oro, pero ahora Moctezuma estaba muerto y se acababan las provisiones y todo se había ido al carajo. Bum, bum, bum, bum. También había miles y miles de mexicanos en la ciudad, alrededor, cubriendo las terrazas, llenando las piraguas de guerra en los canales y la calzada entre los puentes cortados. Mexicanos sedientos de venganza. Bum, bum, bum. Así todo el día y toda la noche, mientras en lo alto de los templos los sacerdotes alzaban los brazos al cielo y preparaban los sacrificios. Bum, bum, bum, bum. Aquello sonaba adentro, precisamente en el corazón, que los más cenizos ya imaginaban fuera del cuerpo, ensangrentado, abierto el pecho por el cuchillo de obsidiana. Bum, bum, bum. Menudo plan, pensó el soldado mirando las caras mortalmente pálidas de los otros. Venir desde Cáceres y Tordesillas y Luarca y Sangonera, que están lejos de cojones, para terminar abierto como un gorrino, con las asaduras hechas brochetas en lo alto de un templo, aquí donde Cristo dio las tres voces. Bum, bum, bum. Y además, de tanto oírlos, aquellos tambores habían adquirido un lenguaje propio. Si uno prestaba atención podía oír que decían: Teules malditos, perros, vais a morir todos hasta el último, y pagaréis el deshonor de nuestros ídolos, y vuestra sangre correrá por las aras y los escalones de los templos. Bum, bum, bum. Eso decían aquella noche, pensó estremeciéndose, los jodidos tambores de Tenochtitlán.
Cortés, con cara de funeral, no se había ido por las ramas: tenían que romper el cerco. Dicho en claro, eso significaba Santiago y Cierra España, todos corriendo a Veracruz, y maricón el último. De modo que cargaron en caballos cojos y en ochenta indios aliados tlaxcaltecas la parte del oro que correspondía al rey, y luego dijo Cortés aquello de ahí queda el oro sobrante, más del que podemos salvar, y el que quiera que se sirva antes de darlo a los perros. De modo que los soldados de Pánfilo de Narváez, que habían llegado los últimos, se atiborraron de botín dentro del jubón y del peto, y bolsas atadas a la espalda, y anillos en cada dedo. Pero los veteranos que habían estado en Ceriñola y en sitios de Flandes e Italia y llevaban con Cortés desde el principio, y nunca se las habían visto como en el matadero de México, procuraban ir sueltos de cuerpo, sin mucho peso. Si acaso, como Bernal Díaz y algún otro, se embolsaron alguna joya pequeña, algún anillo de oro. Cosas que no les impidieran correr en una huida que iba a ser, eso lo sabían todos, de piernas para qué os quiero. Que no era bueno, como decía la mala bestia del capitán Alvarado, pasearse con los bolsillos llenos en noches toledanas como aquélla.
Bum, bum, bum. Seguía lloviendo cuando abrieron las puertas y empezaron a salir en la oscuridad. Sandoval y Ordás en la vanguardia, con ciento cincuenta españoles y cuatrocientos tlaxcaltecas, con maderos para reparar los puentes cortados. En el centro, Cortés, otros cincuenta españoles y quinientos tlaxcaltecas con la artillería y el quinto del tesoro correspondiente al rey. Después salieron los heridos, los rehenes, doña Marina y las otras mujeres, protegidos por treinta españoles y trescientos tlaxcaltecas, entremetidos entre los capitanes y la gente de Narváez. Y por fin, Alvarado y Velázquez de León en la retaguardia, con un grupo de los cien soldados más jóvenes que debían moverse a lo largo de la columna, acudiendo allí donde el peligro fuese mayor. Eso, en teoría. En la práctica no había más órdenes que andar ligeros, pelear como diablos y abrirse paso por los puentes y la calzada como fuera. A partir de cierto punto, cada uno cuidaría de su pellejo. Dirección: primero Tacuba y luego Veracruz. Eso, los que llegaran.
Era el turno de los últimos. Tiritando de frío bajo la lluvia, el soldado de los ojos azules terminó de atarse el saco de oro sobre el hombro izquierdo, se ajustó el barbuquejo del morrión, sacó la espada y echó a andar. El agua sobre los ojos lo cegaba, y la oscuridad le impedía ver dónde iba poniendo los pies. La columna se movía con ruido de pasos, oraciones, blasfemias, rumor metálico de armas y corazas. Iba a ser un largo camino, se dijo. Tacuba, Veracruz, Cuba, España. El peso del oro lo reconfortaba. Había venido muy lejos a buscarlo, había peleado y sufrido y visto morir a muchos camaradas por ese oro. Él tenía la certeza de que iba a salir con bien de aquélla; y a su regreso ya no tendría que arar la tierra ingrata en la que había nacido, seca y maldita de Dios, tierra de caínes esquilmado por reyes, curas, señores, funcionarios, recaudadores de impuestos y alguaciles; por sanguijuelas que vivían del sudor ajeno. Con aquel oro tendría para vivir bien y hacer una buena boda, para poseer su propia tierra y su propia casa. Para envejecer tranquilo, como un hidalgo, contándole a sus nietos cómo conquistó Tenochtitlán. Para morir anciano y honrado sin deber nada a nadie, porque hasta el último gramo de oro lo había ganado con su sangre, sus peligros, sus combates, su salud y su miedo.
Sintió un hueco en el corazón, y antes de ser consciente de su pensamiento, supo que pensaba en ella. Los soldados que iban delante se habían parado, y allí, inmóvil bajo la lluvia, mientras esperaba a que la columna reanudara su marcha, recordó. Sólo era una india, se dijo. Sólo era una de esas indias. Las había a cientos, y ésta no tenía nada de particular. No era ni especialmente bonita ni especialmente nada. Pero él la encontró en el momento oportuno, al principio, cuando las relaciones de españoles y mexicanos aún eran buenas. Se la había tirado como lo que era: una perra pagana. Se la había tirado disfrutándola, con rudeza. Sin embargo, ella le cobró afición al Teule barbudo de ojos azules; volvió un día tras otro, y él repetía hembra entre las bromas groseras de sus compañeros. Qué la das, decían socarrones. Aquella mexicana se le quedaba mirando los ojos y lo acariciaba hablando cosas extrañas en su lengua. Era muy joven y muy triste; no se reía nunca, como si viviera envuelta en un presentimiento. Un día, ella le dio a entender que estaba preñada, y él se lo contó a los otros y todos se rieron mucho. Luego se la calzó por última vez antes de echarla a patadas, a ella y al bastardo pagano que llevaba en la tripa. Sin embargo, a la segunda o tercera noche en que no volvió, se sintió extraño. Anduvo un par de días buscándola, sin admitirlo ni siquiera ante sí mismo. Pero no dio con ella. Por fin reconoció, aunque tarde, que añoraba su piel sumisa, y el tono quedo de su voz cuando lo acariciaba, y aquella mirada oscura que a veces fijaba en él, orgullosa y lúcida e inconquistable allá adentro; y experimentaba una indefinible nostalgia de algo que apenas había llegado a conocer. Pensaba en aquella india con un hueco raro en el corazón, igual que el que sentía esta noche. Un hueco cuya intensidad superaba, incluso, la del miedo.
Porque el miedo ya era mucho. Los tambores habían acelerado su batir, y Tenochtitlán entera resonaba de trompetas y gritos de los mexicanos alertados: se van, los teules se van, acudid y atajadlos y que no quede uno con vida. Y de la noche surgían cientos y miles de guerreros que caían en turba sobre la columna, y la laguna y los canales se cubrían de canoas de indios vociferantes, y los pasos y los puentes se taponaban de caballerías muertas, y de fardos con oro abandonados, y de mexicanos armados y feroces tirando con lanzas y flechas y mazas. Resbalaban los caballos en la calzada mojada de lluvia y caían los hombres desventrados, gritando, a los canales, y avanzaban los españoles en la oscuridad, por los vados a medio llenar de los puentes, el agua por la cintura, lastrados por el peso del oro bajo el que se ahogaban muchos. Atrás, volvamos, gritaban algunos, corriendo a encerrarse de nuevo allí de donde ya no saldrían jamás. Otros apretaban los dientes y seguían entre la turba de indios, arremetiendo a cuchilladas, adelante, adelante, a Tacuba y Veracruz o al infierno esta noche; y Cortés y los que iban a caballo se alejaban ya a salvo picando espuelas con la vanguardia, dejando muy atrás los puentes y a los que iban a pie, dejando atrás a esa retaguardia sumergida bajo miles de mexicanos sedientos de venganza, a la retaguardia que ya no era sino un desorden de hombres luchando a la desesperada por abrirse paso, gritos por todas partes, gritos de los hombres que clavaban las espadas ensangrentadas, gritos de los heridos y agonizantes, gritos de los mexicanos que caían con valor inaudito sobre los soldados rebozados de hierro, sangre y fango de los canales, gritos de los españoles apresados a quienes cortaban los tendones de los pies para que no escapasen, antes de arrastrarlos vivos hasta las pirámides de los templos, donde los sacerdotes no daban abasto y la sangre corría en regueros espesos bajo la lluvia.
El soldado de los ojos azules peleó con bravura, a la desesperada, chapoteando en el barro, abriéndose paso a estocadas. El saco de oro le pesaba en el hombro pero no quiso dejarlo. Había ido muy lejos a buscarlo, y no pensaba regresar sin él. Avanzaba con un grupo de compañeros, batiéndose todos como perros salvajes, matando y matando sin tregua, y de vez en cuando alguno de ellos caía o era arrancado por las manos de los mexicanos y se oían sus gritos mientras se lo llevaban. La noche era cada vez más negra y turbia de bruma y lluvia, y en lo alto de los templos las antorchas ardían iluminando siluetas que se debatían en lo alto de los peldaños rojos, y los cuchillos de obsidiana bajaban y subían sin descanso, y seguían sonando los tambores. Bum, bum, bum, bum. Pero el soldado de los ojos azules ya no oía los tambores porque su corazón latía aún más fuerte en su pecho y en sus tímpanos. Las piernas se le hundían en el barro y el brazo le dolía de matar. Una piragua vomitó más guerreros aullantes que se abalanzaron sobre el grupo, y éste se deshizo, y se oyó la voz del capitán Alvarado diciendo corred, corred que ya no queda nadie detrás, corred cuanto podáis y que cada perro se lama su badajo. Y luego todo fue una carnicería espesa, tunc, y cling, y chas, carne desgarrada y golpes de maza y tajos de espadas, y el soldado oyó más gritos de españoles que morían o pedían clemencia mientras los arrastraban hacia los templos, y se dijo: yo no. El hijo de mi madre no va a terminar de ese modo. Llegaré a Veracruz y a Cuba y a España, y compraré esa tierra que me espera, y envejeceré contando mil veces cómo fue esta asquerosa noche. El oro le pesaba cada vez más y lo hundía en el barro, pero no quiso dejarlo, no lo dejaré nunca, he pagado por cada onza, y sigo pagando. Vio ante sí unos ojos oscuros como los de aquella india en la que pensaba a trechos, pero éstos venían llenos de odio y la mano que se alzaba ante él enarbolaba una maza. Se abrazó al mexicano, un guerrero águila pequeño y valiente, y abrazados rodaron por el fango, golpeando el otro, acuchillando él. Tajó en corto con la daga, porque había perdido la espada. Sácame de aquí, Dios, sácame de aquí, Dios de los cojones, sácame vivo, maldito seas, sácame y la mitad de este oro la emplearé en misas, y en tus condenados curas, y en lo que te salga de los huevos. Llévame vivo a Veracruz. Llévame vivo a Tacuba. Llévame vivo aunque sólo sea hasta el próximo puente, que ya me las apañaré yo luego.
Siguió adelante, y ya ningún otro español iba a su lado. Soy el último, pensó. Soy el último de nosotros en este puñetero sitio. Soy la retaguardia de una vanguardia que ya está a una legua de aquí. Soy la retaguardia de Cortés y de su puta madre, y este oro me pesa tanto que ya no puedo caminar. Estaba cubierto de barro y de agua y de sangre suya y mexicana, y los pies se negaban a moverse, y el brazo le dolía de tanto acuchillar. Estaba ronco de dar gritos y le ardían los pulmones y la cabeza; pero el hueco del corazón seguía allí, y no podía dejar de pensar en ella. Estará en alguna parte de esta ciudad con su bastardo en la tripa, mirando lo que pasa. Mirando cómo a los teules nos hacen filetes. Igual hasta piensa en mi. Igual se pregunta si he logrado pasar. Igual hasta siente que me vaya.
Más indios. Ahora ya no intentó escapar. Carecía de fuerzas, así que acuchilló resignado, una y otra vez, cuando la turba le cayó encima dando alaridos. Acuchilló a tajos con una mano sobre el saco de oro y la daga en la otra hasta que sintió un golpe en la cabeza, y luego otro, y otro, y varias manos lo sujetaron, y aún intentó clavarles la daga hasta que comprendió que ya no la tenía. Entonces le arrancaron el saco de oro y se lo llevaron por la calzada bajo la lluvia, a la carrera, arrastrando los pies por el suelo, hacia una de las pirámides cuyos escalones brillaban rojos a la luz de las antorchas en las que crepitaba la lluvia. Y gritó, claro. Gritó cuanto pudo, desesperado, de forma muy larga, muy angustiada, a medida que lo iban subiendo a rastras pirámide arriba. Gritó de pavor ante la multitud de rostros que lo miraba, y de pronto dejó de gritar porque la había visto a ella. La había visto allí, entre la gente, observándolo fijamente con aquellos ojos grandes y oscuros. Lo miraba como si quisiera retenerlo en su memoria para siempre; y él apenas tuvo tiempo de verla un instante, porque siguieron arrastrándolo hasta el altar ensangrentado, que rodeaban cadáveres de españoles con las entrañas abiertas. Ahora oía otra vez los tambores. Bum, bum, bum. Tiene huevos acabar así, pensó. Bum, bum, bum. Es un lugar extraño, y nunca imaginé que fuese de esta manera. Sintió cómo lo levantaban en vilo, tumbándolo boca arriba sobre el altar mojado que olía a sangre fresca, a vómitos de miedo, a vísceras abiertas. Le quitaron el peto, el jubón y la camisa. Sentía un terror atroz, pero se mordió la lengua para no gritar, porque ella estaba allí, alrededor, en alguna parte, y él sabía que seguía mirándolo. Varias manos le inmovilizaron brazos y piernas. Quiso rezar, pero no recordaba una sola palabra de maldita oración alguna. Tenía los ojos desorbitados, muy abiertos a la lluvia que le caía en la cara, y de ese modo vio el cuchillo de obsidiana alzarse y caer sobre su pecho, con un crujido. Y en el último segundo, antes de que la noche se cerrara en sus ojos, aún pudo ver latir en alto, entre las manos del sacerdote, su propio corazón ensangrentado. Ojalá, pensó, mi hijo tenga los ojos azules.
Arturo Pérez-Reverte
El País Semanal
2 de enero de 2000
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La contemplación de unas pinturas de Diego Rivera en la capital mexicana le inspiraron a Arturo Pérez-Reverte su relato breve "Ojos azules", que se publicará en marzo y en el que el escritor español intenta dar su visión del mestizaje "con lo bueno y lo malo" que hay en él.
"Ese relato es una especie de miniatura y constituyó un desafío para mí", le dice a Efe Pérez-Reverte, que escribió ese texto "hace unos diez años" y lo ambientó en el episodio de la Noche Triste (el 30 de junio de 1520) de la conquista de México, cuando las huestes de Hernán Cortés tuvieron que abandonar la ciudad de Tenochtitlán acosadas por los guerreros aztecas.
El relato, inencontrable hasta ahora porque se publicó sólo en una revista mexicana, lo rescatará la editorial Seix Barral dentro de su colección "Únicos".
En uno de los murales de Rivera, en el Palacio Nacional de la capital mexicana, Pérez-Reverte vio "una mujer india que lleva a sus espaldas a un niño de ojos azules".
"Pensé lo bien que reflejaba Rivera el mestizaje y me planteé si sería capaz de hacerlo yo en una pincelada corta, en un relato muy breve", recuerda el novelista, uno de los escritores españoles de mayor repercusión internacional.
Así nació "Ojos azules", protagonizado por "un soldado de Cortés, que va huyendo de Tenochtitlán con el oro que se han llevado de allí los españoles, y que deja atrás a una india embarazada".
"Ese español, que ha ido a México a por el oro, pero involuntariamente casi, no se da cuenta de que ha creado un mundo nuevo, una raza nueva para lo bueno y para lo malo", afirma el autor de novelas como "El Club Dumas", "La carta esférica" o "La Reina del Sur".
EFE
25 de enero de 2009
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Nuevos hombres para un Nuevo Mundo: 'Ojos azules', Arturo Pérez Reverte.
Hay una larga cadena heroica que comienza con Alejandro Magno, quien sirvió de ejemplo a Julio César, y concluye con Hernán Cortés, que se inspiró en el gran general romano para emprender una hazaña que superaría a la de los grandes héroes clásicos. Cortés conquistó México con la fuerza de su determinación, con su arrojo, con su ingenio. Y, después de él, ningún otro ha conseguido añadir un eslabón más a la cadena. Pero no estuvo solo, sino acompañado de una raza de hombres irrepetible, ornada de luces y embutida en sombras.
La novelita de Arturo Pérez-Reverte, 'Ojos azules', es radicalmente opuesta a la más célebre obra de ficción sobre la conquista del Imperio azteca, 'El dios de la lluvia llora sobre México', de Lászlo Passúth. Todo lo que tiene de extensa la novela del húngaro lo tiene de intenso el cuento del cartagenero. Pérez-Reverte no toma la egregia figura de Cortés como protagonista, sino la de uno de los soldados –que bien pudiera ser uno de los bisoños de Pánfilo de Narváez-, ni atiende a la épica inherente al desastre de la Noche Triste, sino a una muerte puntual y a su significado en la historia posterior de América y España: la sangre, que empapó Anáhuac desde los pechos de conquistadores y conquistados, regó además las semillas de una nueva raza, de un Nuevo Mundo.
Pérez-Reverte logra transmitir, en unas pocas páginas y sin alharacas estilísticas, el ambiente, la tensión, la emoción de aquella aventura sin parangón que pondría a los pies del siempre injusto Rey de España un imperio repleto de riquezas. Pero sobre todo desnuda el alma de aquellos hombres rudos y ambiciosos que, empujados por la esperanza y la desesperación, cambiaron el mundo para siempre.
Nuño Valdés
El Confidencial
23 de marzo de 2009
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La brutalidad, cuna de América: Pérez-Reverte
El escritor se reunió con los corresponsales mexicanos en la madrileña Casa de América para hablar de su libro Ojos azules, que narra lo que ocurre la noche del 30 de junio de 1520.
El autor de Cabo Trafalgar estuvo ayer con reporteros mexicanos para hablar de su libro Ojos azules (Seix Barral, 2009), un texto que, dijo, “estaba perdido, lo publiqué hace nueve o diez años y se podía encontrar por ahí en internet. Estoy encantado de que la editorial haya rescatado el texto”. Se trata, explicó, de una historia llena de violencia, de ambición y mestizaje, que resume la noche más dramática de la Conquista de México.
¿Cómo se le ocurrió escribir este libro?
Varias veces mis amigos me preguntaron por qué no hacía una novela sobre la Conquista de América y respondía lo mismo: esa novela ya está escrita, la ha escrito Bernal Díaz del Castillo. Hay novelas magníficas que explican eso muy bien y por eso no me quise meter en el territorio. Aunque a México lo conozco y lo quiero mucho.
Un día estando en el Palacio Nacional, en el Distrito Federal, viendo los frescos de Diego Rivera, me di cuenta de que había varios españoles que tenían a los indígenas como esclavos. En eso miré a una india que tenía sujeto a un niño con un paño y el niño tenía los ojos azules. Me quedé con esa imagen y dije: qué bien está explicado aquí el mestizaje, esos ojos azules marcan ese México que nace para bien y para mal. Decidí hacer una cosa corta que explicara el mestizaje en un texto condensando, breve, muy duro y muy brutal, como fue todo en aquella época. Como lector de Bernal Díaz del Castillo pensé en la noche triste, en esa noche terrible de los españoles en Tenochtitlán.
Hay una cosa que quería remarcar en Ojos azules y es la brutalidad: América nace de la brutalidad. Esos españoles van ahí a lo que fueron: por el oro y por las indias. La conquista fue un episodio duro, brutal y sangriento por ambas partes.
El español no va a América como me lo contaron en la escuela, donde me dijeron que el español iba a evangelizar a pobres paganos, a mejorar el mundo. No, no, no, el español fue a América por estar harto de lamer las botas a poderosos, a curas, a reyes. El español fue a América a dar el pelotazo, fue ahí pensando: “O me hago rico o reviento en el camino”.
De esa aventura terrible y egoísta, sin querer, sale un mundo nuevo, y vuelvo a insistir, con lo bueno y con lo malo. Ese mundo es lo que yo quería contar: cómo sin querer, esos maravillosos animales, brutos, despiadados, sembraron la semilla de un nuevo mundo.
¿Coincide con los historiadores que afirman que la Conquista cambió la historia del mundo?
Sin duda, eso es de sentido común. Lo que no podemos es juzgar a ese extremeño, a ese santanderino, a ese andaluz, analfabetos hechos a una vida áspera y dura que fueron a América buscando oro y mujeres para volver ricos y no trabajar nunca más. Esa gente que fue a buscarse la vida, en un mundo en el cual la esclavitud era reconocida, un mundo cruel, difícil, lo que no podemos es aplicar criterios morales de esa época al siglo XXI. El problema es que hay gente que todavía juzga a Hernán Cortés, Moctezuma con criterios morales del siglo XXI y eso nos impide comprender.
Incluso, hay quienes dicen que España debería pedir perdón por la Conquista, ¿qué opina de eso?
No, ahora es otra España. Voy a poner un ejemplo: un periodista mexicano me echó en cara: “Porque ustedes los españoles vinieron a tal…”. Le pregunté: ¿usted cómo se llama? Y me respondió Sánchez no sé qué. Le respondí: “El que vino (a América) fue su abuelo y el mío se quedó en España. Usted es parte de ese mundo y es tan responsable como yo. Ni usted ni yo somos culpables, hubo un mestizaje histórico que se dio así”. Por eso creo que es absurdo pedir perdón.
Vender que el español rompió un paraíso es mentira, aquello era un mundo muy duro. Nadie tiene que pedir perdón por la historia, somos hijos de ella. Por eso soy tan enemigo de la fanfarria patriotera que dice que los españoles llevaron la luz, la religión…. también soy crítico del patriotero que dice que los españoles solamente mataron. Se mezclaron las cosas: un mundo terrible y uno hermoso.
Ojos azules no habla de la hermandad retórica y demagógica que nos han enseñando, habla de una hermandad real: somos hijos de la misma sangre, de ese valor doble de dos razas que se matan y que al mismo tiempo nace un mestizaje.
¿Cómo ve a México en estos momentos?
Voy a México cada año. Viajo a América cada que puedo, a México lo veo… ¡No me hagan esto, por favor! Yo escribí La Reina del Sur, ¿se acuerdan? Eso es México. Siempre digo lo mismo, aunque también puedo decir de Perú, Nicaragua, El Salvador: esta gente orgullosa, leal, humana, afectuosa, esta gente tan buena... Qué no podría hacer si tuviera buenos gobernantes. Si no tuviera esa panda de hijos de puta que tienen gobernándolos desde el río Bravo hasta la Patagonia, si tuviesen gente decente que les permitiera comer y trabajar y vivir y estudiar con normalidad. Cuando uno ve en México a un chico que tiene que tomar 20 autobuses para llegar a la universidad, es una pena, qué no habría hecho esa gente con una oportunidad. Ese talento, el ingenio que pone un narco al pasar un tráiler por la frontera, imaginen ese ingenio puesto al servicio de algo bueno. Para mí es una desolación continua ver que América Latina es un continente muy infortunado y no es por los españoles, eso ya pasó.
Mi sensación siempre es esta: pobre gente que no tenga oportunidad, por eso me da esa furia. Me duele México, me duele toda América. Pero también me duele Nueva York, les voy a contar una anécdota: estaba en un bar y me percaté de que un gringo humillaba a un camarero mexicano. Después éste se me acercó y le dije: “Si a este güey lo pillara usted allá abajo (en Juárez)…”. Me respondió: “Hijo de la chingada, iba a ver qué chinga le ponía”.
Diario Milenio
19 de marzo de 2009
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