En un par de meses habré terminado otra novela. Estoy en la fase final de galeradas y correcciones: la más desagradable. Ya no hay sorpresas ni descubrimientos, excepto confirmar mi habilidad para pifiarla diez veces en cada página. El despiste y el adjetivo impropio acechan en cada folio, y tengo la certeza de que, por mucho que vuelva una y otra vez a machacar el texto, el día que abra el libro recién impreso me saltará a la cara, lustroso y triunfante como siempre, el gazapo sobre el que pasé cuarenta veces sin reparar en él. Por eso, en esta etapa lastimosa, cualquier escritor está harto del texto maldito que le reventó la vista y los riñones, reniega de él y sólo aspira a quitárselo de encima, como sea. Alguien dijo una vez –puede que fuera yo mismo– que acabar novela se parece a convivir con una mujer a la que amaste mucho pero que ya te amarga la vida. Por eso estás deseando que se olvide de ti y haga felices a otros.
En la espera de que otra historia atractiva diga ojos verdes tienes –hay un par de candidatas rondando, y ésa es la parte positiva–, vacío los estantes que cercan mi mesa. Apilados sobre la alfombra hay tres centenares de libros que me acompañaron en los últimos veintidós meses; amigos íntimos a los que debo mucho: ajedrez, taxidermia, comercio marítimo, técnicas de tortura, viajes, botánica, balística, topografía, física, geometría, moda femenina, zoología salinera, memorias decimonónicas, medicina forense, cartografía… También hay carpetas con páginas manuscritas, fotografías, mapas y otros documentos que son resultado de mucho trabajo, visitas, conversaciones y viajes, y que nunca me decido a destruir. Como quien se despide de viejos amigos en tiempos inciertos, lo guardo todo en archivadores que probablemente no vuelva a abrir jamás.
Entre esos últimos papeles hay notas tomadas de cualquier manera, en diversos lugares. Escritas con la infame, casi ilegible hasta para mí, letra picuda y rápida del reportero apresurado que fui en otro tiempo y otra vida. A veces se trata sólo de una palabra o un nombre. Otras anotaciones son más complejas, con una reflexión o la descripción de un personaje o unas frases de diálogo. Están escritas de cualquier manera, en servilletas de bar, envés de tarjetas de visita, tarjetas de embarque de aeropuerto, billetes de tren, facturas de restaurante, recibos de tarjeta de crédito y cualquier otro soporte improvisado. Esas notas suelo tirarlas a la papelera una vez pasadas a limpio en libretas o archivos del ordenador, pero algunas sobreviven por azar, usadas como marcapáginas o perdidas entre papeles. Ahora las retiro con cuidado, pues detesto dejar en los libros huellas evidentes de mi paso por ellos. Sus diversos soportes me recuerdan el momento exacto en que escribí algunas: fecha, lugar, hasta lo que comí o compré ese día. Encuentro, entre otras, una anotación hecha en el restaurante Belinghausen de México sobre la risa de un individuo al que ya no recuerdo, una reflexión sobre azar y probabilidades en una tarjeta de mi compadre José Manuel Sánchez Ron, una cita lúcida y fría del barón Holbach detrás de una lista de películas compradas en el Corte Inglés –la magnífica Incidente en Ox Bow es una de ellas–, el ademán tranquilo de una mujer al recogerse el pelo en la nuca mientras lee un libro, anotado en un billete de tren Turín-Roma, y una descripción en seis palabras mediocres, pero aceptable en su conjunto, de la luz del amanecer con viento de poniente en la bahía de Cádiz.
Ésa es, concluyo, la verdadera historia de cada novela. Los papeles sueltos, rotos, arrugados que la jalonan. Brega estrecha y continua con la vida. No sólo importan la reflexión y la calma del estudio, los libros que leyó el autor y la vida que marcó su territorio narrativo. Ni siquiera el trabajo agotador de estructura formal y tecleo diario es tan decisivo como estas humildes servilletas o facturas garabateadas al dorso: súbitos relámpagos, intuición de personajes, atisbo de historias posibles o imposibles. Ellas diferencian a un novelista vivo de un pedazo de carne con dedos para teclear. Son la prueba de que su instinto depredador sigue despierto, y cuanto ve, oye, lee, come, sueña, odia o ama sirve –todavía, siempre– para contar una buena historia. O intentarlo. Por mucha teoría académica que se le eche, una novela es un estado de ánimo: el que reflejan esas notas improvisadas. Una simple palabra, un par de líneas que no parecen significar gran cosa, pero que tejidas entre sí, día tras día, configuran tramas complejas. Las novelas que algunos intentamos escribir deben mucho a esas notas. Esos rápidos garabatos son la prueba de hidalguía del novelista que se mueve como un cazador al acecho, con la escopeta y el zurrón listos. Certifican la soledad fértil de quien mira el mundo y lo cuenta proyectando en él los libros que ha leído, los odios, los afectos, los triunfos y fracasos ajenos y propios. La vida que posee y la muerte que lo aguarda.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
3 de enero de 2010
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