31 enero 2010

Juan José Millás gana el premio Don Quijote de Periodismo


El periodista y novelista Juan José Millás ha sido galardonado hoy con el Premio Don Quijote de Periodismo por un trabajo publicado en la revista Interviú. Un adverbio se le ocurre a cualquiera, [leer el artículo en Interviú.es] es el título del artículo que le mereció el premio, en su VI edición, del que el jurado reconoce "la originalidad, la inteligencia y el humor que el trabajo ganador conjuga, para hacer un homenaje a los hispanohablantes, a la escritura y a las palabras en su totalidad".

El Don Quijote, que distingue al trabajo mejor escrito, está patrocinado por el Gobierno de Castilla-La Mancha y se convoca anualmente conjuntamente con los Premios Internacionales de Periodismo Rey de España por la Agencia Efe y la Agencia española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID).

Sobre el trabajo premiado, el propio Millás cuenta que siendo niño imaginó que ponía una tienda de palabras, en la que lo más cotizado eran los sustantivos, se regalaban conjunciones para "fidelizar" a la clientela y tenía un apartado de palabras inexistentes.

No puso la tienda, pero acabó viviendo de las palabras, de los artículos de periodismo. "El problema es que se cotizan por igual un sustantivo que un adverbio y un adverbio se le ocurre a cualquiera", sostiene. Juan José Millás nació en Valencia a finales de enero de 1946 y reside en Madrid desde el año 1952.

Ha recibido el Premio Planeta en 2007, por su novela El mundo, que fue asimismo galardonada con el premio Nacional de Narrativa y de la revista Qué leer al mejor libro español del año. Anteriormente, obtuvo el Premio Nadal, en 1990, por La soledad era esto, obra que fue llevada al cine en el año 2002 por el director argentino Sergio Renán.

También recibió el Premio Primavera de novela en 2002 por Dos mujeres en Praga. Fue asimismo galardonado con varios premios de periodismo, entre otros el Mariano de Cavia, en 1998, por un trabajo titulado Lo real , publicado en EL PAÍS; el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, en 2002, por el artículo Errores; y en 2005, el Francisco Cerecedo, que concede la Asociación de Periodistas Europeos.

Su primer premio literario lo recibió en 1974, el Sésamo, por su relato Cerbero son las sombras, escrito en 1972 y publicado en 1975. Millás considera que la novela, el cuento y el periodismo son "territorios que se complementan", por los que él transita "llevando materiales de unos a los otros". El Premio Don Quijote está dotado con 9.000 euros.

EFE
28 de enero de 2010.

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Un adverbio se le ocurre a cualquiera



Hemingway cobraba los artículos por palabras. A tanto el término, lo mismo daba que fueran adjetivos que sustantivos, preposiciones que adverbios, conjunciones que artículos. No recuerdo de dónde saqué esa información, hace mil años (cuando ni siquiera sabía quién era Hemingway), pero me impresionó vivamente. En mi barrio había una tienda de ultramarinos, una mercería, una droguería, una panadería, una lechería… Pero no había ninguna tienda de palabras. ¿Por qué, tratándose de un negocio tan lucrativo, como demostraba el tal Hemingway? Para vender leche o pan, pensaba yo, era preciso depender de otros proveedores a los que lógicamente había que pagar, mientras que las palabras estaban al alcance de todos, en la calle o en el diccionario.

Imaginé entonces que ponía una tienda de palabras a la que la gente del barrio se acercaba después de comprar el pan. Sólo que yo las vendía a precios diferentes. Las más caras eran los sustantivos, porque sustantivo, suponía yo, venía de sustancia. Si la sustancia de una frase dependía de esta parte de la oración, lo lógico era que valiera más. Después del sustantivo venía el verbo y, tras el verbo, el adjetivo. A partir de ahí, los precios estaban tirados. Cuando un cliente, en mis fantasías, compraba tres sustantivos, le reglaba cuatro o cinco conjunciones, para fidelizarlo. Mi padre, que era agente comercial, utilizaba mucho el verbo fidelizar. ¿De dónde, si no, iba a sacar yo esa rareza gramatical? En mi tienda imaginaria había también un apartado de palabras inexistentes, para gente caprichosa o loca. Aún recuerdo algunas: copribato, rebogila, orgáfono, piscoteba, aguhueco, escopeja…

El negocio imaginario iba bien. Todo el mundo necesitaba mis palabras. Al poco de inaugurar la tienda tuve que contratar dos empleados porque no daba abasto. Luego compré el piso de arriba para ampliar el negocio, pues llegó un momento en el que la gente me pedía también frases. Puse en el sótano un taller con cuatro gramáticos que se pasaban el día construyendo oraciones. Las había de muchos precios, claro. Las frases hechas eran las más baratas. Recuerdo, entre las que tuvieron más éxito, en boca cerrada no entran moscas y no rascar bola, pero a mí me gustaban mucho también leerle a alguien la cartilla, ser un hueso duro de roer, chupar cámara, pelillos a la mar, o mi sastre es rico. El precio de las frases aumentaba a medida que resultaban menos comunes, o más raras. Por alguna razón que no llegué a entender, había mucha demanda de frases absurdas. Me duelen los zapatos, por ejemplo, los espejos fabrican harina orgánica, o las cremalleras son menos sentimentales que los botones. Con el tiempo tuve que crear un departamento dedicado de manera exclusiva a la construcción de frases absurdas.

La idea de la tienda de palabras y frases me resultó muy liberadora, pues siempre pensé que ganarse la vida era condenadamente difícil. El mayor miedo de mi infancia era el de acabar en una esquina, vendiendo pañuelos de papel. Un día que mi madre, tras suspirar con expresión de lástima, se preguntó en voz alta qué iba a ser de mí, le dije que no se preocupara, pues había decidido que iba a poner una tienda de palabras. Tras meditar unos instantes, me dijo que eso era un disparate y que debía poner mis energías en cuestiones prácticas. Ahí acabó mi sueño de vender palabras. Luego, de mayor, comprobé que los anuncios por palabras constituían un capítulo muy importante en la cuenta de resultados de los periódicos. Pero no le dije nada a mamá, para que no se sintiera culpable.

De todos modos, acabé viviendo de las palabras. No tengo una tienda abierta al público, tal como soñaba entonces, pero me levanto por las mañanas, las ordeno en un papel, las envío al periódico o a la editorial y me pagan por ellas. A tanto la pieza. Una pieza es un artículo. El término pieza se utiliza también entre los cazadores para denominar a los animales abatidos. La semejanza es correcta, pues escribir un texto se parece mucho a cazarlo. De hecho, con frecuencia se nos escapa. La otra noche, en la cama, con los ojos cerrados, pasó volando por mi bóveda craneal un artículo estupendo. Me levanté, cogí un cuaderno que tengo en la mesilla, apunté con el bolígrafo, pero la pieza había desaparecido. Desde la utilización masiva de los ordenadores, contamos los artículos por palabras. Éste que están ustedes leyendo tendrá unas 4.700. Puedo calcular a cuánto me sale la palabra y decir que cobro en plan Hemingway. Pero me sigue pareciendo mal que me paguen lo mismo por un sustantivo que por un adverbio. Un adverbio se le ocurre a cualquiera.

Juan José Millás
Interviú

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