08 febrero 2009

El Sexto Centinela (3era parte)

Las crudas siluetas de las lápidas aguijonean el cielo entintado de púrpura y negro. Pocas familias del pueblo pueden comprar una estela labrada; amarran dos troncos para formar una tosca cruz, o cincelan su propio memorial en granito... Si pueden conseguir una losa. Rosalie se abre camino a tientas, en aquel bosque de desvencijados e irregulares, paupérrimos homenajes-sepulcro a los difuntos. Ella sabe que algnos no son más que una tabla de roble, con los nombres garabateados a navaja, hundidas en el suelo. Las sombras en la base de cada una están húmedas, refulgentes. Un cieno inmundo lame sus pies, los chupa. En algunos sitios, el suelo se siente resbaloso y lleno de bordecitos, no puede ver qué es lo que está pisando.

Pero cuando ya está cerca de la estela que busca, puede verla bien. Porque es la mejor lápida del cementerio, labrada en mármol de un blanco intenso como el de la luna, que parece absorber la luz hacia su níveo interior. Su familia la mandó a hacer en Nueva Orleans, gastándose lo que, con toda probabilidad, eran los ahorros de toda su vida. Las letras cinceladas son tan finas y precisas como el filo de una navaja. Rosalie no puede distinguirlas en la penumbra, pero conoce cada esquina, cada recodo y sombra. Sólo su nombre, rígido y frío; sin fechas ni inscripciones, tal como si la pena de aquella familia fuese tan grande que no pudieron soportar decir nada y dejar testimonio acerca de él. "Sólo pongan su nombre y déjenlo ahí".

El parche de tierra en la base de la lápida no está a la vista, pero ella lo conoce bien: un árido y lodoso rectángulo. No había pasado suficiente tiempo para que el césped o la hierba crecieran en él, apenas lo habían enterrado dos noches atrás, y los pocos brotes verdes que trataron de conquistar el rectángulo de tierra, fueron aplastados por la lluvia. Pero, ¿de verdad puede estar él allí abajo, encerrado en una pequeña caja, su ligero y grácil cuerpo hinchándose y reventando, sus maravillosas manos y cara comenzando a pudrirse?

Rosalie avanza con la mano extendida para poder rozar las letras de su nombre: TEOPHILE THIBODEAUX. Mientras piensa -o sueña- el nombre, sus dedos prestos para recorrer los contornos de cada letra en el mármol, una imagen llena su mente, una oleada de sensaciones tan intensas como eróticas. Un chico de más edad que Rosalie, quizá de diecisiete años: una cara pálida, demasiado delgado para decir que es apuesto, pero sí atractivo, una cortina de largo y dócil cabello negro ocultando a medias sus ojos de un fiero y calcinante azul. ¡Theophile!

(De pronto,algo sucede. Las cosas se suceden a tropel y es como si la consciencia de Rosalie se fundiese por completo con la mía. Mi corazón se retuerce con el amor y el ardiente deseo que sólo una chiquilla adolescente puede sentir por este ardiente chico cajun. Apenas me percato del cuerpo de Rosalie, alcoholizado y de veintidós años, que reposa en la cama, sintiendo como sus vísceras más femeninas pulsan la recordad a aquel mozalbete. Oh, cómo la tocaba... ¡Oh, cómo y cuánto la probó!

Ella sabía que eso está mal ante los ojos de Dios. Su madre la educó para que fuera una niña buena. Pero las tardes que había pasado junto a Theophile después de los bailes o de las reuniones de la iglesia, sentados en el columpio con su brazo rodeándole los hombros, inclinada sobre el tibio hueco de su pecho... Eso no podía estar mal. Después de que pasara una semana, tras haberse conocido, él comenzó a mostrarle lo que escribía en una máquina de escribir Olympia, una reliquia salpicada con manchas de tinta: poemas e historias, canciones del pantano. Y eso no podía estar mal.

Y la noche en que ambos se escaparon de sus casas para reunirse, aquella noche en el cobertizo de los botes abandonado, que estaba cerca de la casa de Theophile... Aquello tampoco podía estar mal. Comenzaron besándose únicamente, pero los besos se volvieron más apremiantes, tórridos, salvajes... Rosalie sentía como hervía todo en su interior.

Theophile respondió a su calor con el de su propio cuerpo. Ella sintió como él leventaba la grosera tela de su falda y -con cuidado, casi con reverencia- deslizaba las bragas de algodón hacia abajo. Después, comenzó a acariciar la negrura que le crecía en la entrepierna, provocándola con la punta misma de los dedos, rozando cada vez más rápido y hurgando cada vez más adentro, hasta que ella se sintió como un botón de rosa a punto de reventar en una oleada de dulce néctar. Después le separó las piernas aún más y se inclinó para besarla justo allí con tanta ternura como la había besado en la boca. Su lengua era suave pero rugosa, como una toalla humedecida, y llena de jabón y, Rosalie creyó que su joven cuerpo moriría debido al terrible placer de todo aquello. Luego, con lentitud, Theophile se abría camino, con suavidad, dentro de ella, y sí, ella lo deseaba allí; sí, ella estaba aferrada a su espalda, forzándolo a entrar más profundamente, negándose a aceptar el intenso dolor de la primera penetración. Él descansó dentro de ella, casi sin moverse, entonces se inclinó para besarle los pezones doloridos, que apenas se desarrollaban, y Rosalie sintió todo el poder de la feminidad correr atropelladamente, por todo su cuerpo. "Esto no puede estar mal").

Con los recuerdos fijos con firmeza en su mente, ella da otro paso hacia la la´pida. El suelo se hunde bajo sus pies y cae de cabeza dentro de la tumba de su amado.

La pala le golpea la mitad de la columna. El olor a podredumbre lo invade todo a su alrededor, es pesado y añejo: carne pudriéndose, grasa rancia, un olor dulzón y nauseabundo al mismo tiempo. La caída la desorienta. Se revuelve en el cieno pegajoso, lo escupe fuera de su boca.

Entonces la primera luz del día rompe la oscuridad del alba y Rosalie puede ver la cara arruinada de Theophile.

(Ahora sus recuerdos me abruman, ahogándome cual si se tratase de un torrente imparable. Algún tiempo después de que comenzaran a citarse en el cobertizo abandonado, ella empezó a sentirse mal todo el tiempo, el calor la volvía apática. El sangrado menstrual que se le presentó por primera vez hacía tan sólo un año, se detuvo. Mamá la llevó a ver un médico al pueblo vecino y éste confirmó lo que Rosalie ya temía desde hacía unt iempo: la jovencita iba a tener un bebé de Theophile.

(Continuará)


Poppy Z. Brite (C) (1993)
Traducción: Javier Barriopedro (1999)
Corrección de Estilo: Macarena Muñoz (2009)

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