01 febrero 2009

El Sexto Centinela (2da parte)

Así que la observaba mientras bebía hasta quedar inconsciente, su delgado cabello esparcido por la almohada, un fino hilillo de saliva corriendo desde la esquina de su boca hasta la funda de seda negra. Entonces entré en su cabeza. Esto no era algo que me gustara hacer con frecuencia... En ocasiones la había notado mirándome inquisitiva a la mañana siguiente, como si recordara haberme visto entre sueños y preguntándome cómo había entrado en ellos. Si pudiese persuadir a Rosalie para que desenterrara uno de los cofres de mi botín -sólo uno-, nuestros problemas terminarían. Ella nunca volvería a trabajar y yo podría tenerla conmigo todo el tiempo. Pero primero tenía que encontrar su miedo. Sólo hasta que supiera cuál era, y pudiese tramar cómo trazar mi camino a través de él, mis tesoros iban a permanecer enterrados en el negro lodo del Bayou.

Así que en tan sólo en unos instantes, me hundí profundamente en el esponjoso tejido del cerebro de Rosalie, espiando entre sus recuerdos de infancia, removiéndolos como si fuese monedas de oro que yo hubiese saqueado recientemente de un galeón español. Incluso creí que era posible oler el whisky que nublaba sus sueños.

Lo encontré más rápido de lo esperado. Le recordé a Rosalie sobre su miedo oculto, y ahora -porque no había dejado a su mente consciente controlarlo- su mente inconsciente lo había conjurado en sueños. Por un instante, me mantuve en el filo de la vigilia; vagamente estaba consciente de la habitación que me rodeaba, de los pesados muebles y de las recargadas paredes de color negro. Entonces todo se alejó como una oleada, mientras caía de bruces en el sueño de infancia de Rosalie.

Un poblado del sur de Lousiana construido en la confluencia de un centenar de arroyos y riachuelos. Calles de tierra apisonada y conchas de ostras molidas, casas construidas sobre pilotes para evitar que el agua humedezca el suelo, tejados pintados con colores brillantes. Redes camaroneras extendidas sobre las barandillas, endureciéndose con la sal, en algunas casas: trampas para cangrejos colocadas encima de los techos. Territorio Cajun.

Mala Suerte Rosalie una chiquilla cajun, ella que sostenía nunca haber puesto un pie en Louisiana antes! ¡Mon petite chou!, ¿con qué Smith?, ya lo creo que sí).

En una de las terrazas, una jovencita vestida con camiseta y una falda hecha en casa de fresca tela de algodón, sentada encima de una caja de botellas de cerveza vacías. Las suaves puntas de sus pechos se pueden ver a través de la delgada tela de su camiseta. Un medallón brilla en la base de su cuello, un pequeño santo congelado en plata. Quizá tenga doce años. Sólo puede tratarse de su madre quien está a su lado, una mujer alta con facciones regias, coronada con una mata revuelta de cabello negro. La madre está pelando langostinos. Aparta las cabezas en una lata de café y arroja las cáscaras a unos pollos de plumaje manchado, que rascan en la parte del patio que no está enlodada. El nivel de agua es más alto del que la madre haya visto jamás.

La niña tiene una lata de coca-cola, pero no ha bebido mucho de ella. Está preocupada por algo, se le nota en la caída de los hombros, en la forma en que extiende sus delgadas piernas bajo la falda de algodón. En varios momentos sus ojos se ven arrasados de lágrimas que apenas es capaz de controlar. Cuando levanta la vista, se nota que es mayor de lo que parecía al principio: trece o catorce años. Un aire de ingenuidad, cierta torpeza de extremidades y gestos, la hacen parecer más joven. Se mece y al fin dice: "¿Mamá?"

"¿Qué sucede Rosie?" La voz de la madre parece salir con mucha lentitud; se forma en su garganta y se arrastra, titubeante, hacia fuera de sus labios.

"Mamá... ¿Theophile sigue enterrado?"

(Aquí no existe un hueco en el sueño, o mejor dicho, en mi percepción de él. Desconozco quien es Theophile... Un amigo de la infancia, quizá... Es más probable que sea un hermano; en una familia cajun no existe eso del hijo único. La pregunta me perturba, y siento cómo Rosalie se escapa momentáneamente. Entonces, el sueño continúa, inexorable, y vuelvo a caer en él).

Mamá lucha por mantener la calma. Los hombros se le vencen y sus pesados pechos se aplastan contra la barriga. La estoica expresión de su rostro se resquebraja un poco. "No, Rosie". Contesta por fin. "La tumba de Theophile está vacía. Se ha ido al cielo".

"Entonces, ¿no estará ahí si lo busco?"

(De pronto, puedo reconocer a mi Rosalie en el rostro de esta chiquilla floreciente. Los oscuros e inteligentes ojos, la ágil mente detrás de ellos, limpia de whisky y tiempo).

Mamá permanece callada, buscando la respuesta que consolara y dejara satisfecha a la chiquilla al mismo tiempo. Pero una tormenta del Bayou se ha ido generando y llega de pronto: los truenos cruzan el cielo, el aire está vivo de pronto con chispas invisibles. Luego la lluvia cae en sólido torrente. Los pollos manchados corren a guarecerse debajo de la terraza. En breves segundos, el patio delantero de la casa se convierte un mar de lodo. Ha llovido de esta forma todos los días durante un mes. Es la primavera más húmeda que nadie ha visto en este lado del Bayou.

"No vas a ir a ningún lado con esta inundación", dice mamá. La tranquilidad se hace evidente en su voz. Y logra que la niña entre en casa con un aspaviento y luego corre alrededor de la cabaña para recoger la ropa que está tendida en la parte trasera, aún cuando las faldas de algodón delgadísimo y los vaqueros ya están completamente empapados.

Dentro de la acogedora y tibia cabaña, Rosalie está sentada delante de la ventana de la cocina, observando como la lluvia martillea toda la extensión del Bayou hasta donde alcanza su vista y se asombra.

La tormenta dura toda la noche. Recostada en su cama, Rosalie escucha a las gotas golpeando el techo, oye como crujen y se azotan las ramas por el viento. Pero está acostumbrada a las tormentas de este tipo, y no le presta mayor atención. Está pensando en una casita donde se guardan las trampas para los cangrejos y las redes de su padre, en el patio de al lado. Sabe que hay una pala guardada ahí. Sabe donde está la llave.

La tormenta termina una hora antes del amanecer y ella está lista.

Lo que le preocupa es su propia muerte, por supuesto, no la de Theophile (quien quiera que este fuese).Está en la edad en la que la curiosidad sobre la fragilidad de la carne es mayor que su miedo ante ella. Piensa en él bajo la tierra y quiere saber si en realidad se encuentra ahí. ¿Habrá ascendido al cielo o sigue en su tumba, pudriéndose? Lo que sea que encuentre, no podrá ser peor que lo que ha imaginado.

(Al menos por el momento).

Rosalie no se siente del todo cuerda mientras se escabulle por la casa silenciosa, toma la pala de su padre y se desliza por el oscuro pueblo rumbo al cementerio. Le gusta ir descalza, y las plantas de sus pies están lo suficientemente endurecidas para caminar sobre los filos, húmedos y brillantes, de las conchas de ostras, pero sabe que se deben usar zapatos después de una lluvia torrencial o los gusanos podrían horadar los pies con su voraz apetito, abriéndose camino haca la carne tierna bajo la piel callosa. Así que chapotea entre el barro y los charcos con sus húmedas zapatillas, negándose a pensar en lo que está a punto de hacer.

Sigue estando demasiado oscuro como para ver, pero Rosalie conoce el camino a través de las calles del pueblo... De memoria y con los ojos cerrados. Muy pronto, su mano se topa con una oxidada puerta del cmenterio y ésta se abre, rechinando, en cuanto la toca. Se sobresalta por el agudo sonido que tiene el silencio de la madrugada moribunda, pero no hay nadie cerca que lo escuche.

Por lo menos, nadie que pueda escucharlo.


(Continuará)


Poppy Z. Brite (C) (1993)
Traducción: Javier Barriopedro (1999)
Corrección de Estilo: Macarena Muñoz (2009)

2 comentarios:

Eli dijo...

¡Me encanta! Estaba esperando ansiosamente la continuación.
Gracias, Mac.

MacVamp dijo...

Eli: De nada y lo que falta, jejeje.

Besazos.