Me dan la bronca algunos lectores veteranos porque hace tiempo
que no hablo de esos personajes e historias del pasado que a veces, para
bien o para mal, ayudan a encajar el presente. Así que, para quienes
echan de menos las historias del abuelo Cebolleta, hoy tocamos esa
tecla, recordando a uno de esos fulanos sobre los que, de nacer en otro
sitio, habría novelas, películas y series de la tele. Pero nació aquí,
aunque pasó la vida fuera de España, ganándose el pan con una espada.
Así que tenía pocas posibilidades de figurar en los libros de texto de
los colegios. Como dijo no recuerdo qué político analfabeto de los que
mezclan churras con merinas, la violencia no educa.
Año 1547. La España del emperador Carlos V tiene al mundo
agarrado por las pelotas. Los príncipes protestantes se han puesto
flamencos, y les caen encima, entre otros, los tercios de infantería
española. La cosa se dilucida en Mühlberg, con el río Elba entre los
ejércitos del elector de Sajonia y el del emperador. Se acomete la
gente, se retiran los luteranos, y en mitad del pifostio hay un momento
delicado. Huyendo ante el empuje de la vanguardia mandada por el duque
de Alba, que siega como una guadaña, los alemanes –marcando el paso de
la oca, o lo que marcaran entonces– pasan el río por un puente de
barcas, lo recogen en la otra orilla, y para defender el único vado y
cubrir su retirada acumulan allí enorme cantidad de artillería y
arcabuceros. De manera que al llegar los españoles granizan balas sobre
los arneses. El de Alba, cabreadísimo, va de un lado a otro sin saber
cómo hincarle el diente al asunto, pues los tudescos van a enrocarse
tras las murallas de la plaza fuerte, y de allí no los sacarán ni con
Tres en Uno. El emperador está a punto de llegar con el grueso del
ejército, encontrando el paso bloqueado; y además, los enemigos empiezan
a incendiar las barcas. Como para ingerir cianuro.
Entonces ocurre una de esas cosas que a veces nos pierden
a los españoles y otras nos salvan. Algo muy nuestro. Muy de aquí.
Porque de pronto, en mitad del carajal, a un soldado del Tercio Viejo se
le va la pinza y empieza a ciscarse en los alemanes y en todos sus
muertos; y jurando en arameo se pone la espada entre los dientes, echa a
nadar por el vado bajo una lluvia de arcabuzazos, llega a la orilla con
dos cojones, arremete contra los alemanes echando espumarajos, y mata a
cinco. Tras él, por vergüenza torera y porque está feo dejarlo ir solo,
se han echado al agua su capitán y nueve soldados, que salen
chapoteando y gritando «España, cierra, cierra», como animales.
Imagínense el cuadro y las pintas de mis primos, aullando mojados de
barro y con ojos de locos, de mucho matar, con sus barbas, espadas,
escapularios y demás parafernalia. De ese modo los colegas llegan a
tiempo de ayudar al que pelea a la desesperada, acuchillando a mansalva.
Así, entre los diez, hacen un escabeche de toma pan y moja. Y mientras
los alemanes deciden que es momento de salir por pies a buscar unas
cervezas, los españoles, chorreando agua y sangre ajena, apagan el
incendio, reconstruyen el puente, y cuando llega el emperador, su
ejército lo pasa tranquilamente, alcanza al enemigo, y al elector de
Sajonia y a su puta madre les da las suyas y las de un bombero.
Después, Carlos V pregunta quién fue el majara que cruzó
el río. Y le presentan a un oscuro soldado de padres vascos aunque
nacido en Medina del Campo, llamado Cristóbal Mondragón. Y allí mismo,
sobre el campo de batalla, el emperador lo llama «el mejor soldado del mejor tercio de la infantería española»
y lo nombra alférez. Al capitán que lo siguió lo asciende a maestre de
campo, y a los nueve soldados les da tanto dinero que Lope de Vega, en
su comedia El valiente Céspedes, dirá más tarde que los ha cubierto de
oro.
¿Colorín colorado? Casi. Y no como habría debido ser. Con
el tiempo, Mondragón se convirtió en uno de los más destacados
militares españoles en las guerras de Flandes. Amado por sus hombres,
eso le granjeó –no podía ser de otra manera–, odios y envidias en
España. Y Felipe II, al que sirvió con tanta devoción y valor como al
padre, se portó con él como un miserable. Cuando ya veterano volvió a su
patria y solicitó expediente de nobleza, los jueces se las arreglaron
para inventarle antepasados judíos. Humillado, lleno de amargura y
vergüenza, Mondragón regresó a Flandes, de donde no había de volver
nunca. Acabó con noventa años, digno hasta el fin, ordenando que lo
pusieran en la ventana para que sus soldados, que lo adoraban, lo viesen
morir. En su testamento pedía, en pago a sus servicios, la castellanía
de Amberes para su hijo y una capitanía de lanzas para su nieto. El rey,
naturalmente, no concedió ni la una ni la otra.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
25 de septiembre de 2011
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