17 diciembre 2015

Un trago de despedida (1ºparte)


El umbral de la noche (Night Shift) es el cuarto libro que el maese Stephen King publicó en 1978 y su primera antología de cuentos cortos. Es considerada una de las mejores pues cinco de los relatos que la componen han sido adaptados para cine: Camiones, A veces vuelven, El hombre de la cortadora de césped, Los chicos del maíz y La mujer de la habitación.

El primer relato que conocí de esta antología no fue a través de la editada por Plaza&Janés sino por Valdemar en 1995: Vampiras, chupadoras de sangre y al tratarse de una traducción propia el título cambió a Una para el camino pero originalmente fue traducido como Un trago de despedida. De alguna forma, se retoman la atmósfera de la novela Salem's Lot a través de una madre y una hija que han sido atrapadas por el mal que acecha a ese pueblo. Una historia inquietante y ambientada durante una de las tormentas de nieve que azotan a Maine durante el invierno. Esta ha sido una de las razones que me han animado a compartir (en dos partes) este relato:


UN TRAGO DE DESPEDIDA

  Eran las diez y cuarto y Herb Tooklander ya se disponía a cerrar por esa noche cuando el hombre del abrigo elegante y las facciones blancas, desencajadas, irrumpió en el "Tookey's Bar" que está en la parte norte de Falmouth. Era el 10 de enero, o sea, aproximadamente la época en que la mayoría de las personas aprenden a coexistir cómodamente con las resoluciones de Año Nuevo que no han cumplido y en la calle soplaba un cierzo de mil demonios. Antes de que oscureciera habían caído quince centímetros de nieve, y después la nevada había seguido copiosa y espesa. Habíamos visto pasar dos veces a Billy Larribee montado en lo alto de la cabina de quitanieves del Ayuntamiento, y la segunda vez Tookey le llevó una cerveza. Mi madre habría dicho que ése era un acto de pura misericordia, y Dios sabe que en su tiempo ella trasegó abundantes cervezas de las que vendía Tookey. Billy le informó que conseguían mantener despejada la carretera principal, pero que las comarcales estaban bloqueadas y probablemente seguirían estándolo hasta la mañana siguient. La radio de Portland pronosticaba otros treinta centímetros y un viento de sesenta kilómetros por hora que levantaría barreras con la nieve.

  Tookey y yo estábamos solos en el bar, oyendo cómo el viento aullaba en los aleros y mirando cómo las llamas danzaban en la chimenea.

  -Toma un trago de despedida -dijo Tookey-. Voy a cerrar.

  Sirvió un vaso para mí y otro para él y fue entonces cuando se abrió la puerta y el desconocido entró tambaleándose, con los hombros y el pelo cubiertos de nieve, como si se hubiera revolcado en azúcar de repostería. El viento lanzó en pos de él una ráfaga de nieve fina como arena. 

  -¡Cierre la puerta! -le gritó Tookey-. ¿Acaso ha nacido en un establo?

  Nunca había visto a un hombre que pareciera tan despavorido. Parecía un caballo que hubiera pasado toda la tarde comiendo ortigas. Sus ojos giraron en las órbitas en dirección a Tookey y exclamó:

  -Mi esposa... mi hija...- y se desplomó en el suelo, desmayado.

  -Santo cielo -exclamó Tookey-. Cierra la puerta, Booth, ¿quieres?

  Fui y la cerré, aunque me resultó bastante difícil empujarla por la fuerza del viento. Tookey estaba apoyado sobre una rodilla y mantenía alzada la cabeza del desconocido y le daba palmadas en las mejillas. Me acerqué a él y en seguida me di cuenta de que era algo grave. Tenía la cara congestionada, pero con algunas manchas grises, y cuando has pasado muchos inviernos en Maine desde que Woodrow Wilson fue presidente, como los he pasado yo, sabes que esas manchas grises son un síntoma de congelación.

  -Se ha desmayado -dijo Tookey-. Trae el coñac del estante, ¿quieres?

  Fui a buscarlo y lo traje. Tookey le había abierto el abrigo. Este se había recuperado un poco: tenía los ojos entreabiertos y musitaba algo con voz inaudible. 

  -Sírvele una medida -ordenó Tookey.

  -¿Nada más? -le pregunté.

  -Este brebaje es dinamita -respondió Tookey-. No conviene cargale demasiado el carburador.

  Serví la medida y miré a Tookey. Éste hizo un ademán afirmativo.

  -Échaselo al buche.

  Obedecí. fue un espectáculo digno de ver. El hombre se estremeció de pies a cabeza y empezó a toser. Su cara se puso más roja. Sus párpados, que habían estado a media asta, se abrieron como los visillos de una ventana. Me alarmé un poco, pero Tookey se limitó a sentarlo como si fuera un bebé crecido y le palmeó la espalda.

  El hombre tuvo arcadas y Tookey volvió a palmearlo.

  -Aguántelo -dijo-. El coñac es caro. El hombre tosió otro poco, pero ya se estaba calmando. Pude estudiarlo bien por primera vez. Un petimetre, sin duda, y del sur de Boston, conjeturé. Usaba guantes de cabritilla, caros pero delgados. Probablemente, tenía más manchas grises en las manos, y podría considerarse afortunado si no perdí algún dedo. Su abrigo era elegante, sí señor: por lo menos, trescientos dólares. Usaba unos botines que apenas le llegaban a los tobillos, y empecé a temer por los dedos de los pies.

  -Mejor -dijo.

  -Estupendo -asintió Tookey-. ¿Puede acercarse al fuego?

  -Mi esposa y mi hija -exclamó-. Están ahí afuera... en la tormenta.

  -Cuando lo vi entrar me di cuenta de que no estaba en su casa, iendo TV -respondió Tookey-. Podrá contárnoslo junto al fuego mejor que aquí en el suelo. Ayúdalo, Booth.

  Se levantó pero dejó escapar un gruñido e hizo mueca de dolor. Volví a temer por los dedos de los pies, y, me pregunté por qué Dios engendraba neoyorquinos idiotas que se aventuraban a viajar en coche por el sur de Maine en medio de un temporal de nieve. También me pregunté si su esposa y su hijita estaban más abrigadas que él.

  Lo guiamos hasta la chimenea y lo hicimos sentar en una mecedora que había sido el asiento favorito de la señora Tookey hasta que falleció en el 74. La señora Tookey era la responsable principal de la decoración de ese local, acerca del cual habían escrito en el Down East y en el Sunday Telegram y una vez incluso en el suplemento dominical del Boston Globe. Es más parecido a un pub inglés que a un bar, con un sólido piso de madera, asegurado con clavija y no con clavos; la barra de madera de arce; el viejo techo con vigas de granero, y la descomunal chimenea de piedra. A la señora Tookey se le ocurrieron algunas ideas después de que se publicó el artículo en el Down Eas, y quizo bautizar el local con el nombre de "Tookey's Inn" o "Tookey's Rest", y confieso que esto le habría dado un aire colonial , pero yo prefiero el viejo y sencillo "Tookey's Bar". Una cosa es presumir en verano, cuando todo se llena de turistas, y otra muy distinta es hacerlo en invierno, cuando debes convivir con tus vecinos. Y había habido muchas noches de invierno, como ésa, que Tookey y yo habíamos pasado solos, bebiendo whisky y agua o sólo unas cervezas. Mi propia Victoria murió en el 73, y el "Tookey's Bar" era el lugar donde podías encontrar suficientes voces para acallar el canto agorero de las chotacabras. Aunque sólo estuviéramos Tookey y yo, me bastaba. No habría sentido lo mismo si eso se hubiera llamado "Tooke's Rest". Es absurdo pero cierto.

   Colocamos al hombre frente al fuego y empezó a tiritar con más fuerza que antes. Se abrazó las rodillas y le castañeteaban los dientes y unas gotas de mucosidad transparente chorrearon de la punta de su nariz. Creo que empezaba a darse cuenta de que otros quince minutos ahí fuera podrían haber bastado para matarlo. No se trata de la nieve sino del viento glacial. Te quita el calor.

  -¿Dónde se apartó de la carretera?- le preguntó Tookey.

  -Nue-nueve ki-kilómetros al s-sur de aquí. Tookey y yo nos miramos, y de pronto me recorrió un escalofrío. Por todo el cuerpo.

  -¿Está seguro? -insistió Tookey-. ¿Caminó nueve kilómetros por la nieve?

   Hizo un ademán afirmativo con la cabeza.

  -Verifiqué el cuen-cuenta kilómetros cuando pasamos por la ciudad. Seguía instrucciones... íbamos a visitar a la hermana de mi esposa... en Cumberland... nunca habíamos estado allí... Somos de Nueva Jersey.

   Nueva Jersey. Si alguien está rematadamente tonto que un neoyorquino ése es un habotante de Nueva Jersey.

  -¿Nueve kilómetros, está seguro? -se obstinó Tookey.

  -Sí, totalmente seguro. Encontré el desvío pero estaba bloquedado por la nieve. 
 
  Tookey lo cogió por los brazos. Bajo el resplandor fluctuante de las llamas su rostro parecía tnso y pálido, diez años mayor de los sesenta y seis que en verdad tenía.

  -¿Dobló a la derecha?

  -Sí, a la derecha. Mi esposa...

  -¿Vió un cartel?

  -¿Un cartel? -miró a Tookey, perplejo, y se limpió la punta de la nariz-. Claro que sí. Seguía las instrucciones: atraviesa Jerusalem's Lot por Jointner Avenue y sigue hasta la rampa de la entrada de la 295 -nos miró alternativamente a Tookey y a mí. Fuera el viento silbaba y gemía entre los aleros-. ¿No era ése el camino, señor?

  -Jerusalem's Lot -dijo Tookey, en voz baja que fue casi inaudible- ¡Dios mío!

  -¿Qué sucede? -preguntó el hombre. Había empezado a subir el tono- ¿No era ese el camino? Quiero decir, la carretera parecía bloqueada, pero pensé... si hay una ciudad ahí, los quitanieves saldrán y... y entonces yo...

   Sus palabras se acallaron progresivamente.

-Booth -me dijo Tookey, siempre en voz baja-. Coge el teléfono. Llama al sheriff.

-Claro que era el camino -prosiguió el idota de Nueva Jersey- ¿Qué les sucede, al fin y al cabo? Cualquiera diría que han visto un fantasma.

-No hay fantasmas en Lot, señor -respondió Tookey- ¿Les ordenó que se quedaran en el coche?

-Claro que sí -exclamó, como si lo hubieran ofendido-. No estoy loco.

   Bien, yo no había jurado que no lo estaba.

  -¿Cómo se llama? -le pregunté-. Para darle su nombre al sheriff

  -Lumley -contestó-. Gerard Lumley

   Empezó a discutir nuevamente con Tookey y yo me encaminé hacia el teléfono. Cogí el auricular y sólo oí un silencio mortal. Pulsé las clavijas un par de veces. Nada.

Volví. Tookey le había servido a Gerard Lumley otra ración de coñac, y que ahora le bajaba mucho más fácilmente.

  -¿Había salido? -inquirió Tookey.

  -La línea está cortada.

  -¡Maldición! -gruñó Tookey, y nos miramos. Fuera arreció el viento, que lanzó un torbellino de nieve contra las ventanas.

   Lumley volvió a mirarnos, primero a Tookey luego a mí.

-Bueno, ¿ninguno de ustedes tiene coche? -preguntó. Su tono era nuevamente ansioso-. Ellas deben mantener el motor en marcha para que funcione la calefacción. Sólo me queda un cuarto de depósito de gasolina y tardé hora y media en... Escuchen, ¿quieren hacer el favor de contestarme?

   Se levantó y cogió a Tookey por la camisa.

  -Señor -dijo Tookey-, creo que a su seso se le ha disparado una mano.

   Lumley miró su mano, después miró a Tookey, y a continuación lo soltó.

  -Maine -siseó. Fue como si articulara una obscenidad contra la madre de un enemigo-. Está bien -prosiguió- ¿Dónde está la gasolinera más próxima? Deben de tener un camión-grúa...

  -La gasolinera más próxima está en Falmouth Center -expliqué-. A casi cinco kilómetros de aquí.

  -Gracias -respondió, con un acento un poco sarcástico, y se encaminó hacia la puerta, abrochándose el abrigo.
  -Pero está cerrada -agregué. Se volvió lentamente y nos miró.

  -¿Qué dice, amigo?

  -Intenta hacerle entender que el propietario de la gasolinera de Falmouth Center es Billy Larribee, y que Billy está pilotando el quitanieves, condenado imbécil -explicó Tookey pacientemente-. Ahora, ¿por qué no viene aquí y se sienta, antes de que le reviente el hígado?

   Retrocedió, aturdido y asustado.

  -¿Quieren decir que no pueden... que no hay...? 
 
  -No quiero decir nada -espetó Tookey-. Aquí el único que habla es usted, y si se callara un momento podríamos buscar una solución.

  -¿Qué ciudad es esa, Jerusalem's Lot? -preguntó- ¿Por qué la carretera estaba bloqueada por la nieve? ¿Por qué no se veían luces?

  -Jerusalem's Lot ardió hace dos años -contesté.

  -¿Y no la reconstruyeron? -me miró con expresión incrédula.

  -Eso parece -respondí y miré a Tookey- ¿Qué haremos?

  -No podemos dejarlas allí -dictaminó.

   Me acerqué a él. Lumley se había alejado para mirar la noche tormentosa por la ventana.

  -¿Y si ya las ha pillado? -inquirí.

  -No podemos descartar esa posibilidad -murmuró Tookey- Pero tampoco estamos seguros. Tengo mi Biblia en el estante. ¿Todavía llevas encima tu medallón papal?

   Saqué el crucifijo de debajo de la camisa y se lo mostré. Nací y me críe en la religión congregacional, pero la mayoría de las personas que viven cerca de Lot usan algo... un crucifijo, una medalla de San Cristóbal, un rosario, cualquier cosa. Porque hace dos años, en el transcurso de un oscuro mes de octubre, Lot tuvo un final trágico. A veces, muy tarde, cuando sólo había unos pocos parroquianos habituales reunidos alrededor de la chimenea de Tookey, se hablaba de eso. O mejor dicho, se rozaba el tema. Veréis, los habitantes de Lot empezaron a desaparecer. Primero unos pocos, después unos pocos más, luego muchos. Cerraron las escuelas. La ciudad quedó deshabitada durante casi un año. Oh, alguna gente se mudó allí -sobre todo idiotas de otras comarcas como el magnífico ejemplar que ahora teníamos entre nosotros-, gente atraída por los precios bajos de la propiedad. Pero nadie duraba mucho. Algunos se fueron uno o dos meses después de haber llegado. Los otros... bien, desaparecieron. Hasta que la ciudad fue arrasada por el fuego. Esto sucedió al finalizar un largo otoño muy seco. Se dice que el incendio partió de Marsten House, edificada sobre la colina que se levanta junto a Jointner Avenue, pero nadie sabe, hasta ahora, cómo se inició. Ardió sin control durante tres días. Después, durante un tiempo, reinó la paz. Y de pronto las cosas volvieron a empeorar.

  Sólo una vez oí pronunciar la palabra "vampiros". Aquella noche un camionero loco de los alrededores de Freeport, llamado Richie Messina, estaba en el bar de Tookey, muy borracho.

  -Cristo -rugió ese gigante que parecía medir tres metros con sus pantalones de lana y su camisa a cuadros y sus botas con ribetes de lana- ¿Tenéis tanto miedo de decirlo en voz alta? ¡Vampiros!¿En esn eso en lo que pensáis todos, verdad? ¡Dios y rediós! ¡Como una pandilla de críos asustados por una película! ¿Sabéis qué es lo que hay en Jerusalem's Lot? ¿Queréis que os lo diga? 
 
  -Sí, dilo, Richie -dijo Tookey. Se había hecho un silencio de tumba en el bar. Se oía crepitar la leña, y la ligera llovizna de de noviembre caía fuera en medio de la oscuridad-. Adelante, te escuchamos.

  -Lo que hay allí es una jauría de perros sin dueño- nos informó Richie Messina-. Eso es lo que hay. Eso y un montón de viejas a las que les gusta una buena historia de aparecidos. Caray, por ochenta dólares iría allí y dormiría en esa casa embrujada que tanto os preocupa. ¿Qué decís? ¿Alguien quiere apostar?

Pero nadie quiso. Richie era un fanfarrón y un borracho peligroso y nadie lloraría en su entierro, pero tampoco nadie quería verlo entrar en Jerusalem's Lot por la noche.

  -Me cago en todos vosotros -prosiguió Richie-. Tengo mi llave inglesa en el camión y con eso me bastará para enfrentarme a cualquiera en Falmouth, Cumberland o Jerusalem's Lot. Y allí es donde iré.

   Salió del bar dando un portazo y nadie dijo nada durante un rato. Hasta que Lamont Henry murmuró, en voz muy baja:

  -Nadie volverá a ver a Richie Messina. Santo cielo -y Lamont, al que habían inculcado la religión metodista desde la cuna, se persignó.

  -Cuando se le pase la mona, cambiará de idea -comentó Tookey pero parecía intranquilo-. Volverá a la hora de cerrar y dirá que todo había sido una broma.

   Pero esta vez acertó Lamont, porque nadie volvió a ver a Richie. Su esposa explicó a la policía que, a su juicio, se había ido a Florida para escaparde unos acreedores, pero la verdad se reflejaba en sus ojos: enfermos, asustados. Antes de que pasara mucho tiempo, se mudó a Rhode Island. Quizá pensó que Richie volvería a buscarla una noche oscura . Y yo no juraría que no lo habría hecho.

   Ahora Tookey me miraba y yo miraba a Tookey mientras volvía a guardar el crucifijo bajo la camisa. Nunca ma había sentido tan alterado ni asustado en mi vida.

  -No podemos dejarlas allí, Booth -repitió Tookey.

  -Sí, lo sé.

   Seguimos mirándonos y después Tookey estiró la mano y me cogió por le hombro.

  -Eres un buen hombre, Booth -murmuró. Eso bastó para estimularme un poco. Aparentemente, cuando superas los setenta, la gente empieza a olvidar que eres un hombre, o que alguna vez lo has sido.
   Tookey se acercó a Lumley y anunció:

  -Tengo un Scout con tracción en las cuatro ruedas. Lo sacaré.

  -Por el amor de Dios, hombre, ¿por qué no lo dijo antes? -habría dado media vuelta junto a la ventana y miraba colérico a Tookey- ¿Por qué perdió diez minutos andando con tantos rodeos?

   Tookey respondió con voz muy baja:

-Cierre el pico, señor. Y si siente ganas de volver a abrirlo, recuerde que fue usted quien viró por la carretera bloqueada en medio de la maldita ventisca.

   Lumley se disponía a contestar, pero luego optó por callarse. Se le habían congestionado las mejillas. Tookey fue a sacar su Scout del garaje. Yo hurgué debajo de la barra en busca de su botellín cromado y lo llené de coñac. Sospechaba que lo necesitaríamos antes de que terminara la noche.

   ¿Habéis estado alguna vez en medio de una ventisca en Maine?

   La nieve cae tan espesa y fina que parece arena y suena como arena, al azotar los costados del coche o la camioneta. Nadie usa las luces largas porque se reflejan en la nieve y no te dejan ver a tres metros de distancia. Con las luces cortas puedes quizás ver a cinco metros. Pero yo tolero la nieve. Lo que no soporto es el viento, cuando sopla con fuerza y empieza a aúllar, formando cien macabras configuraciones voladoras en los remolinos de nieve y clamando como si confluyeran en él todo el odio y el dolor y el miedo del mundo. En la garganta de la ventisca se agazapa la muerte, la muerte blanca... Y quizás algo que trasciende a la muerte. No es agradable oír ese ruido cuando estás arrebujado y cómodo en tu cama con las persianas trabadas y las puertas cerradas con llave. Y es mucho peor cuando viajas. Y nosotros viajábamos, para colmo, rumbo a Jerusalem's Lot.

  -¿No puede acelarar un poco más? -preguntó Lumley.

  -Es curioso que alguien que llegó semicongelado -respondí-, tenga tanta prisa por volver a seguir su camino a pie.

   Me echó una mirada rencorosa , perpleja y no volvió a hablar. Avanzábamos por la carretera a una velocidad estable de treinta y ocho kilómetros por hora. Era difícil admitir que Billy Larribee había despejado ese trecho hacía una hora: lo habían cubierto otros cinco centímetros y el viento levantaba nuevos montículos. Las rafagas más fuertes zarandeaban al Scout sobre los amortiguadores. Los faros iluminaban un vacío blanco arremolinado delante de nosotros. No nos habíamos cruzado con un solo vehículo.

   Aproximadamente diez minutos más tarde Lumley resolló:

  -Eh, ¿qué es eso?

   Señalaba hacia mi lado. Yo estaba mirando fijamente hacia el frente. Me volví pero fue demasiado tarde. Me pareció ver una figura agazapada que quedaba detrás, en medio de la nieve, pero también podría haber sido el fruto de mi imaginación.

  -¿Qué era -pregunté- ¿Un ciervo?

(Continuará)




***

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