26 diciembre 2015

Rebeld Riders por Tim Walker

El gran fotógrafo Tim Walker fue el encargado de todo el número de diciembre de la revista Vogue Italia. Aquí uno de sus editoriales que más me han gustado  :)







































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18 diciembre 2015

Un trago de despedida (2º parte)


UN TRAGO DE DESPEDIDA
Stephen King
Plaza&Janés, 1978



  -Supongo que sí -respondió, con voz trémula-. Pero sus ojos... parecían rojos -me miró- ¿Así son los ojos de los ciervos, de noche? -su tono era casi suplicante.

  -Pueden tener cualquier color -contesté, pensando que quizás esto era verdad, pero que yo había visto muchos ciervos de noche desde muchos coches, y nunca había visto que sus pupilas irradiaran un reflejo rojo.

  Tookey no dijo nada.

  Aproximadamente quince minutos más tarde llegamos a un tramo donde la acumulación de nieve de la derecha de la carretera no era tan alta porque se supone que los quitanieves deben levantar un poco sus rejas cuando pasan por una intersección.

  -Creo que este fue el lugar dónde viramos -anunció Lumley, que no parecía muy seguro-. No veo el cartel...

  -Es aquí -confirmó Tookey. Hablaba con voz muy cambiada-. Se ve apenas el remate del cartel.

  -Oh, claro -Lumley pareció aliviado-. Escuche, señor Tookey, lamento haber sido tan grosero hace un rato. Tenía frío y estaba precupado y furioso conmigo mismo. Sólo quiero agradecerle a ambos...

  -No nos agradezca nada a Booth y a mí hasta que las hayamos pasado a este vehículo -lo interrumpió Tookey. Activó la tracción de las cuartro ruedas del Scout y arremetió contra la nieve para introducirse por Jointner Avenue, que atraviesa Jerusalem's Lot y desemboca en la 295. Los guardabarros despidieron una tromba de nieve. Las ruedas traseras patinaron un poco, pero Tookey conduce desde que el mundo es mundo. Maniobró, le habló, y seguimos adelante. De vez en cuando los faros iluminaban las huellas borrosas de otros neumáticos. Eran las que había dejado el coche de Lumley, unas huellas que después desaparecerían nuevamente. Lumley se inclinaba y escudriñaba la carretera buscando su coche. De pronto, Tookey le dijo:

  -Señor Lumley

  -¿Qué? -se volvió para mirar a Tookey.

  -Los lugareños son bastante supersticiosos cuando se trata de Jerusalem's Lot -explicó Tookey con tono aplomado... pero vi las profundas arrugas que su tensión formaba alrededor de la boca, y la forma en que sus ojos se desviaban de un lado a otro-. Si su esposa e hija están en el coche, tanto mejor. Las cargaremos aquí, volveremos a mi casa, y mañana, cuando haya amainado la tormenta, Billy tendrá mucho gusto en remolcar su coche fuera de la nieve. Pero si no estuvieran en el coche...

 -Si no estuvieran en el coche? -lo interrumpió Lumley bruscamente-. ¿Por qué no habrían de estar en el coche?

  -Si no estuvieran en el coche -prosiguió Tookey, sin contestar a su pregunta-, daremos una vuelta e iremos a Falmouth Center y buscaremos al sheriff. No sería prudente chapotear en la nieve en medio de la oscuridad, ¿no le parece?

  -Estarán en el coche. ¿En qué otro lugar pueden estar?

  -Le diré algo más, señor Lumley -intervine-. Si vemos a alguien, no le hablaremos. Aunque nos hable a nosotros, ¿me entiende?

  -¿Qué supersticiones son esas? -inquirió Lumley, muy lentamente.

Antes de que yo pudiera decir algo, y sólo Dios sabe lo que habría dicho, Tookey exclamó:

  -Hemos llegado.

  Nos estábamos acercando a la parte posterior de un gran Mercedes. Todo el techo del coche estaba cubierto de nieve, y otro montículo había bloqueado la parte izquierda de la carrocería. Pero las luces traseras estaban encendidas y vimos que salían gases del tubo de escape.

  -Por lo menos no se les agotó la gasolina -comentó Lumley.

  Tookey detuvo el Scout y accionó el freno de mano.

  -Recuerde lo que dijo Booth, Lumley.

  -Sí, claro -pero sólo pensaba en su esposa y en su hija. Lo cual tampoco me parece censurable.

  -¿Listo, Booth? - me preguntó Tookey. Sus ojos, lúgubres y grises a la luz del tablero de instrumentos, estaban fijos en los míos.

  -Supongo que sí.

  Nos apeamos todos y entonces nos azotó el viento, arrojándonos nieve a la cara. Lumley marchó delante, inclinado contra el vendaval, con su abrigo elegante hinchándose detrás de él como una vela. Proyectaba dos sombras: una por los faros del Scout y otra por las luces traseras de su propio coche. Yo lo seguía, y Tookey iba un paso más atrás. cuando llegué al maletero del Mercedes, Tookey me detuvo.

  -Déjalo solo -espetó.

  -¡Janet! ¡Francie! -gritaba Lumley-. ¿Estáis bien? -abrió la portezuela del lado del conductor y se inclinó hacia dentro-. Estáis...

  Se quedó petrificado. El viento le arrancó la pesada puerta de la mano y la abrió totalmente.

  -Dios mío, Booth -murmuró Tookey, un poco por debajo del alarido del viento-. Creo que ha vuelto a ocurrir.

  Lumley se volvió hacia nosotros. Tenía una expresión asustada y pepleja, con los ojos desorbitados. De pronto arremetió hacia nosotros por la nieve, resbalando y a punto de caer. Me apartó como si yo fuera nadie, y se apoderó de Tookey.

  -¿Cómo lo sabía? -bramó-. ¿Dónde están? ¿Qué demonios sucede aquí?

  Tookey se zafó y lo empujó a un costado para abrirse paso. Él y yo escudriñamos juntos el interior del Mercedes. Estaba caliente como una torrija, pero no seguiría así por mucho tiempo. La lucecita ambarina anunciaba que se estaba agotando el combustible . El enorme coche estaba vacío. Sobre la alfombrilla descansaba una muñeca Barbie. Y un anorak infantil para esquiar estaba arrugado sobre el respaldo del asiento.

  Tookey se cubrió el rostro con las manos... y después desapareció. Lumley lo había cogido por atrás y lo había arrojado sobre la acumulación de nieve. El rostro de Lumely estaba pálido y desencajado. Movía las mandíbulas como si hubiera mordido algo amargo que aún no podía despegar y escupir. Metió las manos adentro y cogió el anorak.

  -¿El anorak de Francie? -dijo casi en un susuro. Y después en voz alta, rugiendo: -¡El anorak de Francie! -se volvió, sosteniéndolo por la capucha ribeteada de piel. Me miró alelado e incrédulo-. No se puede estar a la intemperie sin su abrigo, señor Booth. Se... se morirá de frío.

  -Señor Lumley...

  Pasó trastabillando junto a mí, sin soltar el anorak, al tiempo que gritaba:

  -¡Francie! ¡Janet! ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáááááis?

  Le di la mano a Tookey y lo ayudé a levantarse.

  -¿Estás...?

  -No te preocupes por mí -respondió-. Tenemos que detenerlo, Booth.

  Lo seguimos con la mayor rapidez posible, que no fue mucha porque en algunos lugares nos hundíamos en la nieve hasta las caderas. Pero al fin se detuvo y lo alcanzamos.

  -Señor Lumley... -empezó a decir Tookey, colocándole una mano sobre el hombro.

  -Por aquí -interrumpió Lumley-. Pasaron por aquí. ¡Miren!

Bajamos la vista. Estábamos en una especie de hondonada y el viento pasaba de largo sobre nuestras cabezas sin afectarnos apenas. Y vimos dos series de pisadas, unas grandes y otras pequeñas, que se estaban llenando de nieve. Si nos hubiéramos puesto en marcha cinco minutos más tarde, ya habrían desaparecido.

  Echó a andar, con la cabeza gacha, y tookey lo retuvo.

  -¡No! ¡No, Lumley!

  Lumley se volvió para enfretarse a Tookey, con las facciones descompuestas, y alzó un puño. Lo echó hacia atrás... pero algo en la expresión de Tookey lo hizo vacilar. De nuevo nos miró alternativamente a Tookey y a mí.

  -Se congelará -dijo, como si fuéramos un par de niños estólidos-. ¿No se dan cuenta? No lleva su anorak y sólo tiene siete años...

  -Podrían estar en cualquier parte -explicó Tookey-. No podrá seguir esas huellas. Desaparecerán bajo la próxima ráfaga.

  -¿Qué propone? -rugió Lumley con voz aflautada e histérica-. ¡Si vamos a buscar a la policía morirán congeladas! ¡Francie y mi esposa!

  -Es posible que ya estén congeladas -respondió Tookey. Sus ojos sostuvieron la mirada de Lumley-. Congeladas o algo peor.

  -¿A qué re refiere? -susurró Lumley-. Hable claro, maldito sea. ¡Dígamelo!

  -Señor Lumley -prosiguió Tookey-, hay algo en Jerusalem's Lot...

 Pero fui yo quien por fin se lo dijo, quien pronunció la palabra que nunca había pensado que pronunciaría.

  -Vampiros, señor Lumley. Jerusalem's Lot está llena de vampiros. Supongo que esto es difícil de aceptar... -me miraba como si me hubiera puesto verde.

  -Lunáticos -murmuró-. Son un par de lunáticos -luego se volvió, colocó ambas manos ahuecados a los lados de la boca y vociferó: ¡FRANCIE! ¡JANET!

  Empezó a alejarse nuevamente. La nieve le llegaba hasta los bajos del elegante abrigo. miré a Tookey.
  -¿Y ahora qué haremos?

  -Seguirlo -contestó Tookey. Tenía el pelo pegoteado por la nieve y parecía realmente un poco lunático-. No puedo dejarlo aquí a la intemperie, Booth. ¿Y tú?

  -No, supongo que no.

  De modo que empezamos a vadear la nievedetrás de Lumley en la mejor forma posible, pero él se adelantaba cada vez más. Entended, tenía el vigor de la juventud. Abría camino, arremetía por la nieve como un toro. La artritis empezó a fastidiarme terriblemente y me miré las piernas, dciéndome: Un poco más, un poco más, sigue caminando, maldito seas, sigue caminando...

  Tropecé con Tookey, que estaba detenido sobre un montículo de nieve, con las piernas separadas. La cabeza le colgaba y se apretaba el pecho con ambas manos.

  -¿Te sientes bien, Tookey? -pregunté.

  -Sí -contestó, apartando las manos-. Lo seguiremos, Booth y cuando se sienta agotado, entrará en razón.
  Llegamos a la cresta de un montículo y vimos a Lumley abajo, buscando desesperadamente más huellas. Pobre hombre, era imposible que las hallara. El viento soplaba directamente por el lugar donde se había detenido, y cualquier huella habría sido borrada tres minutos después de hecha. Con más razón después de un par de horas.

  Alzó la cabeza y aulló en medio de la noche:

  -¡FRANCIE! ¡JANET! ¡POR EL AMOR DE DIOS!

  Capté la angustia de su voz, el terror, y me apiadé de él. La única respuesta que obtuvo fue el ulular del viento, que sonaba como el silbato de un tren de mercancías. Casi parecía burlarsede él, diciéndole: yo me las llevé señor Nueva Jersey, el del coche lujoso y el abrigo de pelo de camello. Yo me las llevé y borré sus huellas y por la mañana estarán tan primorosas y heladas como dos fresas guardadas en el congelador de la nevera...

  -¡Lumley! -gritó Tookey contra el viento-. ¡Escuche, no piense en los vampiros ni en los espectros ni en nada por el estilo, pero piense en esto! ¡Está empeorando la situación de las dos! Tenemos que ir al buscar...

  Súbitamente se oyó una respuesta, una voz que surgía de la oscuridad como un tintineo de campanillas de plata y se me heló el corazón.

  -Jerry... Jerry, ¿eres tú?

  Lumley giró sobre los talones al oír la voz. Y entonces apareció ella, que brotó como un fantasma de las oscuras tinieblas del bosquecillo. Sí, era una mujer vestida con ropas de ciudad, y en ese momento me pareció la más hermosa que había visto n mi vida. Sentí deseos de correr hacia ella y decirle cuánto me alegraba de que al fin y al cabo estuviera sana y salva. Usaba una pesada prenda verde que según creo se llama "poncho". Flotaba alrededor de ella su cabellera oscura que tremolaba al viento como si fuera el agua de un arroyuelo de diciembre, un momento antes de que el frío invernal lo congele y lo inmovilice.
Quizás di un paso hacia ella , porque sentí la mano áspera y cálida de Tookey sobre mi hombro. Y sin embargo -¿cómo podría expresarlo?- anhelaba ir hacia ella, tan morena y hermosa, con el poncho verde flotando alrededor de su cuello y sus hombros, tan exótica y extraña que hacía pensar en una maravillosa mujer de un poema de Walter de la Mare.

  -¡Janet! -exclamó Lumley-. ¡Janet! -empezó a avanzar dificultosamente por la nieve hacia ella, con los brazos estirados.

  -¡No! -gritó Tookey-. ¡No, Lumley! 
 
 Lumley ni siquiera lo miró... pero ella sí. Levantó la vista hacia nosotros y sonrió. Y entonces sentí que mi ansia, mi anhelo, se trocaban en un espanto tan gélido como la tumba, tan blanco y silencioso como los huesos envueltos en una mortaja. Incluso desde el montículo vimos el tétrico resplandor rojo de esos ojos. Eran menos humanos que los de un lobo. Y cuando sonrió vimos cómo le habían crecido los colmillos. Ya no era humana. Era una muerta que había resucitado misteriosamente en medio de la negra tormenta ululante. 
 
 Tookey hizo la señal de la cruz en dirección a ella. Respingó... y luego volvió a sonreírnos. Estábamos demasiado lejos, y quizás demasiado asustados.

  -¡Basta! -susurré-. ¿No podemos impedirlo?

  -¡Ya es demasiado tarde, Booth! -contestó Tookey tristemente.

 Lumley le había tendido los brazos. Cubierto de nieve, él también parecía un fantasma. Le tendió los brazos... y después empezó a chillar. Oiré esa voz en mis sueños, ese hombre que chillaba como un niño en medio de una pesadilla. Quiso eludirla, pero los brazos de ella, largos y desnudos y tan blancos como la nieve, se estiraron y lo abrazaron. La vi ladear la cabeza, y proyectarla luego hacia adelante con fuerza.
  -¡Booth! -dijo Tookey roncamente-. Tenemos que salir de aquí.

 Y corrimos. Supongo que algunos dirán que corrimos como ratas, pero quienes lo digan no estuvieron aquella noche allí. Huimos volviendo sobre nuestros propios pasos, cayendo, levantándonos nuevamente, resbalando y deslizándonos. Yo miraba constantemente por encima del hombro para comprobar si la mujer nos seguía, luciendo su sonrisa y escudriñándonos con sos ojos rojos.

 Llegamos al Scout y Tookey se dobló en dos, apretándose el pecho.

  -¡Tookey! -exclamé, muy asustado-. ¿Qué...?

  -El corazón -respondió-. Hace cinco años, o más, que me martiriza. Llévame hasta el asiento de pasajeros, Booth, y salgamos inmediatamente de aquí.

 Pasé un brazo por debajo de su abrigo y lo llevé a rastras alrededor del vehículo y de alguna manera conseguí izarlo dentro. Echó la cabeza hacia atrás y ceró los ojos. Su piel estaba amarilla y parecía de cera.

 Rodeé corriendo el motor del Scout y casi tropecé con la niñita. Estaba junto a la portezuela del asiento del conductor, con sus trenzas, sin más abrigo que el exiguo vestido amarillo.

  -Señor -dijo con voz fuerte, clara, tan dulce como una bruma matinal-, ¿me ayudaría a buscar a mi madre? Se ha ido y tengo tanto frío...

  -Cariño -respndí-, cariño, será mejor que subas. Tu madre...

 Me interrumpí, y si hubo algún momento de mi vida en que estuve a punto de desmayarme, fue ese. Veréis, ella estaba allí, estaba arriba de la nieve, y no se veían pisadas, en ninguna dirección.
Entonces me miró, Francie, la hija de Lumley. No tenía más de siete años y seguiría teniéndolos durante una eternidad de noches. Su carita tenía un lúgubre color blanco cadavérico, y uno podría haberse hundido en el rojo y la plata de sus ojos. Y debajo del maxilar vi dos puntitos como alfilerazos, con los bordes espantosamente triturados.

 Me tendió los brazos y sonrió.

  -Álceme, señor -murmuró suavemente-. Quiero darle un beso. Después podrá llevarme a donde está mí mamá.

 Yo no quería hacerlo, pero no pude resistirme. Me incliné hacia adelante, con los brazos estirados. Ví cómo se abría su boca, vi los pequeños colmillosdentro del círculo rojo de sus labios. Algo resbaló por su barbilla, algo reluciente y plateado, y con un horror brumoso, lejano, remoto, me di cuenta de que le estaba chorreando la baba.

 Sus manecitas me rodearon el cuello y pensé: Oh, quizás no será tan desagradable, queizás no será tan desagradable, quizás después de un tiempo no será tan espantoso... Y en ese instante algo negro salió disparado del Scout y la golpeó en el pecho. Hubo una varahada de humo de extraño olor, un fogonazo que se extinguió un momento después, y en seguida ella se apartó, siseando. Su rostro se había crispado en una máscara vulpina de rabia, odio y dolor. Se volvió hacia el costado y... y desapareció. Lo que un segundo antes había estado allí, se trocó en un remolino de nieve con un vago aspecto humano. El viento no tardó en dispersarla por los campos.

  -¡Booth! -susurró Tookey-. ¡Date prisa!

 Y me di prisa. Pero no tanta como para no perder el tiempo de alzar lo que le había arrojado a la niñita al infierno. La Biblia de su madre.



 Eso ocurrió hace bastante tiempo. Ahor soy mucho más viejo y entonces ya no era un jovencito. Herb Tookey murió hace dos años. Se extinguió apaciblemente, por la noche. El bar continúa allí. Lo compraron un hombre de Waterville y su esposa, buena gente, que lo conservan más o menos como era antes. Pero no voy a menudo. Algo ha cambiado, desde que murió Tookey.

 En Jerusalem's Lot todo sigue como antes. Al día siguiente el sheriffencontró el coche de Lumley, sin gasolina, con la batería agotada. Ni Tookey ni yo dijimos nada. ¿Para qué? Y de vez en cuando alguien que anda haciendo auto-stop o que está caminando desaparece en esa comarca, en lo alto de Schoolyard Hill o cerca del cementerio Harmony Hill. Encuentran una mochila o un libro hinchado y blanqueado por la lluvia o la nieve, o algo por el estilo. Pero nunca a las personas.

 Aún tengo pesadillas acerca de aquella noche de tormenta en que fuimos allí. No tanto acerca de la mujer como acerca de la niña, y de la forma que sonrió cuando me tendió los brazos para que la alzara. Para poder besarme. Pero soy viejo y pronto llegará el momento en que acabarán los sueños.

 Es posible que vosotros mismos tengáis la oportunidad de viajar uno de estos días por el sur de Maine. La campiña es hermosa. Incluso es posible que os detengáis en el Tookey's Bar para tomar algo. No le cambiaron el nombre. De modo que bebed , y seguid mi consejo: poned directamente rumbo al norte, sin parar. Podéis hacer cualquier cosa, menos torced por la carretera que conduce a Jerusalem's Lot.
Sobre todo no lo hagáis después de que oscurezca. Por ahí ronda una niñita. Y sospecho que todavía espera su beso de despedida.



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17 diciembre 2015

Un trago de despedida (1ºparte)


El umbral de la noche (Night Shift) es el cuarto libro que el maese Stephen King publicó en 1978 y su primera antología de cuentos cortos. Es considerada una de las mejores pues cinco de los relatos que la componen han sido adaptados para cine: Camiones, A veces vuelven, El hombre de la cortadora de césped, Los chicos del maíz y La mujer de la habitación.

El primer relato que conocí de esta antología no fue a través de la editada por Plaza&Janés sino por Valdemar en 1995: Vampiras, chupadoras de sangre y al tratarse de una traducción propia el título cambió a Una para el camino pero originalmente fue traducido como Un trago de despedida. De alguna forma, se retoman la atmósfera de la novela Salem's Lot a través de una madre y una hija que han sido atrapadas por el mal que acecha a ese pueblo. Una historia inquietante y ambientada durante una de las tormentas de nieve que azotan a Maine durante el invierno. Esta ha sido una de las razones que me han animado a compartir (en dos partes) este relato:


UN TRAGO DE DESPEDIDA

  Eran las diez y cuarto y Herb Tooklander ya se disponía a cerrar por esa noche cuando el hombre del abrigo elegante y las facciones blancas, desencajadas, irrumpió en el "Tookey's Bar" que está en la parte norte de Falmouth. Era el 10 de enero, o sea, aproximadamente la época en que la mayoría de las personas aprenden a coexistir cómodamente con las resoluciones de Año Nuevo que no han cumplido y en la calle soplaba un cierzo de mil demonios. Antes de que oscureciera habían caído quince centímetros de nieve, y después la nevada había seguido copiosa y espesa. Habíamos visto pasar dos veces a Billy Larribee montado en lo alto de la cabina de quitanieves del Ayuntamiento, y la segunda vez Tookey le llevó una cerveza. Mi madre habría dicho que ése era un acto de pura misericordia, y Dios sabe que en su tiempo ella trasegó abundantes cervezas de las que vendía Tookey. Billy le informó que conseguían mantener despejada la carretera principal, pero que las comarcales estaban bloqueadas y probablemente seguirían estándolo hasta la mañana siguient. La radio de Portland pronosticaba otros treinta centímetros y un viento de sesenta kilómetros por hora que levantaría barreras con la nieve.

  Tookey y yo estábamos solos en el bar, oyendo cómo el viento aullaba en los aleros y mirando cómo las llamas danzaban en la chimenea.

  -Toma un trago de despedida -dijo Tookey-. Voy a cerrar.

  Sirvió un vaso para mí y otro para él y fue entonces cuando se abrió la puerta y el desconocido entró tambaleándose, con los hombros y el pelo cubiertos de nieve, como si se hubiera revolcado en azúcar de repostería. El viento lanzó en pos de él una ráfaga de nieve fina como arena. 

  -¡Cierre la puerta! -le gritó Tookey-. ¿Acaso ha nacido en un establo?

  Nunca había visto a un hombre que pareciera tan despavorido. Parecía un caballo que hubiera pasado toda la tarde comiendo ortigas. Sus ojos giraron en las órbitas en dirección a Tookey y exclamó:

  -Mi esposa... mi hija...- y se desplomó en el suelo, desmayado.

  -Santo cielo -exclamó Tookey-. Cierra la puerta, Booth, ¿quieres?

  Fui y la cerré, aunque me resultó bastante difícil empujarla por la fuerza del viento. Tookey estaba apoyado sobre una rodilla y mantenía alzada la cabeza del desconocido y le daba palmadas en las mejillas. Me acerqué a él y en seguida me di cuenta de que era algo grave. Tenía la cara congestionada, pero con algunas manchas grises, y cuando has pasado muchos inviernos en Maine desde que Woodrow Wilson fue presidente, como los he pasado yo, sabes que esas manchas grises son un síntoma de congelación.

  -Se ha desmayado -dijo Tookey-. Trae el coñac del estante, ¿quieres?

  Fui a buscarlo y lo traje. Tookey le había abierto el abrigo. Este se había recuperado un poco: tenía los ojos entreabiertos y musitaba algo con voz inaudible. 

  -Sírvele una medida -ordenó Tookey.

  -¿Nada más? -le pregunté.

  -Este brebaje es dinamita -respondió Tookey-. No conviene cargale demasiado el carburador.

  Serví la medida y miré a Tookey. Éste hizo un ademán afirmativo.

  -Échaselo al buche.

  Obedecí. fue un espectáculo digno de ver. El hombre se estremeció de pies a cabeza y empezó a toser. Su cara se puso más roja. Sus párpados, que habían estado a media asta, se abrieron como los visillos de una ventana. Me alarmé un poco, pero Tookey se limitó a sentarlo como si fuera un bebé crecido y le palmeó la espalda.

  El hombre tuvo arcadas y Tookey volvió a palmearlo.

  -Aguántelo -dijo-. El coñac es caro. El hombre tosió otro poco, pero ya se estaba calmando. Pude estudiarlo bien por primera vez. Un petimetre, sin duda, y del sur de Boston, conjeturé. Usaba guantes de cabritilla, caros pero delgados. Probablemente, tenía más manchas grises en las manos, y podría considerarse afortunado si no perdí algún dedo. Su abrigo era elegante, sí señor: por lo menos, trescientos dólares. Usaba unos botines que apenas le llegaban a los tobillos, y empecé a temer por los dedos de los pies.

  -Mejor -dijo.

  -Estupendo -asintió Tookey-. ¿Puede acercarse al fuego?

  -Mi esposa y mi hija -exclamó-. Están ahí afuera... en la tormenta.

  -Cuando lo vi entrar me di cuenta de que no estaba en su casa, iendo TV -respondió Tookey-. Podrá contárnoslo junto al fuego mejor que aquí en el suelo. Ayúdalo, Booth.

  Se levantó pero dejó escapar un gruñido e hizo mueca de dolor. Volví a temer por los dedos de los pies, y, me pregunté por qué Dios engendraba neoyorquinos idiotas que se aventuraban a viajar en coche por el sur de Maine en medio de un temporal de nieve. También me pregunté si su esposa y su hijita estaban más abrigadas que él.

  Lo guiamos hasta la chimenea y lo hicimos sentar en una mecedora que había sido el asiento favorito de la señora Tookey hasta que falleció en el 74. La señora Tookey era la responsable principal de la decoración de ese local, acerca del cual habían escrito en el Down East y en el Sunday Telegram y una vez incluso en el suplemento dominical del Boston Globe. Es más parecido a un pub inglés que a un bar, con un sólido piso de madera, asegurado con clavija y no con clavos; la barra de madera de arce; el viejo techo con vigas de granero, y la descomunal chimenea de piedra. A la señora Tookey se le ocurrieron algunas ideas después de que se publicó el artículo en el Down Eas, y quizo bautizar el local con el nombre de "Tookey's Inn" o "Tookey's Rest", y confieso que esto le habría dado un aire colonial , pero yo prefiero el viejo y sencillo "Tookey's Bar". Una cosa es presumir en verano, cuando todo se llena de turistas, y otra muy distinta es hacerlo en invierno, cuando debes convivir con tus vecinos. Y había habido muchas noches de invierno, como ésa, que Tookey y yo habíamos pasado solos, bebiendo whisky y agua o sólo unas cervezas. Mi propia Victoria murió en el 73, y el "Tookey's Bar" era el lugar donde podías encontrar suficientes voces para acallar el canto agorero de las chotacabras. Aunque sólo estuviéramos Tookey y yo, me bastaba. No habría sentido lo mismo si eso se hubiera llamado "Tooke's Rest". Es absurdo pero cierto.

   Colocamos al hombre frente al fuego y empezó a tiritar con más fuerza que antes. Se abrazó las rodillas y le castañeteaban los dientes y unas gotas de mucosidad transparente chorrearon de la punta de su nariz. Creo que empezaba a darse cuenta de que otros quince minutos ahí fuera podrían haber bastado para matarlo. No se trata de la nieve sino del viento glacial. Te quita el calor.

  -¿Dónde se apartó de la carretera?- le preguntó Tookey.

  -Nue-nueve ki-kilómetros al s-sur de aquí. Tookey y yo nos miramos, y de pronto me recorrió un escalofrío. Por todo el cuerpo.

  -¿Está seguro? -insistió Tookey-. ¿Caminó nueve kilómetros por la nieve?

   Hizo un ademán afirmativo con la cabeza.

  -Verifiqué el cuen-cuenta kilómetros cuando pasamos por la ciudad. Seguía instrucciones... íbamos a visitar a la hermana de mi esposa... en Cumberland... nunca habíamos estado allí... Somos de Nueva Jersey.

   Nueva Jersey. Si alguien está rematadamente tonto que un neoyorquino ése es un habotante de Nueva Jersey.

  -¿Nueve kilómetros, está seguro? -se obstinó Tookey.

  -Sí, totalmente seguro. Encontré el desvío pero estaba bloquedado por la nieve. 
 
  Tookey lo cogió por los brazos. Bajo el resplandor fluctuante de las llamas su rostro parecía tnso y pálido, diez años mayor de los sesenta y seis que en verdad tenía.

  -¿Dobló a la derecha?

  -Sí, a la derecha. Mi esposa...

  -¿Vió un cartel?

  -¿Un cartel? -miró a Tookey, perplejo, y se limpió la punta de la nariz-. Claro que sí. Seguía las instrucciones: atraviesa Jerusalem's Lot por Jointner Avenue y sigue hasta la rampa de la entrada de la 295 -nos miró alternativamente a Tookey y a mí. Fuera el viento silbaba y gemía entre los aleros-. ¿No era ése el camino, señor?

  -Jerusalem's Lot -dijo Tookey, en voz baja que fue casi inaudible- ¡Dios mío!

  -¿Qué sucede? -preguntó el hombre. Había empezado a subir el tono- ¿No era ese el camino? Quiero decir, la carretera parecía bloqueada, pero pensé... si hay una ciudad ahí, los quitanieves saldrán y... y entonces yo...

   Sus palabras se acallaron progresivamente.

-Booth -me dijo Tookey, siempre en voz baja-. Coge el teléfono. Llama al sheriff.

-Claro que era el camino -prosiguió el idota de Nueva Jersey- ¿Qué les sucede, al fin y al cabo? Cualquiera diría que han visto un fantasma.

-No hay fantasmas en Lot, señor -respondió Tookey- ¿Les ordenó que se quedaran en el coche?

-Claro que sí -exclamó, como si lo hubieran ofendido-. No estoy loco.

   Bien, yo no había jurado que no lo estaba.

  -¿Cómo se llama? -le pregunté-. Para darle su nombre al sheriff

  -Lumley -contestó-. Gerard Lumley

   Empezó a discutir nuevamente con Tookey y yo me encaminé hacia el teléfono. Cogí el auricular y sólo oí un silencio mortal. Pulsé las clavijas un par de veces. Nada.

Volví. Tookey le había servido a Gerard Lumley otra ración de coñac, y que ahora le bajaba mucho más fácilmente.

  -¿Había salido? -inquirió Tookey.

  -La línea está cortada.

  -¡Maldición! -gruñó Tookey, y nos miramos. Fuera arreció el viento, que lanzó un torbellino de nieve contra las ventanas.

   Lumley volvió a mirarnos, primero a Tookey luego a mí.

-Bueno, ¿ninguno de ustedes tiene coche? -preguntó. Su tono era nuevamente ansioso-. Ellas deben mantener el motor en marcha para que funcione la calefacción. Sólo me queda un cuarto de depósito de gasolina y tardé hora y media en... Escuchen, ¿quieren hacer el favor de contestarme?

   Se levantó y cogió a Tookey por la camisa.

  -Señor -dijo Tookey-, creo que a su seso se le ha disparado una mano.

   Lumley miró su mano, después miró a Tookey, y a continuación lo soltó.

  -Maine -siseó. Fue como si articulara una obscenidad contra la madre de un enemigo-. Está bien -prosiguió- ¿Dónde está la gasolinera más próxima? Deben de tener un camión-grúa...

  -La gasolinera más próxima está en Falmouth Center -expliqué-. A casi cinco kilómetros de aquí.

  -Gracias -respondió, con un acento un poco sarcástico, y se encaminó hacia la puerta, abrochándose el abrigo.
  -Pero está cerrada -agregué. Se volvió lentamente y nos miró.

  -¿Qué dice, amigo?

  -Intenta hacerle entender que el propietario de la gasolinera de Falmouth Center es Billy Larribee, y que Billy está pilotando el quitanieves, condenado imbécil -explicó Tookey pacientemente-. Ahora, ¿por qué no viene aquí y se sienta, antes de que le reviente el hígado?

   Retrocedió, aturdido y asustado.

  -¿Quieren decir que no pueden... que no hay...? 
 
  -No quiero decir nada -espetó Tookey-. Aquí el único que habla es usted, y si se callara un momento podríamos buscar una solución.

  -¿Qué ciudad es esa, Jerusalem's Lot? -preguntó- ¿Por qué la carretera estaba bloqueada por la nieve? ¿Por qué no se veían luces?

  -Jerusalem's Lot ardió hace dos años -contesté.

  -¿Y no la reconstruyeron? -me miró con expresión incrédula.

  -Eso parece -respondí y miré a Tookey- ¿Qué haremos?

  -No podemos dejarlas allí -dictaminó.

   Me acerqué a él. Lumley se había alejado para mirar la noche tormentosa por la ventana.

  -¿Y si ya las ha pillado? -inquirí.

  -No podemos descartar esa posibilidad -murmuró Tookey- Pero tampoco estamos seguros. Tengo mi Biblia en el estante. ¿Todavía llevas encima tu medallón papal?

   Saqué el crucifijo de debajo de la camisa y se lo mostré. Nací y me críe en la religión congregacional, pero la mayoría de las personas que viven cerca de Lot usan algo... un crucifijo, una medalla de San Cristóbal, un rosario, cualquier cosa. Porque hace dos años, en el transcurso de un oscuro mes de octubre, Lot tuvo un final trágico. A veces, muy tarde, cuando sólo había unos pocos parroquianos habituales reunidos alrededor de la chimenea de Tookey, se hablaba de eso. O mejor dicho, se rozaba el tema. Veréis, los habitantes de Lot empezaron a desaparecer. Primero unos pocos, después unos pocos más, luego muchos. Cerraron las escuelas. La ciudad quedó deshabitada durante casi un año. Oh, alguna gente se mudó allí -sobre todo idiotas de otras comarcas como el magnífico ejemplar que ahora teníamos entre nosotros-, gente atraída por los precios bajos de la propiedad. Pero nadie duraba mucho. Algunos se fueron uno o dos meses después de haber llegado. Los otros... bien, desaparecieron. Hasta que la ciudad fue arrasada por el fuego. Esto sucedió al finalizar un largo otoño muy seco. Se dice que el incendio partió de Marsten House, edificada sobre la colina que se levanta junto a Jointner Avenue, pero nadie sabe, hasta ahora, cómo se inició. Ardió sin control durante tres días. Después, durante un tiempo, reinó la paz. Y de pronto las cosas volvieron a empeorar.

  Sólo una vez oí pronunciar la palabra "vampiros". Aquella noche un camionero loco de los alrededores de Freeport, llamado Richie Messina, estaba en el bar de Tookey, muy borracho.

  -Cristo -rugió ese gigante que parecía medir tres metros con sus pantalones de lana y su camisa a cuadros y sus botas con ribetes de lana- ¿Tenéis tanto miedo de decirlo en voz alta? ¡Vampiros!¿En esn eso en lo que pensáis todos, verdad? ¡Dios y rediós! ¡Como una pandilla de críos asustados por una película! ¿Sabéis qué es lo que hay en Jerusalem's Lot? ¿Queréis que os lo diga? 
 
  -Sí, dilo, Richie -dijo Tookey. Se había hecho un silencio de tumba en el bar. Se oía crepitar la leña, y la ligera llovizna de de noviembre caía fuera en medio de la oscuridad-. Adelante, te escuchamos.

  -Lo que hay allí es una jauría de perros sin dueño- nos informó Richie Messina-. Eso es lo que hay. Eso y un montón de viejas a las que les gusta una buena historia de aparecidos. Caray, por ochenta dólares iría allí y dormiría en esa casa embrujada que tanto os preocupa. ¿Qué decís? ¿Alguien quiere apostar?

Pero nadie quiso. Richie era un fanfarrón y un borracho peligroso y nadie lloraría en su entierro, pero tampoco nadie quería verlo entrar en Jerusalem's Lot por la noche.

  -Me cago en todos vosotros -prosiguió Richie-. Tengo mi llave inglesa en el camión y con eso me bastará para enfrentarme a cualquiera en Falmouth, Cumberland o Jerusalem's Lot. Y allí es donde iré.

   Salió del bar dando un portazo y nadie dijo nada durante un rato. Hasta que Lamont Henry murmuró, en voz muy baja:

  -Nadie volverá a ver a Richie Messina. Santo cielo -y Lamont, al que habían inculcado la religión metodista desde la cuna, se persignó.

  -Cuando se le pase la mona, cambiará de idea -comentó Tookey pero parecía intranquilo-. Volverá a la hora de cerrar y dirá que todo había sido una broma.

   Pero esta vez acertó Lamont, porque nadie volvió a ver a Richie. Su esposa explicó a la policía que, a su juicio, se había ido a Florida para escaparde unos acreedores, pero la verdad se reflejaba en sus ojos: enfermos, asustados. Antes de que pasara mucho tiempo, se mudó a Rhode Island. Quizá pensó que Richie volvería a buscarla una noche oscura . Y yo no juraría que no lo habría hecho.

   Ahora Tookey me miraba y yo miraba a Tookey mientras volvía a guardar el crucifijo bajo la camisa. Nunca ma había sentido tan alterado ni asustado en mi vida.

  -No podemos dejarlas allí, Booth -repitió Tookey.

  -Sí, lo sé.

   Seguimos mirándonos y después Tookey estiró la mano y me cogió por le hombro.

  -Eres un buen hombre, Booth -murmuró. Eso bastó para estimularme un poco. Aparentemente, cuando superas los setenta, la gente empieza a olvidar que eres un hombre, o que alguna vez lo has sido.
   Tookey se acercó a Lumley y anunció:

  -Tengo un Scout con tracción en las cuatro ruedas. Lo sacaré.

  -Por el amor de Dios, hombre, ¿por qué no lo dijo antes? -habría dado media vuelta junto a la ventana y miraba colérico a Tookey- ¿Por qué perdió diez minutos andando con tantos rodeos?

   Tookey respondió con voz muy baja:

-Cierre el pico, señor. Y si siente ganas de volver a abrirlo, recuerde que fue usted quien viró por la carretera bloqueada en medio de la maldita ventisca.

   Lumley se disponía a contestar, pero luego optó por callarse. Se le habían congestionado las mejillas. Tookey fue a sacar su Scout del garaje. Yo hurgué debajo de la barra en busca de su botellín cromado y lo llené de coñac. Sospechaba que lo necesitaríamos antes de que terminara la noche.

   ¿Habéis estado alguna vez en medio de una ventisca en Maine?

   La nieve cae tan espesa y fina que parece arena y suena como arena, al azotar los costados del coche o la camioneta. Nadie usa las luces largas porque se reflejan en la nieve y no te dejan ver a tres metros de distancia. Con las luces cortas puedes quizás ver a cinco metros. Pero yo tolero la nieve. Lo que no soporto es el viento, cuando sopla con fuerza y empieza a aúllar, formando cien macabras configuraciones voladoras en los remolinos de nieve y clamando como si confluyeran en él todo el odio y el dolor y el miedo del mundo. En la garganta de la ventisca se agazapa la muerte, la muerte blanca... Y quizás algo que trasciende a la muerte. No es agradable oír ese ruido cuando estás arrebujado y cómodo en tu cama con las persianas trabadas y las puertas cerradas con llave. Y es mucho peor cuando viajas. Y nosotros viajábamos, para colmo, rumbo a Jerusalem's Lot.

  -¿No puede acelarar un poco más? -preguntó Lumley.

  -Es curioso que alguien que llegó semicongelado -respondí-, tenga tanta prisa por volver a seguir su camino a pie.

   Me echó una mirada rencorosa , perpleja y no volvió a hablar. Avanzábamos por la carretera a una velocidad estable de treinta y ocho kilómetros por hora. Era difícil admitir que Billy Larribee había despejado ese trecho hacía una hora: lo habían cubierto otros cinco centímetros y el viento levantaba nuevos montículos. Las rafagas más fuertes zarandeaban al Scout sobre los amortiguadores. Los faros iluminaban un vacío blanco arremolinado delante de nosotros. No nos habíamos cruzado con un solo vehículo.

   Aproximadamente diez minutos más tarde Lumley resolló:

  -Eh, ¿qué es eso?

   Señalaba hacia mi lado. Yo estaba mirando fijamente hacia el frente. Me volví pero fue demasiado tarde. Me pareció ver una figura agazapada que quedaba detrás, en medio de la nieve, pero también podría haber sido el fruto de mi imaginación.

  -¿Qué era -pregunté- ¿Un ciervo?

(Continuará)




***

11 diciembre 2015

Historia de Navidad a lo Capote



Hace como veinte años compré en una librería de viejo (alguna de las que se encuentran en la calle de Donceles, en el Centro Histórico) la historia de Desayuno en Tiffany's original de Truman Capote. En esa edición de editorial Planeta también incluyeron uno de los cuentos que este autor ambientó en la época navideña. Según he leido, Historia de Navidad, contiene muchos elementos autobiográficos de Capote. Y fuera de las historias 'clásicas' de esta temporada, la de Buddy y su prima, es una de mis favoritas y siempre que la releo vuelve a enternecerme y a emocionarme :)


Historia de Navidad
 
 
Una mañana de últimos de noviembre. Un amanecer de invierno, hace más de veinte años. La cocina de una vieja casa espaciosa en una aldea. Constituye su rasgo principal una gran estufa negra; pero hay también una gran mesa redonda y una chimenea con dos mecedoras colocadas ante ella. Aquel día comenzaba en la chimenea el rugido invernal.

Una mujer de pelo corto y canoso está de pie ante la ventana de la cocina. Lleva zapatos de tenis y un informe suéter gris sobre un vestido de algodón veraniego. Es pequeña y vivaracha como una gallinita de bantam; pero, debido a una larga enfermedad de la infancia, sus hombros son lastimosamente gibosos. Su rostro es singular..., parecido al de Lincoln, así de áspero, curtido por el sol y el viento; pero también es delicado, de fino trazo, y sus ojos son tímidos, color de cereza.

  -¡Oh, madre mía! -exclama, empañando el vidrio de las ventanas con su aliento-. ¡Llegó el tiempo de los pasteles de fruta!

La persona a quien habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y pico. Somos primos, muy distantes, y hemos vivido juntos..., bueno, desde que yo puedo recordar. Viven en la casa otras personas, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y con frecuencia nos hacen llorar, en general no advertimos mucho su existencia. Somos el mejor amigo uno de otro. Me llama Buddy, en recuerdo de un muchacho que fue antes su mejor amigo. El otro Buddy murió en 1880 y tantos, cuando ella era todavía una niña. Ahora es todavía una niña.

  -Lo supe antes de levantarme -dice, alejándose de la ventana con una excitada decisión en los ojos-. ¡La campana de la Audiencia sonaba tan fría y clara! Y no había pájaros que cantasen; se habían marchado a tierras más cálidas, sí. ¡Oh, Buddy deja de tragar bizcochos y trae nuestro carrito! Ayúdame a buscar mi sombrero. Tenemos que hacer treinta pasteles.

Siempre lo mismo: llega una mañana de noviembre y mi amiga, como inaugurando oficialmente la época navideña que alboroza su imaginación y aviva las llamas de su corazón, anuncia: «¡Llegó el tiempo de los pasteles de frutas! trae nuestro carrito. Ayúdame a buscar mi sombrero».

Se encuentra el sombrero, una rueda de paja adornada con rosas de terciopelo que la intemperie ha marchitado: en otro tiempo perteneció a una parienta muy elegante. Los dos juntos empujamos nuestro carrito, un destrozado coche de niño, hacia el jardín y hacia un bosquecillo de pacanas. El carrito es mío, es decir, fue comprado para mí cuando nací. Está hecho de mimbre, bastante desbaratado, y las ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un servidor leal; en primavera, lo llevamos a los bosques y lo llenamos de flores, hierbas, helechos para las macetas de nuestra galería; un verano, lo cargamos con provisiones para el picnic y con cañas de azúcar para pescar, y lo empujamos hasta la orilla del arrollo; también tiene sus usos invernales: transportar leña del patio a la cocina, servir de cama tibia para Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, vigorosa, que ha sobrevivido a enfermedades y a dos mordeduras de serpientes de cascabel. Ahora Queenie va trotando junto al carrito.

Tres horas más tarde estamos de regreso en la cocina con una carretada de pacanas caídas de los árboles. Nos dolía la espalda por el esfuerzo de recogerlas: era difícil encontrarlas (puesto que la cosecha principal había sido recogida sacudiendo los árboles y vendida por los propietarios de la huerta, que no éramos nosotros) entre las hojas que las ocultaban y la hierba escarchada y engañadora. ¡Craaac! Un alegre crujido y estallidos de un trueno en miniatura se oyen cuando se rompen las cáscaras y el dorado montón de dulces almendras aceitosas y marfileñas aumenta en la vasija de criolita. Queenie pide que lo dejemos probar, y de cuando en cuando mi amiga le da furtivamente un trocito, aunque insistiendo en que con ello nos privamos.

  -No debemos, Buddy. Si empezamos, no pararemos. Y apenas si alcanza con esto. Para treinta pasteles.

La cocina está oscureciéndose. El crepúsculo convierte la ventana en un espejo: nuestro reflejo se mezcla con la luna naciente mientras trabajamos junto a la chimenea al resplandor del fuego. Por último, cuando la luna ya está alta, arrojamos la última cáscara al fuego y, suspirando al unísono, la vemos encenderse. El carrito está vacío, la vasija llena hasta el borde.

Cenamos (bizcochos fríos, tocino, dulce de zarzamora) y discutimos sobre lo que haremos mañana. Mañana empieza la clase de trabajo que me gusta más: comprar. Cerezas y sidra, jengibre y vainilla, pasas y nueces y whisky, y, ¡oh, tanta harina, mantequilla, tantos huevos, especias, esencias! ¡Caramba, necesitaremos un pony para tirar del carrito hasta la casa!

Pero antes de que se puedan efectuar esas compras, está la cuestión del dinero. Ninguno de los dos lo tiene. Excepto las miserables sumas que alguna vez obtenemos de las personas de la casa (diez centavos se considera una gran cantidad), o lo que ganamos con ciertas actividades: ventas diversas, de cubos llenas de moras cosechadas por nosotros, tarros de mermelada y jalea de manzana y conservas de melocotón hechas en casa, flores para los entierros y las bodas. Una vez ganamos un concurso sobre el fútbol nacional. No es que entendiéramos nada de fútbol. Es, simplemente, que participamos en cualquier concurso de que tuviéramos noticias: en aquel momento nuestras esperanzas se cifraban en el gran premio de cincuenta mil dólares ofrecidos para dar nombre a una nueva marca de café (propusimos «A.M.»; y después de alguna vacilación, pues mi amiga pensaba que acaso sería sacrílego el slogan «A.M. Amén»). Para decir la verdad, nuestra única empresa «realmente» provechosa fue el Museo de Rarezas y Diversiones que organizamos en el cobertizo de un patio, dos veranos antes. Las Diversiones consistían en una linterna mágica con vistas de Washington y de Nueva York que nos prestó una parienta que había estado en aquellos lugares (y se puso furiosa cuando descubrió para qué se la habíamos pedido); las Rarezas, un polluelo de tres patas empollado por una de nuestras gallinas. Todo el mundo quería ver aquel polluelo; hacíamos pagar un níquel a los mayores y dos centavos a los niños. Y habíamos colectado lo menos veinte dólares cuando se cerró el museo por la muerte de la principal atracción.

Pero de una manera o de otra, cada año reuníamos unos ahorros para Navidad, el Fondo de los Pasteles de Frutas. Guardábamos ese dinero en una vieja bolsa de cuentas, bajo una tabla suelta del piso, bajo el orinal, bajo la cama de mi amiga. Rara vez sacamos la bolsa de su seguro escondrijo, excepto para depositar dinero o, como sucede cada sábado, para retirarlo; pues los sábados se me conceden diez centavos para ir al cine. Mi amiga no ha ido nunca al cine ni piensa ir. Dice:

  -Prefiero que me lo cuentes, Buddy. De esssta manera puedo imaginar más. Por otra parte, una persona de mi edad no debe gastarse la vista. Cuando el Señor venga, que pueda verlo claramente.

Además de no haber visto nunca una película, nunca tampoco había: comido en un restaurante, viajado hasta más de cinco millas de la casa, recibido o enviado un telegrama, leído nada excepto tebeos y la Biblia, usado maquillaje, maldecido, deseado mal a nadie, mentido a sabiendas, dejado que un perro hambriento siguiera hambriento. He aquí algunas cosas que ha hecho y que hace: mató con un azadón la mayor serpiente de cascabel que se ha visto en este condado (de dieciséis anillos), toma rapé (secretamente), domestica colibríes (hagan la prueba) hasta que se posen sobre su dedo, cuenta historias de fantasmas (ambos creemos en fantasmas) tan escalofriantes que le hielan a uno en Julio, habla sola, pasea bajo la lluvia, cultiva las más hermosas camelias japonesas de la población y sabe la receta de toda clase de viejas curaciones indias, incluyendo un remedio mágico para extirpar verrugas.

Ahora, terminada la cena, nos retiramos a nuestra habitación, situada en una parte remota de la casa, donde mi amiga duerme en una cama de hierro cubierta con una vieja colcha y pintada de rosa, su color favorito. Silenciosamente, entregados a los placeres de la conspiración, sacamos la bolsa de su escondrijo y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de a dólar apretadamente enrollados y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de a cincuenta centavos, lo bastante pesadas para mantener cerrados los ojos de un muerto. Hermosas piezas de a diez, la moneda más viva, la que realmente tintinea. Níqueles y cuartos de dólar, pulidos por el uso como guijarros de arrollo. Pero, más que nada, un odioso montón de centavitos de color acre. El verano pasado los otros de la casa convinieron en pagarnos un centavo por cada veinticinco moscas que matáramos. ¡Oh, la carnicería de agosto, las moscas que volaron al cielo! Sin embargo, ése no era un trabajo que nos enorgulleciera. Y mientras estábamos sentados contando centavos, era como si volviéramos a hacer el recuento de moscas muertas. Ninguno de los dos tenía cabeza para los números; contábamos lentamente, nos equivocábamos, volvíamos a empezar. De acuerdo con los cálculos de mi amiga, tenía $ 12.73. Según los míos, exactamente $13.

  -Espero que te hayas equivocado, Buddy. NNNo podemos hacer nada con trece. Los pasteles saldrían mal. O alguien iría al cementerio. ¡Ni pensar en levantarme de la cama el día trece!

Eso es verdad: mi amiga siempre pasa los días trece en la cama. Por lo tanto, para asegurarnos, separamos un centavo y lo arrojamos por la ventana.

De todos los ingredientes que componen nuestros pasteles de frutas, el whisky es el más caro, así como el más difícil de obtener: las leyes estado prohíben su venta. Pero todo el mundo sabe que se puede comprar una botella al señor Jajá Jones. Al día siguiente, terminada nuestras compras más prosaicas, nos dirigimos al establecimiento del señor Jajá, un «pecaminoso» ( según la opinión pública) café, donde hay baile y frituras de pescado, a la orilla del río. Habíamos estado allí antes y con el mismo objeto; pero los años anteriores tratamos con la esposa de Jajá, una india oscura como el yodo, pelo oxigenado color latón y un aire de extrema fatiga. Nunca, en verdad, habíamos visto a su marido, aunque habíamos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navaja en las mejillas. Lo llaman Jajá porque es muy ceñudo, un hombre que nunca ríe.

A medida que nos acercábamos al café (larga cabaña de troncos, festoneada dentro y fuera con filas alegres y deslumbradoras bombillas eléctricas, que se levantaban junto a la orilla fangosa del río, bajo la sombra de árboles ribereños donde el musgo sube entre las ramas como niebla gris), nuestros pasos se hacían más lentos. Hasta Queenie deja de corretear y anda muy pegada a nosotros. Ha habido asesinatos en el café de Jajá. Personas despedazadas. Descalabradas. Hay un caso que irá al tribunal el mes próximo. 
Naturalmente, tales sucesos ocurren por la noche, cuando las luces de colores proyectan dibujos fantásticos y el fonógrafo aúlla. De día, el establecimiento de Jajá se ve mísero y desierto. Llamo a la puerta, Queenie ladra, mi amiga grita:

  -¿Señora Jajá? ¿Señora? ¿Hay alguien en la casa?

Pasos. La puerta se abre. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es el propio señor Jajá Jones! Y «es» un gigante; y «sí» tiene cicatrices; y «no» sonríe. Ceñudo, nos mira con ojos oblicuos de Satán y pregunta:

  -¿Qué quieren de Jajá?

Por un momento estamos demasiado paralizados para contestar. Al fin mi amiga encuentra a medias su voz, un susurro de voz a lo sumo:

  -Si nos hace el favor, señor Jajá, quisiérrramos un litro de su mejor whisky.

Sus ojos se inclinan más. ¿Quién lo creería? ¡Jajá está sonriendo! Es más, ríe.

  -¿Quién de ustedes es el bebedor?

  -Es para hacer pasteles de fruta, señor Jaaajá. Para cocinar.

Eso lo calma. Frunce el ceño.

  -¡Qué manera de malgastar el buen whisky!

No obstante, se retira dentro del sombrío café y unos segundos más tarde aparece con una botella sin etiqueta llena de licor de un amarillo de margarita. Muestra su reflejo a la luz del sol y dice:

  -Dos dólares.

Le pagamos con monedas de a diez, cinco y un centavo. De pronto, mientras agita las monedas en su mano como si fuesen dados, su cara se suaviza.

  -¿Saben qué les digo? -propone, volviendo a meter el dinero en nuestra bolsa de cuentas-. En vez de pagar, mándenme uno de esos pasteles de frutas.

  -Bueno -observa mi amiga por el camino de regreso a casa-, es un hombre encantador. Pondremos una taza más de pasas en «su» pastel.

La estufa negra, cargada de carbón y leña, resplandece como una calabaza iluminada por dentro. Las batidoras de huevo giran, las cucharas revuelven las vasijas de mantequilla y azúcar, la vainilla endulza el aire, el jengibre lo hace picante; una mezcla de olores que producen hormigueo a las narices, satura la cocina, se difunde por la casa, se esparce por el mundo en bocanadas de humo de la chimenea. En cuatro días nuestra obra ha terminado. Treinta y un pasteles, empapados de whisky, en los antepechos de las ventanas y los anaqueles.

¿Para quién son?

Amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: realmente, la mayor parte están destinados a personas a quienes hemos visto quizá una vez, quizá nunca. Personas que han impresionado nuestra imaginación. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y su esposa, misioneros baptistas en Borneo que dieron conferencias aquí el invierno anterior. O el pequeño afilador que viene a recorrer la aldea dos veces al año. O Abne Packer, el conductor del autocar de Mobile de las seis, con quien cambiamos ademanes de saludo cada día cuando pasa en una nube veloz de polvo. O los jóvenes Wiston, una pareja de California, cuyo coche una tarde se averió frente a la casa y pasaron una hora agradable charlando con nosotros en la galería (el joven señor Wiston nos sacó una instantánea, la única fotografía que nos han hecho en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga es tímida con todo el mundo «excepto» con los extraños, que esos extraños, y las relaciones más fugaces, nos parecen ser nuestros verdaderos amigos? Creo que sí. También los álbumes donde guardábamos las palabras de agradecimiento en papel de carta de la Casa Blanca, alguna que otra comunicación de California y Borneo, las postales de a centavo del afilador, nos hacían sentirnos unidos a unos mundos extraordinarios más allá de la cocina con sus vistas a un cielo limitado.

Ahora la rama desnuda de una higuera, en diciembre, roza la ventana. La cocina está vacía, los pasteles han desaparecido ayer llevamos el último de ellos a la oficina de correos, donde el importe de los sellos dejó vacía nuestra bolsa. Estábamos sin un centavo. Esto me deprime, pero mi amiga insiste en celebrarlo..., con dos dedos de whisky que queda en la botella de Jajá. Damos a Queenie una cucharada en una taza de café (le gusta el café con sabor de achicoria y fuerte). El resto lo dividimos entre dos copas. Ambos amedrentados ante la perspectiva de tomar whisky puro; su sabor provoca gestos contraídos y estremecimientos. Pero poco a poco nos ponemos a cantar, cada uno diferentes canciones, simultáneamente. No sé la letra de la mía, sólo: «Ven, ven a la ciudad oscura, al baile de los faroleros». Pero sé bailar: quiero ser un bailarín de cine. Mi sombra danzante retoza sobre las paredes; nuestras voces sacuden la vajilla; reímos como si manos invisibles nos hicieran cosquillas. Queenie rueda sobre su espalda, sus patas se agitan en el aire, algo como una sonrisa estira sus labios negros. Por dentro me siento arder y chispear como esos leños que se desmoronan, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga da vueltas de vals en torno a la estufa, sosteniendo entre sus dedos el borde de su pobre falda de algodón como si fuera un vestido de baile. «Enséñame el camino para ir a casa», canta, mientras sus zapatos de tenis chirrían sobre el piso. «Enséñame el camino para ir a casa...»

Entran dos parientas. Muy enojadas. Potentes, con ojos que escarban, lenguas que escaldan. Escuchad lo que tienen que decir, palabras que caen con tono iracundo:

  -¡Un niño de siete años! ¡Whisky en su allliento! ¿Has perdido el juicio? ¡Licor a un niño de siete años! ¡Si serás necia! ¡Camino a la perdición! ¿Recuerdas a la prima Kate? ¿Al tío Charlie? ¿Al cuñado del tío Charlie? ¡Vergüenza! ¡Escándalo! ¡Humillación! ¡Arrodíllate, reza, ruega al señor!

Queenie se esconde bajo la estufa. Mi amiga mira sus zapatos, su barbilla tiembla, levanta su falda y se limpia la nariz y corre a su habitación. Cuando ya hace mucho que la ciudad duerme y la casa está silenciosa, excepto por los relojes al dar las horas y el chisporroteo de los fuegos que van apagándose, está llorando sobre una almohada ya tan mojada como el pañuelo de una viuda.

  -No llores -le digo, sentado a los pies deee su cama y temblando a pesar de mi camisa de noche de franela que huele a jarabe para la tos del invierno pasado-. No llores -le ruego tironeándole los dedos de los pies y haciéndole cosquillas-, eres demasiado vieja para eso.

  -Es porque -dice en un hipo- soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.

  -No ridícula. Divertida. Más divertida qqque nadie. Oye: si no dejas de llorar, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar un árbol.

Se incorpora. Queenie salta sobre la cama (cosa que le está prohibida) y le lame las mejillas.

  -Sé donde encontraremos árboles verdaderammmente hermosos, Buddy. Y acebo también. Con bayas grandes como tus ojos. Es muy adentro de los bosques. No hemos ido nunca tan lejos. Papá nos traía árboles de Navidad de allí; los cargaba sobre su hombro. De eso hace cincuenta años. Bueno, ¡no puedo esperar la mañana!

Mañana. La hierba resplandece con la escarcha; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como las lunas del tiempo cálido, se alza en equilibrio sobre el horizonte, pule los bosques plateados de invierno. Un pavo silvestre canta. Un cerdo vagabundo gruñe entre la maleza. Pronto, a la orilla del agua de rápida corriente, profunda hasta llegar a la rodilla, tenemos que abandonar el carrito. Queenie es la primera en vadear el arroyo, chapotea ladrando plañideramente a la rapidez de la corriente y a su frialdad capaz de producir neumonía. Nosotros la seguimos, sosteniendo nuestros zapatos y equipo (un hacha y un saco de arpillera) sobre nuestras cabezas. Kilómetro y medio más: de espinas, zarzas y cardos atormentadores que se agarran a nuestros vestidos; de rojizas agujas de pino, brillantes, mezcladas con hongos de alegres colores y plumas de pájaros. Aquí y allá, un vuelo fugaz, un alboroto, una explosión de chillidos nos recuerdan que no todas las aves han volado hacia el sur. Siempre el sendero serpentea entre charcos de sol almidonado y oscuras bóvedas de ramas. Hay que cruzar otro arroyo: una alborotada flota de abigarradas truchas agita el agua a nuestro alrededor, y ranas del tamaño de platos practican las zambullidas de panza: obreros castores están construyendo un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. Mi amiga también se estremece, no de frío sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero suelta un pétalo cuando ella levanta la cabeza y aspira el aire cargado de aroma de pinos.

  -Ya casi llegamos. ¿Los hueles, Buddy? - dice, como si nos acercáramos al océano.

Y, en efecto, es una especie de océano. Grandes extensiones perfumadas de árboles navideños, acebos de punzantes hojas. Bayas rojas como brillantes campanillas chinas: los negros cuervos se precipitan chillando sobre ellas. Ya llenos nuestros sacos de suficiente verde y escarlata para rodear de guirnaldas una docena de ventanas, vamos a elegir un árbol, por fin.

  -Debe ser -murmura mi amiga- dos veces más alto que un muchacho. De esta manera ningún muchacho podrá robar la estrella.

El que elegimos es dos veces más alto que yo. Hermoso y valiente bruto que sobrevive a treinta hachazos antes de ceder con un crujiente grito de rendición. Tomándolo como un animal muerto, empezamos el largo arrastre. A los pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos y jadeamos. Pero tenemos la fuerza de los cazadores victoriosos; esto y el perfume frío y viril del árbol nos reanima, nos aguijonea. Muchos elogios acompañan nuestro regreso, a puesta de sol, por la carretera de arcilla roja que lleva a la aldea; pero mi amiga es taimada y evasiva cuando los viandantes alaban el tesoro cargado en nuestro carrito.

  -¡Qué hermoso árbol! ¿De dónde lo traen? -De por allá - murmura ella, vagamente. Una vez se detiene un coche y la holgazana esposa del rico propietario del molino se asoma y relincha:

  -Les doy veinte centavos por ese viejo árbol.

Ordinariamente mi amiga tiene miedo de decir que no; pero en esta ocasión sacude prontamente la cabeza:

  -No lo daríamos ni por un dólar.

-¡Un dólar! ¡Madre! Cincuenta centavos. Es lo más que doy. ¡Por Dios, mujer!, pueden ir a buscar otro.

En respuesta, mi amiga observa suavemente:

  -Lo dudo. Nunca hay dos de nada.

En casa, Queenie se deja caer junto al fuego y duerme hasta la mañana, roncando fuerte como un ser humano.

~ ~ ~

Un baúl en el desván contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de una capa de teatro de una curiosa dama que una vez alquiló una habitación en la casa), rollos de colgajos de relumbrón dorados por los años, una estrella de plata, una corta serie de bombillas acarameladas, viejas, indudablemente peligrosas. Excelente decoración hasta donde alcanza, que no es lo suficiente: mi amiga quiere que nuestro árbol resplandezca «como una ventana de los baptistas», que se doble bajo el peso de las nieves de adorno. Pero no podemos costear los esplendores de fabricación japonesa que venden en el «cinco y diez». Por lo tanto, hacemos lo que hemos hecho siempre: pasar días sentados ante la mesa de la cocina con tijeras y lápices y montones de papel de colores. Yo hago los dibujos y mi amiga los recorta: gran cantidad de gatos, peces también (porque son fáciles de dibujar), algunas manzanas, algunas sandías, unos pocos de ángeles alados hechos de envoltorios de papel de estaño que tenemos guardado. Empleamos imperdibles para sujetar al árbol esas creaciones: como toque final, salpicamos las ramas con algodón desmenuzado (recogido en agosto con ese propósito). Mi amiga, contemplando el efecto, junta sus manos.

  -Ahora, francamente, Buddy, ¿no te parece bueno para comer?

Queenie trata de comerse un ángel.

Después de tejer y adornar con cintas las coronas de acebo para todas las ventanas de la fachada, nuestro proyecto inmediato es la preparación de los regalos para la familia. Pañoletas para las damas, para los hombres un jarabe, preparado en casa, de limón, regaliz y aspirina, para tomarlo «a los primeros síntomas de un resfriado y después de cazar». Pero cuando llega la hora de preparar nuestros mutuos regalos, mi amiga y yo nos separamos para trabajar secretamente. Me gustaría comprarle un cuchillo con mango de nácar, una radio, una libra de cerezas cubiertas de chocolate (una vez probamos algunas y ella siempre jura: «viviría siempre de cerezas, Buddy. ¡Señor, si, podría...!, y esto no es tomar Su nombre en vano»). En vez de todo eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría regalarme una bicicleta (lo ha dicho un millón de veces: «si yo pudiera, al menos, Buddy. Ya es bastante malo pasar la vida sin lo que "uno" desea; pero, que Dios lo confunda, lo que me fastidia es no poder dar a "alguien" lo que deseo que tenga. Pero cualquier día lo haré, Buddy. Te encontraré una bicicleta. No preguntes cómo. La robaré quizá»). En vez de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa..., igual que el año pasado, y que el anterior: el anterior a ese nos regalamos hondas. Todo lo cual me parece muy bien. Pues somos campeones de vuelo de cometa, sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, más experta que yo, puede elevar una cometa cuando ni siquiera sopla brisa suficiente para arrastrar a las nubes.

La víspera de Navidad, por la tarde, reunimos un níquel y vamos a la carnicería a comprar el regalo tradicional para Queenie, un buen hueso de ternera para roer. El hueso, envuelto en papel fantasía, se cuelga alto en el árbol, cerca de la estrella de plata. Queenie sabe que está allá. Se agazapa al pie del árbol mirando hacia arriba en un arrobo codicioso. Cuando llega la hora de ir a dormir se niega a moverse. Su excitación es igualada por la mía. Levanto a patadas las mantas y doy vueltas a la almohada como si fuese una abrasadora noche de verano. En algún lugar canta un gallo, falsamente, pues el sol está todavía al otro lado del mundo.

  -¿Buddy, estás despierto?

Es mi amiga que me llama desde su habitación, contigua a la mía; y un momento más tarde está sentada en mi cama, sosteniendo una vela.

  -Bueno, no puedo dormir ni tanto así -declara-. Mi pensamiento salta como una liebre. Buddy, ¿crees que la señora Roosevelt servirá nuestro pastel en la cena?

Nos arrebujamos en la cama y ella me oprime la mano con ternura.

  -Diría que tu mano era mucho más pequeña. Creo que me disgusta verte crecer. Cuando seas mayor, ¿seremos amigos todavía?

Yo digo que lo seremos siempre.

  -¡Me siento muy triste, Buddy! ¡Deseaba tanto regalarte una bicicleta! Traté de vender el camafeo que me regaló papá. Buddy... -vacila, como turbada-, te he hecho otra cometa.

Entonces, yo confieso que hice una para ella también; y reímos. La vela está demasiado agotada para seguir ardiendo. Se apaga, y deja ver la luz de las estrellas, esas estrellas que giran en la ventana como un visible villancico al que, lentamente, lentamente, el alba acalla. Posiblemente estamos adormilados; pero los primeros resplandores de la aurora nos rocían como agua fría; ya estamos levantados, con los ojos muy abierto y dando vueltas mientras esperamos que los demás despierten. Adrede, mi amiga deja caer un caldero sobre el suelo de la cocina. Yo bailo, repiqueteando con los pies, frente a las puertas cerradas. Uno a uno salen los de casa, con caras de querer matarnos a los dos; pero es Navidad y, por lo tanto, no pueden hacerlo. Primero, un espléndido desayuno: absolutamente todo lo que uno puede imaginar..., desde las tortas de sartén y la ardilla frita, hasta el pinole y la miel en panal. Lo cual pone a todos de buen humor, menos a mi amiga y a mí. Francamente, tenemos tanta impaciencia por ver los regalos, que no podemos tragar un bocado.

Bueno, quedo decepcionado. ¿Quién no lo estaría? Calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, algunos pañuelos, un suéter usado y un año de suscripción a una revista religiosa para niños. El Pequeño Pastor. Me indigna. Realmente me indigna.

Mi amiga saca mejor tajada. Un saco de ciruelas, que es su mejor regalo. Sin embargo, está más orgullosa de un chal de lana blanca tejido por su hermana casada. Pero «dice» que su regalo favorito es la cometa que yo le hice. Y «es» muy hermosa; aunque no tan hermosa como la que ella hizo para mí, que es azul y tachonada de estrellas de Buena Conducta doradas y verdes; además, en ella está pintado mi nombre, «Buddy».

  -Buddy, está soplando el viento.

Sopla el viento, y nada haremos sino correr hasta unos prados que hay más abajo de la casa, adonde Queenie había volado para enterrar su hueso (y donde el otro invierno, Queenie será enterrada también). Una vez allí, sumergidos en la lozana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, las sentimos que tiran del cordel como peces del cielo que nadan en el viento. Satisfechos, calientes del sol, nos tendemos en la hierba y pelamos ciruelas y contemplamos el cabriolar de nuestras cometas. Pronto olvido los calcetines y el suéter usado. Soy tan feliz como si ya hubiéramos ganado el gran premio de cincuenta mil dólares en aquel concurso de dar nombre a un café.

  -¡Madre, que tonta soy! -exclama mi amiga, súbitamente alerta, como una mujer que recuerda demasiado tarde que tiene bizcochos en el horno-. ¿Sabes lo que he creído siempre? -pregunta en un tono de descubrimiento y no sonriéndome a mí, sino a un punto situado más allá-. Siempre he creído que un cuerpo tiene que estar enfermo y morir antes de ver al Señor. Y me imaginaba que cuando Él viniese sería como mirar a través de la ventana de los baptistas: hermoso como un cristal de color atravesado por el sol, un brillo tal que no te enteras de que oscurece. Y ha sido un consuelo pensar en aquel resplandor que hace desaparecer todo el miedo al coco. Pero estoy segura de que eso no sucede nunca. Estoy segura de que en el último momento el cuerpo comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que ver las cosas tal como son -su mano hace un ademán circular que abarca nubes y cometas y hierba y a Queenie echando tierra con las patas sobre su hueso-, simplemente como siempre las ha visto, era verlo a Él. En cuanto a mí, podría dejar el mundo con el día de hoy en los ojos.

~ ~ ~

Esta es nuestra última Navidad juntos.

La vida nos separa. Aquellos que Saben Más deciden que debo ir a una escuela militar. Y de este modo sigue una miserable sucesión de prisiones donde suena la corneta, severos campamentos de verano con toque de diana. Tengo también un nuevo hogar. Pero no cuenta. El hogar es donde está mi amiga, y allí nunca voy.

Y allí permanece ella, entreteniéndose en la cocina. Sola con Queenie. Sola, pues. («Buddy querido -escribe con su letra salvaje, difícil de leer-, ayer el caballo de Jim Macy dio a Queenie una coz mortal. Gracias a Dios, no sufrió mucho. La envolví en una fina sábana de lino y la llevé en el carrito hasta el paso de Simpson, donde puede descansar con todos sus huesos...»). Durante algunos noviembres continúa haciendo sola sus pasteles de frutas; no tantos, pero algunos; y, naturalmente, siempre me manda «el mejor de la hornada». Además, en cada carta incluye diez centavos envueltos en papel higiénico: «Ve al cine y cuéntame la película». Pero, gradualmente, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en 1880 y tantos; cada vez más son no solo los días trece en que se queda en la cama: llega un mañana de noviembre, un amanecer de invierno sin hojas y sin pájaros, en que no puede levantarse y exclama: «¡Oh, madre mía! ¡Llegó el tiempo de los pasteles de fruta!»

Y cuando eso sucede, lo sé. El mensaje que me lo anuncia no hace más que confirmar una noticia que ha recibido ya cierta secreta fibra, amputando una parte insustituible de mí mismo, dejándola suelta como una cometa con el cordel roto. Es por eso que, al atravesar un patio de la escuela en esa particular mañana de diciembre, voy escudriñando el firmamento. Como si esperase ver, semejantes a corazones, un par de cometas sueltas que corren al cielo.

Truman Capote





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