14 agosto 2011

Acechan bajo las olas


Fui corriendo a ver la gran tortuga varada en la playa. Efectivamente, el mar había vomitado sobre la arena una de sus extravagantes maravillas. Bajo el cielo luminoso y el agua destellante de Formentera la criatura parecía absolutamente fuera de lugar y ofrecía una estampa tan fascinante como triste: a ver, estaba muerta. Y bien muerta: al acercarme un hedor a pescado podrido llenó mis fosas nasales. Era enorme y se descomponía con expresión de reconcentrada melancolía bajo el peso de su oscuro caparazón. Un percebe había hallado asiento en su aleta delantera derecha y un cangrejo ahíto medraba sobre su piel arrugada y fantasmagóricamente pálida.

Qué lugar extraño es el mundo, reflexioné abismado en la observación de ese ser de las profundidades que bien podría haber sido una sirena o un marino ahogado en el estrecho de la Sonda enviado para dinamitar la monotonía de un día de vacaciones. Esto sucedía cerca de Sa Platgeta, a tiro de piedra del chiringuito de la Denis y no muy lejos del Gecko, donde la gente se alineaba en hamacas de playa sobre una hierba imposible para otear con mirada perdida el horizonte como en aquel óleo de Hopper, People in the sun.

Me asomé al ojo vidrioso de la tortuga y escudriñé los inacabables secretos del océano. Vi medusas, tiburones, buzos, pecios y submarinos. Me estremecí. Me invadió el viejo interés morboso por las cosas raras y peligrosas del mar y la inveterada obsesión por la muerte que me llevó en la niñez a enterrar y desenterrar sucesivamente gatos para ver cómo se transformaban a peor.

El círculo de curiosos se había reducido desde mi llegada y ya estábamos solos un técnico municipal avisado para investigar el hallazgo y yo. Él midió la tortuga, le dio la vuelta con gesto profesional y agitando la cabeza se quitó los guantes de goma con un ominoso ¡slap! de resonancias forenses: CSI Formentera. Traté de parecer alguien serio, lo que no era fácil con los viejos tejanos cortados, el pareo enrollado a la cintura en plan capitán Sparrow, las pulseritas, el pelo entreverado de posidonias y el gorro desteñido adornado con una cola de lirón arrancada a un roedor atropellado. Al menos no iba desnudo. El investigador me miró de arriba abajo con suspicacia intentando establecer mi nacionalidad o al menos si había bebido muchas hierbas: no pareció llegar a ninguna conclusión tranquilizadora. Le pregunté por el sexo de la tortuga. No estaba claro. Era un ejemplar adulto, sin causa aparente de muerte. Ni heridas, ni anzuelos. Llevaba tiempo muerta, la epidermis se había desprendido y el caparazón estaba desgastado. Nos quedamos en silencio mirando el cuerpo y componiendo una extraña pareja: Robinson y Viernes, Próspero y Calibán. Para romper el hielo le hablé del delfín que encontramos muerto hace unos años. Él ganó por elevación: un cachalote en Illetes, en invierno. "Eres periodista, ¿verdad?", me espetó entonces. "No te puedo hacer ninguna declaración oficial, has de hablar con el servicio de prensa del departamento". Me sorprendió, porque yo no parecía un periodista, ni siquiera de cultura, y porque la muerte de una tortuga en Mit-jorn no parecía un asunto que precisara de secretismo gubernamental.

El técnico se marchó sin darme la espalda y sin decirme su nombre. Peor para él, se quedó sin saber que Evelio P. y sus hijos habían hallado en el Camí Vell de la Mola en bici -lo que da de sí la bici- una cría de alcaraván, el raro limícola de grandes ojos amarillos que en Baleares denominan sebel·lí y del que se cuenta que incuba los huevos con la mirada, de tan intensa; el sebel·lí, no Evelio. Tras estar seguro de que el estricto funcionario se había marchado y arrancarle un trocito de piel a la tortuga para mi saquito de reliquias permanecí largo rato sentado junto al cuerpo tratando de escuchar su mensaje. Me gusta nadar en el mar, pero ese placer sensual y luminoso encuentra su exacto contrapunto en el insano interés que me inspiran los aspectos siniestros, inauditos, estrafalarios y monstruosos de las aguas. Mundo abigarrado, asombroso, peligroso, viscoso y promiscuo -baste con decir que los meros cambian de sexo, los percebes están mejor dotados que la mayoría de nosotros (¿?), las hembras de sepia son unas viva la vida que pueden aparearse cada día 17 veces con hasta ocho parejas diferentes-, el que duerme bajo las olas es un reino rico en sorpresas.

He leído estos días, escamado, la apasionante monografía sobre el julesverniano calamar gigante, el Architeuthis, de hasta ¡22 metros!, obra de los biólogos del CSIC Ángel Guerra y Ángel F. González (Libros de la Catarata, 2009), y no bajaba a la playa sin mi imprescindible Guía de animales marinos peligrosos, de Bergbauer, Myers y Kirschner (Omega, 2009), tan profusamente documentada e ilustrada que tras ojearla meterte en el agua, incluso con bañador, se convierte en un prodigioso acto de valentía o de inconsciencia. ¡Por Neptuno, cuántos bichos letales! Como muchos de ustedes estarán en el litoral al leer estas líneas no dudo en trasladarles algunas de las recomendaciones de los señores Bergbauer et al.: no toque nada que no conozca -esto vale también, inicialmente, para las discotecas-, bañarse de noche conlleva un riesgo mayor; en las zonas arenosas de la playa camine arrastrando los pies, no provoque a animales venenosos y peligrosos, no los acorrale ni intente capturarlos, y si va a saltar al agua desde la barca, primero fíjese bien en qué hay en el agua (!). El decálogo acaba con un "lleve siempre zapatos" algo desconcertante pero que ahí queda.

El manual, catálogo de la turbadora y barroca imaginación del sumo Hacedor, advierte y recomienda acciones a seguir ante percances con rayas látigo (como la que mató al añorado Steve Irwin, el cazador de cocodrilos australiano, que parece -el vídeo, dicen, ha sido destruido- que aceleró su muerte arrancándose del pecho la espina y desangrándose), bagres, peces araña, morenas, erizos, esponjas de fuego, anémonas, un insidioso pescado fugu (Spheroides oblongus) que ataca directamente a los genitales, cubomedusas -el animal más venenoso del mundo-, conos y peces escorpión, como el inefable pez piedra que te mata entre atroces e inenarrables sufrimientos: las víctimas enloquecidas tratan incluso de morder a los que intentan ayudarlos. En Dangerous to man (Pelican, 1978), libro de cabecera, Roger Caras explica casos de picados por el pez que se amputaron un miembro o lo metieron en el fuego para aliviar el insoportable dolor. Para qué les voy a hablar de los tiburones o las barracudas. Santi, un amigo indómito que bucea con botellas, vio una estos días en Punta Rasa...

He leído con aprensión que un mero puede tragarse a un hombre adulto, y con estupefacción que hay salmonetes alucinógenos -estos interesarían a los viejos jipis de la Mola-, a los que en las Tuamotu denominan gráficamente weke-pahulu (salmonete pesadilla). Existe un tipo de lamprea que te busca los peores orificios para introducirse y comerte desde dentro. Entre los cefalópo-dos, la palma se la lleva el simpático pulpito de anillos azules, cuya tetrodotoxina -en las glándulas salivares- te deja frito en un par de horas. Ya ven que es hablar de espantos marinos y me entra la carrerilla.

Pero el verdadero monstruo del mar, el auténtico Kraken, me esperaba para volver a casa y era, como el Nautilus, obra del hombre: el ferry de Balearia Visemar One, de los astilleros Visentini Cantieri Navale. Cinco horas de retraso, aguardando a pleno sol en un muelle alejado y desierto de Ibiza, sin agua ni auxilio -información ya ni te digo-. Carecía el suntuoso bajel de pasarela para los pasajeros que tuvieron que subir por la rampa de vehículos, como secuestrados por Septiembre Negro, en un bus dispuesto al efecto. A bordo, luego, unas instalaciones dignas del Exodus y más propias de la sentina de un corsario de alta mar nazi que de un buque de pasajeros -había que ver la pugna para conseguir acomodación (!) en la minúscula cafetería-, y una demora que ni el Holandés errante...

Sentado en cubierta, expuesto a los elementos en una fiesta salvaje de sol, espuma, viento y Conrad, me di cuenta de que la vieja tortuga boba viajaba conmigo. Estaba algo más ajada tras tantos días en la playa, como yo, pero seguía habiendo una magia poderosa en su mirada muerta y no pude reprimir un escalofrío cuando al acercar el oído al pico de su boca la escuché musitar con hálito de antiguo profeta una terrible advertencia: "Y Dios tenía preparado un gran pez para tragarse a Jonás..."


Jacinto Antón
Fragmento Literario: Mis morbos favoritos
Diario El País
13 de agosto de 2011



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Una de mis pasiones desde niña gracias a Ramón Bravo y Jacques Costeau :) Tanto misterio, tanta historia, tanta vida y tanta muerte.



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