Estuve ayer tarde en clase con unos estudiantes de español, en el Instituto Cervantes de Dublín, donde estoy estos días invitado a dar unas charlas. Ayer hablé de El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa, y de Vargas Llosa, y hoy participaré en un diálogo sobre Borges y Joyce. Mañana, Bloomsday, procuraré seguir las peripecias de aquel día que Joyce hizo inolvidable. Pero de todas las cosas que he visto en el poco tiempo que llevo en esta isla fundamental de la historia de la literatura tiene que ver expresamente con Cervantes, con su lengua y con quienes toman la decisión de estudiarla. Me llevaron a un aula, a charlar con alumnos, y estuve allí, contándoles palabras e interesándome por sus diversas procedencias; les estuve contando la raíz de algunas palabras que salieron en la conversación, como arisco y trapero, y estuvimos hablando de fútbol, por ejemplo, porque salió a relucir, en la conversación, el entrenador portugués Jose Mourinho, que es muy notorio en todo el mundo y aquí también. Me dijeron, sobre sus procedencias, los distintos países de los que habían venido a vivir a Dublín: Polonia, Singapur, Portugal...; hay, cómo no, muchos estudiantes dublineses, y todos son de los más distintos oficios: periodista, ingeniero, economista, publicitario... A todos les pregunté por qué aprendían español. Unos lo aprendían para poder hablar con los parientes de la novia, o para seguir una conversación con los amigos que habían hecho, para hablar en casa con la esposa española... Todos hablaban español muy bien, habían progresado mucho, y todos lo aprendían, efectivamente, por razones sentimentales, no hubo uno que me dijera que lo aprendía porque vislumbraba, en el uso de esta lengua, una oportunidad económica o comercial para el futuro. Debo confesar que la primera impresión que tuve fue de cierta congoja: o sea que el español sólo nos sirve para hablar de amistad, de amor, para comunicarse con los otros en momentos de expansión sentimental, no sirve para ganarse la vida. Luego fui un poco más reflexivo, y un poco más sentimental, y me sentí muy feliz de hablar una lengua que ya hablan tantos, y que tantos quieren hablar, cuya utilidad máxima es la conversación, no el negocio. Hablar para saber, hablar para abrazar. No estaría mal proclamar el español como la lengua universal de los abrazos.
Juan Cruz
Mira que te lo tengo dicho (Blog)
El País
15 de junio de 2011
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