Hice que Rosalie alquilara un bote.
Le resultó sencillo aprender a llevarlo: el canotaje corre en la sangre cajun. Hicimos un recorrido de exploración o dos a lo largo de Barataria -donde dos pequeños tinglados, parecidos a los del pueblo natal de Rosalie, llevaban mi nombre- y entretuve a una joven mujer, fascinada del todo, con historias de sepelios en alta mar, de tumbas al ras del suelo en el Bayou, de las cuencas vacías en el cráneo de un patán por donde escurría musgo espeso.
Cuando la consideré lista, la guíe a un lugar que yo recordaba bien: un claro donde cinco enormes robles crecían desde un inmenso y retocido tronco. En mis días los llamábamos los cinco centinelas. El viento ululaba entre las ramas más altas. El pantano que nos rodeaba estaba callado, expectante.
Después de una hora de estar cavando, la brillante pala nueva de Rosalie se encontró con la tapa y la parte superior de un gran baúl de hierro. Su cabello quebradizo estaba apelmazado por el sudor. Su vestido de encaje negro estaba manchado de barro y arcilla. Su tez se veía más pálida que de costumbre debido a la fatiga; en la tenue luz del pantano parecía casi luminiscente. Nunca me había parecido más hermosa que en ese momento.
Me miró. Sus cansados ojos refulgían como el reflejo de la fiebre.
-Ábrelo-, le dije, apresurándola a hacerlo.
Rosalie levantó la pala y rompió el cerrojo en forma de corazón al primer intento. Con otro golpe más, se desmoronó en un torrente de óxido y herrumbre lodosa. Me miró una vez más -mirando qué, me pregunto, buscando qué cosa- y después levantó la pesada tapa.
Y el sexto centinela se levantó para recibirla.
Siempre llevaba un hombre extra cuando iba al pantano a enterrar mis tesoros. Uno en el que no confiara, o que no fuese necesario. Él y mis confiables ayudantes cavaban un agujero y arrastraban el baúl hasta el borde, listos para empujarlo dentro. Entonces yo veía fijamente a los ojos a cada uno de mis hombres y preguntaba: "¿Quién desea ser guardián de mi tesoro?" Mis hombres, conociendo bien la rutina, permanecían en silencio. El hombre extra -buscando favor como todos los tipos inútiles y de poca confianza buscan hacer-, siempre se ofrecía como voluntario.
Era entonces cuando mi teniente más confiable daba tres pasos y le metía un perdigonazo en la cabeza al pobre imbécil. Su cuerpo era depositado, con extrema ternura, dentro del baúl, su sangre empapando los montones de oro y plata y joyas rutilantes, y yo acomodaba entre sus manos una de mis bolsas de mojo, las cuales mandaba a hacer en Nueva Orleans. Luego de esto, el baúl era enterrado en la tierra del pantano y mi hombre, que se había convertido en uno de los confiables, se quedaba para guardar mi tesoro hasta que yo lo necesitase.
Yo era el único que podía abrir aquellos baúles. La magia combinada de la bolsa de mojo y la furia que permeaba el espíritu del hombre traicionado, se encargaban de ello.
Mi sexto centinela rodeó con sus brazos esqueléticos a Rosalie, tomándola por el cuello y la arrastró hacia abajo. Sus mandíbulas estaban bien abiertas y pude ver dientes que aún seguían hambrientos, tras doscientos años, cerrándose sobre su cuello. Un rocío de sangre se detuvo en el aire; desde el baúl se escuchó el sonido de algo desgarrándose, luego el rumor de una rápida y ahogada agonía. Deseé no haberlo hecho demasiado doloroso para ella. Después de todo, ella era la mujer que había escogido para pasar a su lado, el resto de la eternidad.
Le había dicho a Rosalie que nunca más tendría que despojarse de aquellos etéreos disfraces delante de hombres babeantes, y no le había mentido. Le dije que no tendría que preocuparse por conseguir dinero nunca más y tampoco era mentira. No le confesé que no deseaba compartir mis tesoros... Sólo la deseaba muerta, a mi pobre Mala Suerte Rosalie, libre de este mundo que le dolía tanto, libre para vagar conmigo a través de los pantanos y el Bayou inmaculado, a través de una ciudad varada en el tiempo.
Muy pronto, el espíritu de Rosalie abandonó su cuerpo y voló hacia mí, no tenía otro lugar a donde ir. La sentí luchando con rabia contra mi amor, pero cedería pronto. No carecía de tiempo para convencerla.
Rodeé con mi brazo el cuello de Rosalie y deposité un beso en sus labios de ectoplasma. Entonces, tomé su manecita diminuta entre la mía y ambos desaparecimos juntos.
Poppy Z. Brite (C) (1993)
Traducción: Javier Barriopedro (1999)
Corrección de Estilo: Macarena Muñoz (2009)
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