10 noviembre 2008
La farlopa de Kate Moss
Hay que ver lo que inventa el hombre blanco. Y lo que le gusta hacer el chorra. Hojeaba una revista de arquitectura y diseño, en su versión española, cuando me tropecé con un reportaje sobre cómo un profesional del asunto tiene decorada su casa. Vaya por delante que en casas de otros no me meto, y que cada cual es libre de montárselo como quiera. Pero en esta ocasión la casa del antedicho la habían sacado a la calle, por decirlo de alguna forma. Su propietario la hacía pública, abriendo sus puertas al fotógrafo y al redactor autores del reportaje. Quiero decir con esto que si, verbigracia, un fulano va a mi casa a tomar café y luego cuenta en una revista cómo está decorada la cocina, tengo perfecto derecho a mentarle los muertos más frescos. Otro asunto es que yo pose junto a las cacerolas y el microondas consciente de que van a ser del dominio público. Cada cosa es cada cosa, y ahí no queda sino atenerse a las consecuencias. Que luego digan, por ejemplo, que de decorar cocinas no tengo ni puta idea. O que mi gusto a la hora de elegir azulejos es para pegarme cuatro tiros.
Y, bueno. En ese reportaje al que me refería antes, un diseñador, que por lo visto está de moda, posaba junto a un elemento plástico de su vivienda. Ignoro si el objeto en cuestión era permanente, como cuando se cuelga un cuadro o se pinta una pared, o si era de quita y pon, y estaba puesto allí sólo para la ocasión; aunque el texto que acompañaba la imagen daba a entender que era decoración fija: «Fulanito –decía el pie de foto– escaneó esta imagen de Kate Moss que dio la vuelta al mundo y que a él le impactó de forma poderosa. Luego la fotocopió ampliada y la pegó a trozos en el salón». Lamento que esta página no permita añadir ilustraciones, pues les aseguro que ésta merecía la pena: unos cojines como de tresillo de sala de estar, y encima, donde suele colgarse el cuadro cuando hay cuadro, o las fotos de la familia, troceada en seis partes y sujeta a la pared con cinta adhesiva, la imagen de Kate Moss –que como saben ustedes es una top model algo zumbada, a la que suele moquearle la nariz– sentada en un sofá, toda rubia, maciza y minifaldera, en el momento de prepararse unas rayitas de cocaína.
Yo no he ido a buscar esa escena, que conste. Me la han puesto delante de las narices en una revista que he pagado. Tengo derecho a decir lo que opino de ella, pues supongo que, entre otras cosas, para eso la publican. Lo mismo hacen ustedes con mis novelas, cuando salen. Opinar. O en el correo del lector, con estos artículos. Hablamos, además, de un elemento ornamental situado estratégicamente en lugar destacado de una casa modélica, o sea. O que lo pretende. La de un diseñador conocido, profesional del ramo, quien considera que, para su propio hogar, la imagen más adecuada, junto a la que posa, además, con pinta de estar en la gloria fashion, es la de una pedorra dispuesta a darse, en público, un tiro de farlopa. Y no hablo del aspecto moral del asunto, que me importa un rábano: Kate Moss y sus aficiones son cosa de ella y de su chichi. Lo que me hace gotear el colmillo mientras le doy a la tecla, es que mi primo el diseñata, que por lo expuesto va de original y esnob que te rilas, colega, nos venda el asunto como el non plus ultra de lo rompedor y la vanguardia torera.
Y no me expliquen el argumento, por favor, que lo conozco de sobra. Iconos del mundo en que vivimos, y demás. Kate Moss, muñeca rota de una sociedad desquiciada e insegura, etcétera. El símbolo, vaya. El icono y tal. La soledad del triunfador y otras literaturas. De esos iconos conocemos todos para dar y tomar, para escanear y pegar con cinta adhesiva y para proyectar en cinemascope. A otro cánido con ese tuétano. Nuestra estúpida sociedad occidental tiene la tele, y las revistas, y las casas, y los cubos de la basura atiborrados de toda clase de símbolos. De iconos, oigan. Hasta el aburrimiento. Se me ocurren, de pronto, medio centenar de iconos mucho más representativos del vil putiferio en que andamos metidos. Pasé gran parte de mi vida coleccionándolos para el telediario. Por eso, lo que más me pone es lo del impacto. La imagen de Kate Moss «que a él le impactó de forma poderosa», dice el texto. Hay que ser elemental, querido Watson, para sentirse poderosamente impactado por la imagen de una frívola soplacirios a pique de meterse una raya. Y encima colgarla en el salón para que la admiren las visitas y le sirva a uno como escaparate de lo que profesionalmente lleva dentro. Así que, una de dos: o ese diseñador se lo cree de verdad, lo que sería revelador sobre su criterio estético y su trabajo, o se maquilla la cara con cemento, tomándonos a todos por gilipollas. Aunque entreveo, también, una tercera posibilidad: que él mismo sea un poquito gilipollas, alentado por un mundo que aplaude a los gilipollas.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
9 de noviembre de 2008
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No sólo es gilipollas el mentado diseñador, sino el mundillo donde habita a sus anchas este esperpento considerada en algún momento top model. Un mundillo sin conciencia que la recibió con los brazos abiertos, con contratos listos para firmar y con campañas de publicidad de lo más "chic" luego de estas imágenes con las que nos saturaron hasta el hartazgo.
Vamos, que parece que le premian por ser la descerebrada del momento. Lo más triste y patético es que por mucho show que haga con esos internamientos en clínicas de desintoxicación, seguirá siendo un modelo a seguir.
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3 comentarios:
Siempre se ha dicho que tenemos lo que nos merecemos, y esa caja tonta consigue elevar a la categor´de dioses a la gente más variopinta aún sin merecimiento.
Pero por lo visto de lo que se trata es de la máxima wildesiana: que hablen de uno aunque sea mal.
Y así nos luce el pelo, claro.
Buena patente del profesor: me encanta cuando se pone agresivo, jeje.
Eso eso, Eli, que la tele encumbra a una bola de tarados como "íconos", sólo hay que ver la cantidad de subnormales profundos que surgen de cada edición del Gran Hermano, por ejemplo.
A mí también me gusta cuando Don Arturo le llama pan al pan y vino al vino, jejeje.
Besos.
Este mundo decadente. De verdad no quiero sonar a ruquito pero, a dónde vamos a parar?
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