21 agosto 2008

Océanos sobre la mesa

Santísima Trinidad (escala 1:90)


Me gustan mucho los modelos de barcos a escala, y durante cierto tiempo los construí yo mismo. Algunos siguen en casa, en sus vitrinas: un bergantín de líneas afiladas como las de un cuchillo, una elegante urca llamada Derflinger, el Galatea, el Elcano, el San Juan Nepomuceno, la Bounty –naturalmente– y algún otro. También hay medios cascos barnizados en sus tableros, un gran modelo de arsenal del navío Antilla que usé para la novela Cabo Trafalgar, la sección transversal del Victory con palo mayor incluido, y un diorama, con todos los accesorios y las portas abiertas, de la batería inferior de una fragata de 44 cañones. Aunque conozco cada uno de esos barcos de memoria, sigo contemplándolos con extremo placer, recreándome en sus detalles mientras recuerdo las muchas horas pasadas con ellos; la lentitud del trabajo minucioso y paciente, lijando tracas, curvándolas húmedas con el calor, clavándolas en las cuadernas, modelando las piezas de cubierta, tejiendo de proa a popa la compleja telaraña de la jarcia.

Hacer aquello no era sólo realizar un trabajo artesano y ameno, sino también, y sobre todo, navegar por los mares que habían surcado esos barcos. Suponía moverse con la mente por los libros, los paisajes y las historias de las que eran protagonistas. Borrar el resto del mundo, distanciándolo hasta olvidarme de él por completo. Recuerdo la paz de tantas noches, de tantas madrugadas entre café y humo de cigarrillos, cuando aquellas maderas, cabos y velas que tomaban forma entre mis dedos cobraban vida propia, se enfrentaban en mi cabeza a los vientos, las corrientes y los temporales. Y el orgullo intenso, extremo, tras meses de trabajo, de anudar el último cabito o dar la pincelada definitiva de barniz y retroceder un poco, quedándome largo rato inmóvil para contemplar el resultado final. Y qué curioso. Siempre tuve unos dedos torpes e inhábiles para el bricolaje. Soy lo más patoso del mundo: incapaz de dar cuatro martillazos a un clavo sin aplastarme un dedo. Y ya ven. Ahora miro esas maquetas y me pregunto cómo pude hacerlas; de dónde diablos saqué la pericia precisa. Amor, supongo. Amor al mar, a los viejos planos y grabados, a la madera barnizada y al metal bruñido. Amor a lo que esos barcos representaban. A su historia: los mares que cruzaron y los hombres que los tripularon, subiendo a las vergas oscilantes a gritar su miedo y su coraje entre temporales y combates. Sí. Supongo que se trataba de eso. Que de ahí obtuve la habilidad y la paciencia necesarias.

Imagino que esto explica, en parte, el inmenso respeto que tengo por quienes hacen trabajos artesanos a la manera de siempre. A los que todavía trabajan sin prisas, poniendo lo mejor de sí mismos; recurriendo a las viejas técnicas manuales que tanto dignifican la obra ejecutada. Dejando su impronta inequívoca en ella. En estos tiempos de tanto apretar botones, de máquinas sin alma, de pantallas electrónicas, de visto y no visto, de tenerlo todo hecho, comprable y listo para usar y tirar, me inspiran admiración sin límites esos orfebres, encuadernadores, luthiers, pintores de soldaditos de plomo, carpinteros o alfareros que, para ganarse la vida o por simple afición, mantienen el antiguo vínculo de la mente lúcida con el pausado trabajo manual. Con el orgullo legítimo de la obra concienzuda, perfecta, bien hecha. Con lo singular, hermoso, útil y noble que siempre es capaz de crear, cuando se lo propone, el lado bueno del corazón humano.

Ya no puedo hacer maquetas de barcos. La vida me privó del tiempo y de las circunstancias necesarias. Aquellas noches silenciosas entre dos reportajes, trabajando a la luz del flexo entre maderas, libros y planos antiguos, hace tiempo que se transformaron en jornadas de trabajo profesional dándole a la tecla. En la artesanía de contar historias. Ahora mi tiempo libre, cuando lo tengo, se lo lleva el mar de verdad: eso gané y perdí con los años y las canas. Conservo, sin embargo, la afición por los modelos de barcos a escala: siguen llamándome la atención en museos, colecciones privadas, anticuarios, revistas y tiendas especializadas. A veces entro en alguna de estas tiendas y acaricio, como antaño, las tracas dispuestas en sus estantes, los rollos de cabo para jarcia, las piezas modeladas, las cajas magníficas, bellamente ilustradas con el modelo del barco en la tapa, que tantos meses de placer y trabajo contienen para los felices aficionados que se enrolen a bordo. Hace días pasé un melancólico rato ante una caja enorme: modelo para construir del Santísima Trinidad: uno de los muchos barcos –cuatro puentes y 140 cañones– que siempre quise hacer y nunca hice. Casi un par de años de trabajo, calculé a ojo. Como una novela de esas cuyo momento pasa, y sabes que ya no escribirás nunca.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
17 de agosto de 2008

1 comentario:

Korkuss dijo...

Había una vez, un barco chiquito...