Hace un par de días que vengo acordándome de esa canción de Presuntos Implicados cuyo estribillo reza así:
Ah! como hemos cambiado
que lejos ha quedado
aquella amistad.
Ah! ¿qué nos ha pasado?
como hemos olvidado
aquella amistad.
Será que estoy poniéndome nostálgica con eso de que Happy Demon ahora sí que, el próximo septiembre, iniciará su verdadera andadura por el mundo escolar. Después de vivir una pequeña tensión esperando que fuese aceptando en el colegio donde hicimos la solicitud y que, afortunadamente, tuvo un final feliz, jejeje, y de hacer los pequeños trámites correspondientes para inscribirlo, ayer por la tarde el colegio convocó a la padres a una reunión para presentarnos a la "seño" (como llaman aquí a las profesoras de los niños pequeños) que se encargará de amansar a 25 fierecillas, hahaha.
Debo decir que, para bien o para mal, soy fiel creyente de que la primera impresión predispone o impone, jejeje, aunque el paso del tiempo pueda mostrarte aristas distintas (para bien o para mal) de la idea que nos hacemos de una persona cuando la vemos por vez primera. En el caso de la "seño" que le tocará a Happy Demon tuve muy buenas "vibras". Es una mujer de edad mediana, ni muy jovencita ni muy mayor, de voz dulce, afable y simpática. Creo que Happy Demon conectará con ella y ahora es cuando más claro me queda que todos nacemos para hacer algo en esta vida y que eso se cumple cuando escogemos la actividad profesional (o no) acorde a nuestras características, eso que llamamos vocación. Y a mí me parece que la seño es de esa clase de personas que hacen clik con los chiquillos, que tienen voluntad y mucha mano izquierda, jejeje. Espero no equivocarme.
De pronto, me he puesto a pensar en mis primeros pasos escolares. He tratado de acordarme de las maestras, de mis compañeros, de lo mucho que nos divertíamos y de que fuimos muy pocos los que estuvimos juntos desde kinder hasta sexto de primaria. Y de que más raro fue que al cabo de los años, dos ex-compañeros intentaron iniciar una relación amorosa conmigo, hahaha. Y que hay otro ex-compañero de primaria que también vive en este lado del mundo, que también escribe y que hasta donde yo recuerdo, siempre ha sido fiel a sí mismo. Un caso que destaca entre tanto niño que a saber que ha sido de su historia personal pues cada curso cambiábamos de compañeros. No sé si esa era la tónica en todos los colegios privados.
Recuerdo con cariño a todos los profesores, por lo regular, me tocaron maestras cariñosas y entregadas a su trabajo. Por cierto, sólo tuvimos un profesor -originario del estado de Guerrero-, jejeje, que se impuso con mucho carácter pero con gran corazón. También casi la totalidad del profesorado cambiaba cada año, sólo recuerdo que las maestras de kinder y pre-primaria fueron fijas casi hasta que el colegio cerró (hará cosa de unos 15 años) y alguna que otra de los demás cursos. Lo curioso fue que el inglés que nos enseñaron desde kinder fue británico y no americano como podría esperarse. Me gustaba mucho ir a comprar los libros a la librería American Book.
En fin, Happy Demon mañana termina una pequeña etapa: es "fin de cursos" en la guardería, jejeje, y dentro de poco iniciará otra quizás más determinante. A ver cómo transcurren las cosas. Por cierto, he encontrado un texto del maese Pérez-Reverte que parece ir acorde al tema que hoy he tocado:
El cómplice de Rocambole
Hacía muchos años que no pensaba en él. Fue ayer, hojeando una vieja edición de Las aventuras de Rocambole, cuando recordé a aquel compañero de clase. Sólo estuvimos juntos un curso, y nunca llegamos a cambiar más de dos o tres palabras. Hace tanto de aquello que he olvidado su nombre. Ocurrió hace unos cuarenta y cinco años, más o menos. Segundo de bachillerato, colegio de los maristas de Cartagena. Un episodio extraño, sin duda. Todavía hoy me intriga.
Yo era un lector metódico, voraz. Un bibliópata de doce años. Leía a velocidad de vértigo cuanto caía en mis manos, con el auxilio de la imaginación y la energía de la infancia. Cada libro era una aventura. Luego, durante días, imitaba lo que había leído, sintiéndome personaje vivo de aquel libro. Mis juegos los organizaba en torno a eso. Pasaba así de arponear ballenas a bordo del Pequod –unas s
illas dispuestas en el jardín– a naufragar entre caníbales junto al perro Jerry o batirme en duelo con Biscarrat y los otros esbirros del cardenal. Cuando le llegó el turno a Rocambole, las novelas de Ponson du Terrail se avivaron en mi imaginación con una película vista sobre el personaje: bolsa de pipas, collares de perlas y guante blanco. Así que, durante dos o tres semanas, decidí convertirme en ladrón elegante. En un cuaderno escolar copié y coloreé varias sotas de corazones, recorté cada naipe, y con ellos en el bolsillo emprendí, alegremente, mi breve carrera criminal.
Recuerdo a cuatro de mis víctimas. Una fue mi abuelo, en cuyo escritorio, tras desvalijarlo de un cortaplumas con la virgen del Pilar en las cachas de nácar, dejé la sofisticada firma delictiva de mi sota de corazones. El resto de los golpes los di en el colegio. A un amigo llamado Bolea le guindé un bloque de plastilina del pupitre, poniendo en su lugar mi naipe simbólico. El golpe del que más orgulloso estuve, y lo sigo estando, fue el que le di al Poteras, un hermano marista al que odiaba –el sentimiento era mutuo– con toda mi alma. El Poteras me había sorprendido en clase leyendo El motín de la Bounty –pertenecía a la biblioteca de mi padre– y lo confiscó, guardándolo bajo llave en el cajón de su mesa. Así que, durante un recreo, entré en el aula, descerrajé el cajón, recuperé al capitán Bligh y dejé, a cambio, la sota con mi huella infernal. Yo era un ladrón sofisticado, astuto y con nervios de acero, compréndanlo. Implacable. Habría dado cualquier cosa por llevar frac, chistera y bastón. Aunque, en realidad, supongo que sí. Que los llevaba.
La otra historia ocurrió días después del caso Bounty. Un compañero cometió el error de llevar a clase un bonito bolígrafo y dejarlo en su pupitre durante el recreo. Así que, llegado el momento idóneo, el astuto Rocambole, «enarcada una ceja displicente y con una sonrisa desdeñosa y viril aleteándole en los labios», subió al aula, escamoteó el boli y dejó su naipe como testigo. Vueltos a clase, el desvalijado puso el grito en el cielo, pues Rocambole, en exceso seguro de sí mismo, se puso a escribir con el cuerpo del delito y con mucho descaro, a la vista de su víctima. Alertada la autoridad competente –el inevitable Poteras– la situación se volvió incierta para el osado voleur, que sentado en su pupitre aguantaba el interrogatorio sin derrotarse, aunque empezando a flaquear bajo la presión –coscorrones y bofetadas: eran otros tiempos– de las fuerzas del orden.
Fue entonces cuando un compañero de clase, niño hosco y sin amigos con quien Rocambole no había cambiado jamás una palabra –era hijo de un marino destinado en Cartagena, y sólo estuvo aquel curso– levantó una mano y, con absoluto aplomo, afirmó ante la clase que él me había visto antes con ese bolígrafo, y podía confirmar que era mío. Hubo un silencio, luego un intento de protesta por parte del niño desvalijado, que la autoridad acalló dando por zanjado el incidente –«ya pillaré en otra a este pequeño cabrón», debió de pensar el Poteras–, y Rocambole conservó el objeto delictivamente adquirido, aprendiendo, de paso, una interesante lección sobre la vida: no siempre el crimen tiene su castigo. En cuanto a mi espontáneo benefactor, ni él ni yo mencionamos nunca el asunto, aunque entre ambos se anudó un extraño lazo hecho de silencios. Siguió siendo un niño hosco, antipático y sin amigos, pero yo tenía con él una deuda de lealtad indestructible. Me habría gustado socorrerlo en una pelea o algo así, pero era de los que no se peleaban. Nos sentábamos cerca para comer el bocadillo en los recreos, aunque no hablásemos nunca, y al salir de clase caminábamos juntos, carteras a la espalda, hasta la esquina donde nos separábamos sin despedirnos. Acabó aquel curso y no volví a verlo más.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
6 de abril de 2008