Ocurrió el otro día, en una conferencia, cuando uno de los asistentes
preguntó por qué el arriba firmante asignaba a menudo virtudes
masculinas a las mujeres en sus novelas. Tras un intercambio de
aclaraciones, las mencionadas prendas masculinas resultaron ser el valor
físico, la independencia y la agresividad. Al interlocutor le chocaba
sobremanera que mis hembras de ficción fuesen capaces de empuñar un
florete, una pistola, pelear por su vida o por la de otros, conspirar e
incluso asesinar, bajo palabras como amistad, amor, lealtad a un hombre o
a una idea, e incluso honor personal.
Le respondí que allá él con sus mujeres, pero que uno se honra con el trato de varias que son de armas tomar. Y que muchos nos negamos a aceptar que, por culpa del ridículo concepto medieval de la frágil dama como devocionario caballeresco, la mujer se perpetúe, en los relatos de ficción escrita o cinematográfica, reducida al papel de compañera o comparsa del viril protagonista. Échenle, si no, un vistazo a las películas o a los libros de acción y aventuras. En ese contexto, las mujeres -incluso las que van de duras o fatales- se limitan a dar grititos cuando las cosas vienen mal dadas, y a refugiarse en el sudoroso y fornido hombro del macho que, a lo sumo, las gratifica con un revolcón en condiciones o permite, sólo cuando él está herido y a punto de perecer bajo los mandobles del malvado, que ella, con las dos manos temblorosas en torno a la pistola que empuña casi al revés, le pegue de pura casualidad un tiro al malo por la espalda.
Y resulta que no. Que de virtudes masculinas y femeninas podríamos hablar un rato largo sin necesidad de irnos a Hollywood. Sin ir más lejos, esa mujer que madruga cada día y después de hacer la casa se va a la compra y vuelve para la comida y se sienta un rato a ver el culebrón y luego prepara la cena y deja, todavía, que el sábado el pariente le dé un asalto, es más dura de pelar, tiene más valor y más entereza que el animal de bellota que, en teoría, la mantiene.
Hagan memoria. Nadie resiste como una mujer la enfermedad, o el sufrimiento propio o ajeno: cuida a los enfermos, se crece en la adversidad, pare hijos -y a veces los concibe- con dolor; y sobre lealtades y sentidos del deber podría dar lecciones a muchos maridos. En cuanto a hacer daño, cuando una mujer abre la navaja no es, como la mayor parte de los hombres, para montar bulla y que nos vean, sino para matar de verdad. En el otro extremo, enamorada, es capaz de amar con más entrega y pasión, y de hacer cosas, tomar decisiones, que los hombres, tan razonables y formales que somos, ni soñaríamos siquiera. No hay quien detenga a una mujer -ni familia, ni marido, ni convenciones sociales- cuando decide liarse la manta a la cabeza; y como adversario, nada más corrosivo para nuestra fatua virilidad que el odio o el desprecio de una hembra inteligente.
Pero, aparte ser más consecuente y valerosa que los hombres, la mujer también es más culta. No se trata de más tiempo libre, como dicen algunos simples, sino de menos egocentrismo: curiosidad por el mundo exterior. La mujer posee mucha información global, porque ve más televisión, más cine. Lee más. Cualquier librero sabe que el setenta por ciento de sus clientes son jóvenes y mujeres. Los hombres estamos demasiado ocupados haciendo números, tomando decisiones fundamentales, endureciendo el gesto ante el espejo, pobres desgraciados, alardeando de un temple que se derrumba en cuanto nos tocan la nómina o el estatus, mientras ellas parecen poseer una reserva secreta de entereza para sobreponerse, aunque caigan chuzos de punta.
Échenle un vistazo a las estadísticas. Además de su presencia en otros sectores, las mujeres copan las carreras de humanidades, o al menos lo que va quedando de éstas. Así, en este final de siglo que termina de tan mala manera, en la confusión que caracteriza a esta especie de noche que se nos viene encima, tan fría como esos ordenadores que engendran los hombres con microchips en lugar de espermatozoides, las mujeres pueden terminar siendo para la cultura lo que los monjes medievales fueron en la trinchera de sus monasterios mientras el mundo se desplomaba alrededor. Y ésa será su venganza, su revancha histórica sobre nuestra estupidez y nuestra injustificada autocomplacencia.
Virtudes masculinas, decía aquél. Permita que me ría, respondí. Ya quisiéramos nosotros, los hombres, poseer ciertas virtudes.
Le respondí que allá él con sus mujeres, pero que uno se honra con el trato de varias que son de armas tomar. Y que muchos nos negamos a aceptar que, por culpa del ridículo concepto medieval de la frágil dama como devocionario caballeresco, la mujer se perpetúe, en los relatos de ficción escrita o cinematográfica, reducida al papel de compañera o comparsa del viril protagonista. Échenle, si no, un vistazo a las películas o a los libros de acción y aventuras. En ese contexto, las mujeres -incluso las que van de duras o fatales- se limitan a dar grititos cuando las cosas vienen mal dadas, y a refugiarse en el sudoroso y fornido hombro del macho que, a lo sumo, las gratifica con un revolcón en condiciones o permite, sólo cuando él está herido y a punto de perecer bajo los mandobles del malvado, que ella, con las dos manos temblorosas en torno a la pistola que empuña casi al revés, le pegue de pura casualidad un tiro al malo por la espalda.
Y resulta que no. Que de virtudes masculinas y femeninas podríamos hablar un rato largo sin necesidad de irnos a Hollywood. Sin ir más lejos, esa mujer que madruga cada día y después de hacer la casa se va a la compra y vuelve para la comida y se sienta un rato a ver el culebrón y luego prepara la cena y deja, todavía, que el sábado el pariente le dé un asalto, es más dura de pelar, tiene más valor y más entereza que el animal de bellota que, en teoría, la mantiene.
Hagan memoria. Nadie resiste como una mujer la enfermedad, o el sufrimiento propio o ajeno: cuida a los enfermos, se crece en la adversidad, pare hijos -y a veces los concibe- con dolor; y sobre lealtades y sentidos del deber podría dar lecciones a muchos maridos. En cuanto a hacer daño, cuando una mujer abre la navaja no es, como la mayor parte de los hombres, para montar bulla y que nos vean, sino para matar de verdad. En el otro extremo, enamorada, es capaz de amar con más entrega y pasión, y de hacer cosas, tomar decisiones, que los hombres, tan razonables y formales que somos, ni soñaríamos siquiera. No hay quien detenga a una mujer -ni familia, ni marido, ni convenciones sociales- cuando decide liarse la manta a la cabeza; y como adversario, nada más corrosivo para nuestra fatua virilidad que el odio o el desprecio de una hembra inteligente.
Pero, aparte ser más consecuente y valerosa que los hombres, la mujer también es más culta. No se trata de más tiempo libre, como dicen algunos simples, sino de menos egocentrismo: curiosidad por el mundo exterior. La mujer posee mucha información global, porque ve más televisión, más cine. Lee más. Cualquier librero sabe que el setenta por ciento de sus clientes son jóvenes y mujeres. Los hombres estamos demasiado ocupados haciendo números, tomando decisiones fundamentales, endureciendo el gesto ante el espejo, pobres desgraciados, alardeando de un temple que se derrumba en cuanto nos tocan la nómina o el estatus, mientras ellas parecen poseer una reserva secreta de entereza para sobreponerse, aunque caigan chuzos de punta.
Échenle un vistazo a las estadísticas. Además de su presencia en otros sectores, las mujeres copan las carreras de humanidades, o al menos lo que va quedando de éstas. Así, en este final de siglo que termina de tan mala manera, en la confusión que caracteriza a esta especie de noche que se nos viene encima, tan fría como esos ordenadores que engendran los hombres con microchips en lugar de espermatozoides, las mujeres pueden terminar siendo para la cultura lo que los monjes medievales fueron en la trinchera de sus monasterios mientras el mundo se desplomaba alrededor. Y ésa será su venganza, su revancha histórica sobre nuestra estupidez y nuestra injustificada autocomplacencia.
Virtudes masculinas, decía aquél. Permita que me ría, respondí. Ya quisiéramos nosotros, los hombres, poseer ciertas virtudes.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
12 de junio de 1994
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