09 febrero 2012

Bebe mi sangre



Cuando los vecinos de la manzana se enteraron de la composición que había escrito Jules, decidieron definitivamente que el muchacho estaba loco. Hacía tiempo que lo sospechaban.


Su mirada inexpresiva hacía estremecer a la gente. Y ese modo de hablar, áspero, gutural, no parecía normal en cuerpo tan frágil. La palidez de su piel asustaba a más de una criatura; parecía pender suelta por sobre la carne. Jules odiaba la luz del sol.


Y sus ideas resultaban un poco fuera de lugar para la gente que vivía en la misma manzana.

Jules quería ser un vampiro.


Se tenía por cierto que había nacido en una noche de tormenta, mientras el viento arrancaba los árboles de raíz. Decían que al nacer tenía tres dientes, y que los usó para prenderse al pecho de su madre, sacándole sangre junto con la leche.

Decían que al oscurecer ladraba y reía en su cuna. Que caminó a los dos meses, y que se sentaba a mirar la luna en las noches claras.


Eso decía la gente.


Los padres estaban muy preocupados por él. Como era el único hijo, repararon de inmediato en sus rarezas. Al principio lo creyeron ciego, pero el médico les dijo que se trataba sólo de una mirada vacía. Dijo que Jules, dado el gran tamaño de la cabeza, podía ser un genio o un idiota. Resultó ser idiota.


Hasta los cinco años no pronunció una palabra. Entonces, una noche, al sentarse a la mesa, dijo: “Muerte”.


Sus padres se sintieron confusos, entre la alegría y el disgusto. Finalmente encontraron el punto medio entre ambos sentimientos, y decidieron que Jules no debía saber qué significaba esa palabra.


Pero Jules lo sabía.


A partir de aquella noche, desarrolló un vocabulario tan amplio que cuantos lo conocían quedaban atónitos. No sólo aprendía de inmediato cuantos vocablos escuchaba, los que leía en los carteles, en las revistas y en los libros: además inventaba sus propias palabras. Como “sensanoche” o “matamor”. En realidad, eran varias palabras mezcladas y fundidas, y expresaban cosas que Jules sentía, sin que le fuera posible explicarlas con otro vocabulario.


Solía sentarse en el porche mientras los otros niños jugaban a la rayuela o a la pelota. Miraba fijamente la vereda, y creaba sus palabras.


Hasta la edad de doce años, Jules no buscó ningún tipo de problemas. Hubo, por cierto, una vez en que lo encontraron desvistiendo a Olivie Jones en un callejón, y en otra oportunidad lo descubrieron disecando un gatito en su propia cama. Pero transcurrieron varios años entre uno y otro episodio, y aquellos escándalos cayeron en el olvido. En general, durante toda su infancia no hizo nada peor que resultarles desagradable a quienes lo conocían.


Asistía a la escuela, pero nunca estudiaba. Tardaba dos o tres años en aprobar cada grado. Todos los maestros lo conocían por su nombre de pila. En algunas materias, tales como lectura y redacción, era casi brillante. En otras, en cambio, no tenía remedio.


A los doce años, un sábado, Jules fue al cine a ver “Drácula”. Cuando la película terminó, salió convertido en una masa de nervios palpitantes. Volvió a su casa y se encerró en el baño durante dos horas. Por mucho que los padres golpearon la puerta y gritaron sus amenazas, no salió. Finalmente apareció, a la hora de la cena, con un vendaje en el pulgar y una expresión satisfecha.


A la mañana siguiente fue a la biblioteca. Era domingo. Durante todo el día aguardó a que abrieran el lugar, sentado en los escalones. Al fin volvió a su casa. Pero a la mañana siguiente, en vez de ir a clase, volvió a la biblioteca.


Entre los estantes de libros localizó el tomo de “Drácula”. No podía retirarlo en préstamo, pues no era socio; para asociarse tenía que presentarse con el padre o la madre. Por lo tanto, se limitó a esconder el libro en el pantalón, y se marchó sin devolverlo.


Fue al parque, y allí se sentó a leer el libro. Ya era de noche cuando terminó. Entonces volvió a empezarlo, mientras volvía a la casa, leyendo a la luz de las lámparas. De todos los reproches que se le hicieron por haberse saltado la comida y la cena, no oyó una palabra. Comió, fue a su cuarto y terminó el libro por segunda vez. Cuando le preguntaron de dónde lo había sacado, respondió que lo había encontrado en la calle.


Pasaron varios días. Jules leyó aquella historia una y otra vez, y no volvió a la escuela. Por las noches, cuando el sueño y el cansancio lo vencían, la madre llevaba el libro a la sala para mostrárselo al esposo. Una noche notaron que Jules había subrayado ciertas frases con ideas temblorosas: “Los labios estaban rojos de sangre fresca, el surco había corrido por su barbilla, manchando la pureza de su mortaja”, o “Cuando la sangre comenzó a manar, me tomó las manos con una sola de las suyas, sujetándolas con fuerza; con la otra me impulsó por el cuello, oprimiendo mis labios contra la herida”.


Cuando la madre vio aquello, arrojó el libro al depósito de basura. A la mañana siguiente, Jules descubrió la falta del libro, lanzó un grito y retorció el brazo a su madre hasta que ella le dijo dónde lo había escondido. El muchacho corrió al sótano y escarbó entre las montañas de desperdicios hasta encontrar su libro Con las manos y las muñecas sucias de borra de café y clara de huevo, volvió al parque y leyó nuevamente el volumen.


Durante todo un mes, no hizo sino leerlo ávidamente. Por último, llegó a conocerlo tan bien que lo descartó: le bastaba con pensar en él.


Los boletines de la escuela denunciaban sus constantes ausencias, y la madre le gritó. Por lo tanto, Jules decidió retornar por un tiempo. Quería escribir una composición.


Un día la escribió en clase. Cuando todo el mundo hubo terminado, la maestra preguntó quién quería leer su composición en voz alta, y Jules levantó la mano. Fue toda una sorpresa para la maestra, pero se dejó llevar por la piedad y por el deseo de alentarlo. Le tomó la pequeña barbilla con una sonrisa, diciendo:


—Muy bien. Atención, niños, Jules nos va a leer su composición.


Jules se puso de pie, excitado. El papel le temblaba en las manos. Leyó.


—“Mi ambición”, por…


—Pasa al frente, querido.


Jules pasó al frente de la clase. La maestra sonreía con afecto. Volvió a empezar.


—“Mi ambición”, por Jules Drácula.


La sonrisa de la maestra se desvaneció.


—“Cuando crezca, quiero ser vampiro”.


Los labios de la maestra se curvaron hacia abajo, y sus ojos se dilataron.


—“Quiero vivir eternamente, y arreglar cuentas con todo el mundo, y convertir en vampiros a todas las muchachas”.


― ¡Jules!


—“Quiero tener un aliento hediondo, que huela a tierra muerta, a criptas y a dulces ataúdes”.


La maestra se estremeció. Sin poder creer en lo que oía, crispó una mano sobre el secante verde. Los niños estaban boquiabiertos. Se oían algunas risitas, pero no entre las niñas, por cierto.


—“Quiero que mi cuerpo sea frío, y mi carne esté podrida. Quiero tener sangre robada en las venas”.


—Con eso ba… ¡Ejemmmm! ―la maestra se aclaró ruidosamente la garganta—. Con eso basta, Jules —dijo.

Jules siguió hablando, en voz alta y desesperada.


—“Quiero hundir mis dientes blancos, terribles, en el cuello de las víctimas. Quiero que…”


—¡Jules! ¡Vuelve a tu asiento inmediatamente!


—“Quiero que se claven como navajas en la carne y en las venas” —leyó Jules, en tono feroz.


La maestra se levantó de un salto. Los niños temblaban. Ya no había risitas.


—“Y después, cuando los retire, la sangre manará abundante en mi boca, me correrá cálidamente por la garganta y…”


La mujer lo tomó por el brazo. Jules se desasió y escapó hasta un rincón. Allí, parapetado tras un banquito, gritó:


—“¡Y sacaré la lengua, y deslizaré los labios por la garganta de mis víctimas! ¡Quiero beber sangre de mujer!”


La maestra se lanzó en arremetida, sacándolo a la rastra de su rincón. Jules se defendió a zarpazos, y gritó durante todo el trayecto hasta la oficina del director:


—¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición!


Fue horrible.


Con Jules encerrado en su cuarto, la maestra y el director celebraron una reunión con los padres, relatando la escena en tonos sepulcrales. En todas las casas de la manzana se discutía el mismo tema. Los padres, al principio, se negaron a creerlo, tomando la historia como invención de los niños. Pero acabaron por pensar que, si los chicos eran capaces de inventar tales cosas, habían estado criando a verdaderos monstruos. Y optaron por creerlo.


Después de aquel episodio, todos observaban a Jules con mirada de gavilán. Evitaban el contacto con él. Los padres apartaban a sus hijos cuando lo veían aproximarse, y por todas partes corrían leyendas sobre él.

Hubo más partes de ausencias escolares. Jules comunicó a su madre que no volvería a la escuela, y nada pudo hacerlo cambiar de idea. Jamás volvió. Cada vez que los funcionarios de inspección escolar visitaban su casa, Jules escapaba por los techos.


Y así pasó un año.


Jules vagaba por las calles en busca de algo, sin saber qué. Lo buscó en los callejones, en las latas de basura y en los terrenos baldíos. Lo buscó por el este, por el oeste y en el medio.


Y no podía encontrarlo.


Pocas veces dormía, y nunca hablaba. Se pasaba los días con la mirada gacha. Olvidó todas las palabras de su invención.


Hasta que al fin…


Un día, en el parque, Jules pasó por el zoológico. Frente a la jaula del murciélago vampiro, una comente eléctrica pareció atravesarle el cuerpo. Los ojos se le dilataron, y sus dientes descoloridos lucieron en una sonrisa.


A partir de aquel día, Jules volvió diariamente al zoológico, para contemplar al vampiro. Hablaba con él, llamándole “conde”. En el fondo de su corazón, lo consideraba en verdad como un hombre que había cambiado de forma.


Le atacó nuevamente la sed de cultura. Robó otro libro de la biblioteca, donde se describía toda la vida salvaje. Encontró la página donde se hablaba del murciélago vampiro, la arrancó, y descartó el resto del libro.


Aprendió de memoria aquel trozo. Aprendió cómo hace el murciélago la incisión, cómo lame la sangre, tal como un gatito lame su crema, cómo camina sobre las puntas de sus alas plegadas y sobre las patas traseras, tal como una araña negra y velluda. Por qué la sangre es su único alimento.


Pasaron los meses. Jules seguía contemplando al murciélago y hablándole. Se convirtió en el único consuelo de su vida, el símbolo de los sueños hechos realidad.


Un día, Jules notó que el tejido de alambre que cubría la jaula se había aflojado en el fondo. Echó una veloz mirada alrededor. Nadie lo miraba. El día estaba nublado, y no había mucha gente en el zoológico.

Jules tironeó del alambre. Se movía un poco.


En ese momento, un hombre salió de la jaula de los monos. Jules retiró la mano y se alejó a grandes pasos.

Desde aquella noche, Jules esperaba a que todos le creyeran dormido, y pasaba descalzo junto al dormitorio de sus padres. Escuchaba los ronquidos del interior, y se calzaba apresuradamente para correr al zoológico.


Si el guardián no estaba cerca, Jules tironeaba del alambre, que iba aflojándose cada vez más. Cuando llegaba el momento de volver a su casa, volvía a colocar el alambre en su sitio, para que nadie pudiera sospechar.


Pasaba el día entero frente a la jaula, contemplando al “conde”; reía entre dientes, prometiéndole que pronto volvería a estar libre.


Contaba al “conde” todo lo que sabía. Le contaba que pensaba practicar hasta poder bajar por las paredes cabeza abajo. Le decía que no se preocupara, que pronto estaría fuera de allí. Y entonces, juntos, podrían recorrer la zona y beber la sangre de las muchachas.


Una noche, Jules quitó el alambre y se arrastró por debajo, hasta entrar a la jaula. Estaba muy oscuro. De rodillas, avanzó hasta la pequeña casilla de madera, y prestó atención, tratando de oír los chillidos del “conde”.


Introdujo la mano por la puerta oscura, susurrando. Un aguijonazo en el dedo le hizo saltar. Con una expresión de inmenso placer, atrajo hacia sí a aquel murciélago velludo y palpitante. Salió con él de la jaula, y huyó a la carrera del zoológico y del parque, por las calles silenciosas.


La mañana avanzaba. La luz iba poniendo un toque gris en los cielos sombríos. Pero Jules no podía volver a su casa. Necesitaba un lugar donde ir.


Bajó por un callejón y trepó por un cerco, sin soltar al murciélago, que lamía la sangre del dedo herido. Cruzó un patio, y entró a un pequeño cobertizo desierto.


El interior estaba oscuro y húmedo, lleno de cascotes, latas vacías, excrementos y cartones mojados. Jules se aseguró de que el murciélago no pudiera escapar. Después cerró la puerta y colocó un palo a modo de traba.

El corazón le latía furiosamente, los miembros le temblaban. Dejó en libertad al murciélago. Éste voló hasta un rincón oscuro, y allí se colgó de unas tablas.


Jules se arrancó febrilmente la camisa; sus labios se estremecieron en una sonrisa demencial. Sacó del bolsillo de sus pantalones una pequeña navaja que había robado a su madre. La abrió, y deslizó un dedo sobre la hoja; el filo le cortó la carne. Con una mano temblorosa, lanzó un golpe contra su propia garganta. La sangre corrió entre los dedos.


—¡Conde! ¡Conde! —gritó, frenético de alegría—. ¡Beba mi sangre roja! ¡Bébame! ¡Bébame!


Avanzó a tropezones entre las latas vacías, resbalando, mientras buscaba a tientas al murciélago. El animal se desprendió de un salto y voló, raudo, a través del cobertizo, para colgarse en el otro extremo.


Por las mejillas de Jules se deslizaron dos lágrimas. Apretó los dientes. La sangre le corría por los hombros, por el pecho angosto y lampiño. El cuerpo entero se le estremecía, como atacado por la fiebre. Tambaleándose, se volvió hacia el otro extremo del cobertizo. Tropezó, y el borde agudo de una lata le abrió un tajo en el costado. Alargó las manos, y aferró el cuerpo del murciélago para ponérselo a la garganta. Se dejó caer de espaldas sobre la tierra húmeda y fría, y dejó escapar un suspiro. Con las manos apretadas contra el pecho, empezó a gemir, presa de náuseas. El murciélago negro, posado sobre su cuello, lamía silenciosamente la sangre.


Jules sintió que la vida se le escapaba. Pensó en todos los años pasados. La espera, sus padres, la escuela. Drácula. Los sueños. Todo acababa allí, en esa gloria repentina.


Abrió los ojos, y el interior de aquel cobertizo maloliente dio vueltas a su alrededor. La respiración se le hacía difícil. Abrió la boca para aspirar una bocanada de aire, pero le resultó desagradable. Tosió, y su cuerpo desnudo se agitó sobre el suelo frío.


El cerebro se le iba cubriendo de neblinas, una sobre otra, como velos echados sobre él.


De pronto, la mente se le iluminó con una espantosa claridad. Sintió el dolor agudo en el costado. Supo que yacía medio desnudo entre los desperdicios, dejando que un murciélago volador le bebiera la sangre.


Con un grito ahogado, se irguió, arrancándose del cuello aquel bulto peludo y palpitante, y lo arrojó lejos de sí. El animal volvió, abanicándole el rostro con las alas vibrantes.


Jules, con gran esfuerzo, se puso de pie y buscó la salida. Casi no veía. Trató de detener en parte la hemorragia, y logró abrir la puerta. Salió al patio oscuro y se dejó caer de boca sobre la hierba alta.

Trató de pedir ayuda, pero sus labios no pudieron pronunciar sino un balbuceo ridículo.


Oyó el batir de alas. Súbitamente, aquello cesó.


Unas manos fuertes lo levantaron con suavidad. Su mirada agonizante se posó en el hombre alto y moreno, cuyos ojos fulguraban como rubíes.


—Hijo mío —dijo el hombre.



Richard Matheson (1951).










***

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