Hoy toca batallita, de las que fueron borradas de
los libros de texto españoles, o casi, porque contar eso a los jóvenes
es propio, dicen, de carcamales y de fascistas. Por estas mismas fechas,
en Waterloo, se conmemora el 196º aniversario de la derrota de Napoleón
ante Wellington; y el campo de batalla, muy bien conservado, se
convierte en excepcional espectáculo para escolares, aficionados y
turistas. En España, gracias a los grupos locales de recreación
histórica, esas iniciativas son cada vez más frecuentes, supliendo las
lecciones de Historia que por ignorancia o negligencia, sin distinción
de partido o ideología, descuidan nuestros responsables de Educación y
de Cultura. Sin embargo, hay fechas aciagas que ni siquiera así se
recuerdan. Si la tragedia de un campo de batalla es siempre una lección
sobre los pueblos y su naturaleza, la que este 23 de julio cumple 90
años exactos dice mucho sobre España y quienes la habitamos. Y en lo que
dice, apenas hay algo bueno. En esa fecha, en lo que se conoce como
desastre de Annual, casi 8.000 soldados españoles fueron sacrificados
como corderos, y más de medio millar apresados por las harkas sublevadas
en Marruecos por Abd el Krim, que en pocos días reconquistaron todas
las posiciones establecidas por nuestro ejército en la zona oriental del
Protectorado. Lo que había empezado como una arrogante campaña para
ocupar el Rif desembocó en una sucesión de desastres culminados por
terribles matanzas: la caída de Igueriben, la trágica fuga de Annual y
la carnicería de Monte Arruit, con masivos asesinatos de heridos y
prisioneros por parte de los rifeños, salvajes mutilaciones,
crucifixiones y empalamientos con estacas de alambradas. Y toda esa
barbarie, toda esa desgracia estremecedora, muy bien narrada por los
novelistas Ramón J. Sender y Arturo Barea, que allí fueron soldados y
testigos de excepción, la sufrieron los de siempre: los pobres
soldaditos del sistema de cuotas; la humilde carne de cañón que no
podía, como los ricos, pagar a otro pobre desgraciado para quedar exenta
del servicio militar.
El horror de esos días merece ser recordado cada año en España con más razón que los hechos de armas heroicos, porque fue peor que una sangrienta derrota. Fue, sobre todo, una tragedia tan típica y nuestra como la paella, el jamón ibérico o el flamenco. Aquello fue la derrota de un país entero, la expresión de incompetencia de generales y de políticos, la improvisación, la desidia, la indisciplina, la cobardía y la desfachatez llevadas al extremo: España en estado puro. Y sobre el terreno, desde el general Silvestre, jefe de las operaciones -muerto allí sin honor ni decencia- hasta los oficiales y mandos subalternos, aterrorizados, embrutecidos por el horror de la huida en tropel y la matanza, casi todos cuantos tuvieron mando en la tragedia fueron indignos de sus estrellas y galones, llevando a la infeliz tropa al calvario para abandonarla luego, indefensa, en manos del enemigo. Los relatos de los supervivientes, más que indignación, lo que causan es sonrojo. Una inmensa vergüenza por lo que a veces fuimos. Por lo que a menudo somos.
Recordar aquello es, para cualquier español, un ejercicio doloroso y necesario. Una clave más para comprender el triste país donde se vive y la infame clase dirigente con la que seguimos jugándonos los cuartos y la vida. Pero también, como sucede hasta en las mayores desgracias, el desastre de 1921 proporciona cierto consuelo al demostrar que ni siquiera en situaciones trágicas desaparecen por completo la dignidad y el coraje. Bajo tanta incompetencia y cobardía, entre las imágenes de miles de cadáveres mutilados y resecos al sol, quien lee sobre aquello encuentra también retazos analgésicos, hechos admirables que permiten respirar entre tanto horror y tanta patriotera mierda. El último mensaje de los defensores de Igueriben, por ejemplo: «Sólo nos quedan doce cargas de cañón. Contadlas, y a la duodécima, fuego contra nosotros porque el enemigo habrá entrado en la posición». O las sucesivas cargas de caballería dadas sable en mano, para proteger a los desbandados de Annual, por el heroico regimiento de Alcántara: ensangrentado, diezmado y tan agotado en hombres y caballos que los últimos ataques hubo de darlos despacio, al paso, bajo el fuego horroroso de los rifeños. Si quieren hacerse idea, busquen en Internet: hay un cuadro estremecedor de nuestro mejor pintor de batallas vivo, el catalán Ferrer-Dalmau, titulado «Las cargas del Gan». Uno de esos lienzos que a veces lo reconcilian a uno con esta infeliz España que, pese a ella misma y gracias a unos cuantos, merece salvarse siempre.
El horror de esos días merece ser recordado cada año en España con más razón que los hechos de armas heroicos, porque fue peor que una sangrienta derrota. Fue, sobre todo, una tragedia tan típica y nuestra como la paella, el jamón ibérico o el flamenco. Aquello fue la derrota de un país entero, la expresión de incompetencia de generales y de políticos, la improvisación, la desidia, la indisciplina, la cobardía y la desfachatez llevadas al extremo: España en estado puro. Y sobre el terreno, desde el general Silvestre, jefe de las operaciones -muerto allí sin honor ni decencia- hasta los oficiales y mandos subalternos, aterrorizados, embrutecidos por el horror de la huida en tropel y la matanza, casi todos cuantos tuvieron mando en la tragedia fueron indignos de sus estrellas y galones, llevando a la infeliz tropa al calvario para abandonarla luego, indefensa, en manos del enemigo. Los relatos de los supervivientes, más que indignación, lo que causan es sonrojo. Una inmensa vergüenza por lo que a veces fuimos. Por lo que a menudo somos.
Recordar aquello es, para cualquier español, un ejercicio doloroso y necesario. Una clave más para comprender el triste país donde se vive y la infame clase dirigente con la que seguimos jugándonos los cuartos y la vida. Pero también, como sucede hasta en las mayores desgracias, el desastre de 1921 proporciona cierto consuelo al demostrar que ni siquiera en situaciones trágicas desaparecen por completo la dignidad y el coraje. Bajo tanta incompetencia y cobardía, entre las imágenes de miles de cadáveres mutilados y resecos al sol, quien lee sobre aquello encuentra también retazos analgésicos, hechos admirables que permiten respirar entre tanto horror y tanta patriotera mierda. El último mensaje de los defensores de Igueriben, por ejemplo: «Sólo nos quedan doce cargas de cañón. Contadlas, y a la duodécima, fuego contra nosotros porque el enemigo habrá entrado en la posición». O las sucesivas cargas de caballería dadas sable en mano, para proteger a los desbandados de Annual, por el heroico regimiento de Alcántara: ensangrentado, diezmado y tan agotado en hombres y caballos que los últimos ataques hubo de darlos despacio, al paso, bajo el fuego horroroso de los rifeños. Si quieren hacerse idea, busquen en Internet: hay un cuadro estremecedor de nuestro mejor pintor de batallas vivo, el catalán Ferrer-Dalmau, titulado «Las cargas del Gan». Uno de esos lienzos que a veces lo reconcilian a uno con esta infeliz España que, pese a ella misma y gracias a unos cuantos, merece salvarse siempre.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
17 de julio de 2011
***
1 comentario:
Sólo una palabra: Grande ;-)
Publicar un comentario