4 de mayo
Me enteré de que el propietario del hotel había recibido una carta del conde con instrucciones de que me reservase la mejor plaza de la diligencia; pero al preguntarle ciertos detalles, se mostró algo reticente y fingió no entender mi alemán. No podía ser cierto, ya que hasta ese momento me había comprendido a la perfección; al menos, había contestado a mis preguntas como si me entendiera bien. Él y su esposa. la señora mayor que me había recibido, se miraron como asustados. Él murmuró que había recibido el dinero junto con una carta, y que eso era cuanto sabía. Al preguntarle si conocía al conde Drácula y si podía contarme algo sobre su castillo, se santiguaron los dos, y tras decirme que no sabían nada en absoluto, se negaron a seguir hablando. Faltaba tan poco para emprender la marcha, que no tenía tiempo de preguntar a nadie más; pero todo era muy misterioso y muy poco tranqulizador.
Poco antes de irme, la señora mayor subió a mi habitación y exclamó, casi al borde de la histeria:
-¿Tiene que ir? Oh, joven Herr, ¿tiene que ir?
Estaba tan excitada que parecía haber perdido el dominio del alemán que sabía y se le embarullaban con otra lengua que yo desconocía por completo. Sólo fui capaz de seguir su discurso a base de hacerle muchas preguntas. Cuando dije que me marchaba enseguida, y que iba por un asunto importante, me preguntó:
- ¿Sabe qué día es hoy?
Le contesté que era cuatro de mayo. Ella negó con la cabeza, y exclamó:
- ¡Oh, sí! ¡Lo sé, lo sé!; pero ¿sabe qué día es? -Y al contestar yo que no comprendía, prosiguió-: Es la víspera de San Jorge. ¿Sabe que esta noche, cuando el reloj dé las doce, todos los seres malignos andarán libres por el mundo? ¿Sabe adónde va usted y a qué va?
Manifestaba una angustia tan evidente que traté de tranquilizarla, aunque sin resultado. Por último, cayó de rodillas y me imploró que no fuese, que esperase al menos un día o dos, antes de ir. Era una escena ridícula, pero me hacía sentir incómodo. Sin embargo, tenía un asunto que resolver y no podía consentir que nada lo obstaculizase. Así que traté de levantarla, y le dije, lo más gravemente que pude, que se lo agradecía, pero que mi deber no admitía demora, y no tenía más remedio que ir. Entonces se levantó y se secó los ojos, y quitándose del cuello un crucifijo, me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como miembro de la Iglesia anglicana, me han enseñado a considerar idolátricas estas cosas, y al mismo tiempo me parecía una falta de cortesía hacerle un desaire a una señora mayor tan bien intencionada y en semejante estado de ánimo. Supongo que vio la duda reflejada en mi rostro, pues me ciñó el rosario alrededor del cuello y dijo:
- Por su madre.
Y salió de la habitación. Esta parte del diario la estoy escribiendo mientras espero la diligencia, que naturalmente ya tiene retraso, y aún llevo el crucifijo alredor del cuello. No sé si serán los temores de esa señora, pero ya no tengo el ánimo tan sereno como antes. Si este libro llegara a Mina antes que yo, que le lleve mi último adiós. ¡Ahí viene la diligencia!
5 de mayo. El castillo
El gris de la madrugada se ha disipado, y el sol se encuentra muy alto respecto al lejano horizonte, que parece mellado, no sé si a causa de los árboles o por los cerros; están tan lejos que las cosas grandes se confunden con las pequeñas. Estoy desvelado, así que, como voy a poder dormir hasta la hora que quiera, me entretendré escribiendo hasta que me entre sueño. Tengo muchas cosas extrañas que anotar; y para que el que las lea no piense que cené demasiado antes de salir de Bistritz, consignaré aquí cuál fue exactamente el menú. Tomé lo que aquí llaman "filete bandido": trozos de tocino, cebolla y carne de vaca, sazonado todo con pimienta, y ensartado en unos bastones y asado al fuego, ¡al estilo sencillo de la carne de caballo que se vende por las calles de Londres! El vino era un mediasch dorado, y produce un raro picor en la lengua que, no obstante, no resulta desagradable. Únicamente tomé un par de vasos; nada más.
Cuando subí a la diligencia, el cochero aún no había ocupado su asiento; le vi charlando con la señora de la posada. Evidentemente, hablaba de mí, porque de cuando en cuando miraba en dirección mía, y algunas personas, que estaban sentadas en un banco junto a la puerta -que ellos llaman con un nombre que significa "el mentidero"- se habían acercado a escuchar y se volvían para mirarme, casi todos con cierta expresión de lástima. Oí que repetían con frecuencia determinadas palabras; palabras extrañas, ya que había gentes de las más diversas nacionalidades entre los reunidos; así que saqué discretamente de mi bolsa el diccionario multilingüe y las busqué. Confieso que no me llenaron de animación, ya que entre otras encontré Ordog, Satanás; pokol, infierno; stregoica, bruja; vrolok y vlkoslak, que significan igualmente (una en eslavo y otra en serbio) algo así como hombre lobo o vampiro (Mem., preguntar al conde acerca de estas supersticiones).
Cuando emprendimos la marcha, la multitud congregada en la puerta de la posada, que a la sazón había aumentado considerablemente, hizo la señla de la cruz y apuntó con dos dedos hacia mí. Con cierta dificultad, conseguí pedirle a otro pasajero que me explicase qué significaba aquello; al principio no quiso contestarme, pero al saber que yo era inglés, me dijo que era un conjuro o protección contra el mal de ojo. Esto no me pareció muy agradable con respecto a mí, que partía hacia una región desconocida al encuentro de un hombre al que nunca había visto; pero todos se mostraron tan ebnévolos y tan afligidos, y amnifestaron tanta compasión, que no pude por menos sentirme conmovido. Nunca olvidaré la última imagen de la posada, con aquella multitud de personas de atuendo pintoresco, todas santiguándose, bajo el arco, recortadas sobre un fondo de abundantes adelfas y naranjos plantados en cubas verdes agrupadas en el centro del patio. Luego, nuestro cochero, cuyos amplios calzones de lino -que aquí llaman gotza- cubrían casi por entero al pescante, hizo estallar su enorme látigo por encima de los cuatro caballos, partieron éstos a un tiempo y emprendimos la marcha.
No tardaron en quedar atrás los temores espectrales, olvidados ante la belleza del escenario por el que viajábamos; aunque, de haber conocido yo la lengua -o más bien las lenguas- que hablaban mis compañeros, quizás no se me habrían disipado con tanta facilidad. Ante nosotros se extendía una tierra ondulada, poblada de bosques y sembrada de empinados cerros coronados por grupos de árboles o caseríos, con los blancos nastiales pegados a la carretera. En todas partes se veían cantidades sorprendentes de frutales en flor: manzanos, ciruelos, perales y cerezos; al acercanos, podíamos observar que la hierba que crecía debajo estaba salpicada de pétalos caídos. Por entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman la Mittel Land discurría la carretera, perdiéndose al describir una curva, o al ocultarla el lindero impreciso de algún bosque de pinos, que de cuando en cuando descendía por las pendientes como una lengua de fuego. La calzada era desigual, peroparecía que volábamos por ella a febril velocidad. Yo no entendía el porqué de tanta prisa, pero el cochero estaba decidido evidentemente a no perder el tiempo en llegar al Borgo Pound. Me dijeron que esta carretera era excelente en primavera, pero que aún no la habían arreglado después de las nieves del invierno. En esete sentido, es distinta a las carreteras de los Cárpatos en general, pues existe una vieja tradición según la cual no hay que conservarlas en demasiado buen estado. Desde tiempo inmemorial, los hospodars (término eslavo que significa "amo" o "señor") no quieren arreglarlas por temor a que los turcos crean que las preparan para desplazar tropas extranjeras y se apresuren a provocar la guerra que, en realidad, siempre está a punto de estallar.
Mientras corríamos por la interminable carretera, el sol descendía cada vez más a nuestra espalda y las sombras de la tarde empezaban a crecer a nuestro alrededor. Este efecto se acentuaba más mientras el sol poniente seguía iluminando las nevadas cumbres que parecían emitir un delicado y frío resplandor sonrosado. De cuando en cuando nos cruzábamos con algunos checos y eslovacos, todos vestidos con trajes típicos. Junto a la carretera había numerosas cruces, y cuando pasábamos veloces junto a ellas, mis compañeros de viaje se santiguaban. a veces veíamos a alguna campesina o campesino arrodillado ante una capilla y ni siquiera se volvía la pasar nostros, sino que parecía entregado a una devoción que carecía de ojos y oídos para el mundo exterior. Al caer la tarde empezó a hacer frío y el ocaso pareció sumir en oscura bruma la lobreguez de los árboles -robles, hayas y pinos-, aunque en los valles corrían profundos entre los espolones de los montes, cuando subíamos hacia el desfiladero, los negros abetos se alzaban sobre un fondo de nieve recién caída. A veces, cuando la carretera atravesaba los bosques de pinos que en la oscuridad parecían cerrarse sobre nosotros, las grandes masas grisáceas, que aquí y allá desparramaban los árboles, producían un efecto singularmente espectral y solemne que favorecía los lúgubres pensamientos y figuraciones que sugerían el atardecer, cuando el sol poniente proyectaba sobre el extraño relieve las nubes fantasmales que se deslizaban sin cesar entre los valles de los Cárpatos. A veces los montes son tan escarpados que, a pesar de la prisa del cochero, los caballos se veían obligados a ir al paso. Quise bajarme y caminar junto a ellos, como hacemos en mi país, pero el cochero no lo consintió.
- No, no -dijo-, no se puede ir andando por aquí; los perros son demasiado feroces -y añadió, con lo que evidentemente quería ser una broma siniestra, pues se volvió para ganarse la sonrisa aprobadora de los demás- ya tendrá usted bastante antes de acostarse esta noche.
La única vez que se detuvo, fue para encender los faroles.
Cuando oscureció, los pasajeros se pusieron nerviosos y, uno tras otro, empezaron a decirle cosas al cochero, como instándolo a que fuese más aprisa. Él hostigaba despiadadamente a los caballos con su gran látigo, y los animaba a correr más con gritos furiosos de aliento. Entonces, en medio de la oscuridad, distinguí una especie de claridad grisácea delante de nosotros, como si se tratase de una grieta entre los montes. El nerviosismo de los viajeros aumentó; la loca diligencia se cimbreaba sobre las grandes ballestas de cuero y se escoraba como un barco sacudido por un mar tempestuoso. Tuve que agarrarme. La carretera se hizo más llana y pareció que volábamos. Luego, las montañas se fuerona cercando a uno y a otro lado, ciñiéndose amenazadoras a nosotros: estábamos entrando en el desfiladero de Borgo. Varios pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo en que los aceptase con una veheencia que no admitía negativas; eran de lo más variado y extraños, aunque cada uno me lo daba con sencilla buena fe, con una palabra amable y una bendición, y esa extraña mezcla de gestos temerosos que ya había observado delante del hotel de Bistritz: la señal de la cruz y la protección contra el mal de ojo. Después, mientras corríamos, el cochero se inclinó hacia delante y los pasajeros, asomándose a uno y a otro lado dle coche, escrutaron ansiosamente la oscuridad. Era evidente que esperaban o temían que sucediera algo muy emocionante, pero aunque pregunté a cada uno de los pasajeros, ninguno quiso darme la más ligera explicación. en ese estado de nerviosismo se prolongó durante un rato; por fin, vimos abrirse el desfiladero hacia oriente. El cielo estaba poblado de nubes oscuras e inquietas, y en el aire flotaba una sensación densa y opresiva de tormenta. Parecía como si la cordillera hubiese dividido la atmósfera en dos y entráramos ahora en la parte tormentosa. Yo mismo me asomé, tratando de divisar el vehículo que debía llevarme hasta el conde. Esperaba, pero todo estaba oscuro. La única luz que percibíamos eran los rayos parpadeantes de nuestros faroles, que hacían visible el vapor que despedían nuestros extenuados caballos, en forma de nube blanca. Ahora podíamos distinguir la calzada arenosa delante de nosotros, pero no había signo alguno del otro vehículo. Los pasajeros se arrellanaron con un suspiro de alivio que pareció una burla a mi desencanto. Me habían puesto a pensar sobre qué debía hacer ahora, cuando el cochero, consultando su reloj, dijo a los demás algo que oí a duras penas, ya que lo dijo en voz baja; creo que fue: "Una hora de adelanto". Luego, volviéndose hacia mí, añadió en un alemán peor que el mío:
-No hay ningún carruaje. No le esperan, Herr. Así que tendrá que venirse a Bucovina y volve rmañana o pasado, mejor pasado.
Mientras hablaba, los caballos empezaron a relinchar y a corcovear locamente de modo que el cochero tuvo que sujetarlos. A continuación, mientras los campesinos prorrumpían en exclamaciones a coro y se santiguaban, nos alcanzó una calesa con cuatro caballos y se situó junto a la diligencia. Al resplandor de nuestros faroles observé que los caballos eran unos animales espléndidos, negros como el carbón. Los guiaba un hombre alto, con una larga barba color castaño y un gran sombrero negro que le ocultaba la cara. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes y rojos en el momento de volverse hacia nosotros. Le dijo al cochero:
-Pasa antes de la hora esta noche, amigo.
El hombre tartamudeó:
-El Herr inglés tiene prisa.
A lo que el desconocido contestó:
-Por eso, supongo, se lo llevaba usted a Bucovina. No puede engañarme, amigo; sé demasiado y mis caballos son muy rápidos.
Sonrió al hablar, y nuestros faroles iluminaron una boca dura, de labios muy rojos y dientes afilados y blancos como el marfil. Uno de mis compañeros susurró a otro el verso de Lenore, de Bürguer:
Denn die Toten reiten schnell
(Porque los muertos viajan veloces)
El desconocido conductor oyó evidentemente el comentario, porque alzó los ojos con resplandeciente sonrisa. El pasajero desvió la mirada, al tiempo que se santiguaba con dos dedos.
-Deme el equipaje del Herr -dijo el de la calesa.
Le tendieron mis bolsas de viaje con asombrosa prontitud y él las acomodó en su carruaje. Luego descendí de la diligencia; la calesa se había situado muy cerca de la portezuela y el desconocido me ayudó, cogiéndome el brazo con mano de acero; debía se tener una fuerza prodigiosa. Sin decir una palabra, sacudió las riendas, los caballos dieron la vuelta y nos sumergimos en la oscuridad del desfiladero. Al mirar atrás vi el vapor de los caballos de la diligencia a la luz de los faroles y, recortadas sobre él, las figuras de mis anteriores compañeros santiguándose. Seguidamente el cochero hizo restallar su látigo sobre los caballos y reaunudaron su veloz viaje hacia Bucovina.
(Continuará)
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