He tenido mis problemas con True Blood. Después de que se diluyera la novedad de los primeros capítulos -que proponían una lectura contemporánea realmente imaginativa en torno a los mitos del vampirismo-, estuve a punto de abandonar la serie al final de su decepcionante segunda temporada, pues parecía que no podía dar más de sí, que Alan Ball, el creador de la impagable A dos metros bajo tierra, había entrado en estado de inercia y conformismo creativo una vez que el éxito de audiencia estaba asegurado. La segunda temporada era ambiciosa, ampliaba el radar de su radiografía social al tratar el fenómeno de las sectas y los fundamentalismos religiosos, pero todo se trazaba con brocha gorda, no había lugar para la emoción (no a los niveles de A dos metros...), y el bloque argumental relacionado con la hedonista Maryann, trasunto contemporáneo de una ménade griega, nunca cuajó del todo. Además, el artificio de los capítulos iba en aumento con soluciones postizas, personajes intrascendentes y una estética plastificada que convertía la serie en una especie de parque temático donde se confundían las mitologías más nobles con las más bastardas. Y todo sin que el característico humor macabro de Ball -que ha elaborado todo un discurso sobre la (in)mortalidad en su obra televisiva- saliera a relucir.
Aparte del gusto torcido de las audiencias, al éxito de True Blood habían contribuido dos hechos determinantes, ambos de carácter morboso: el tratamiento exhibicionista del sexo (la serie se atrevió a romper unos cuantos tabúes de la América puritana) y el hecho de que los dos protagonistas, Anna Paquin y Stephen Moyer, hicieran extensible de la ficción a la vida real su condición de amantes enfebrecidos.
En la tercera temporada (que se emite ahora en Canal +, pero que ya terminó hace unas semanas en Estados Unidos), True Blood alcanzó el techo de las series más populares y tomó la forma de un fenómeno mediático que escapaba del ámbito de la ficción televisiva cuando Paquin y Moyer contrajeron matrimonio. Todo aderezado con la confesa bisexualidad de Anna Paquin. La portada de la revista Rolling Stone con los tres protagonistas posando desnudos y ensangrentados ha sido la guinda del pastel. Siempre me siento dividido entre el repudio y la admiración frente a jugadas de marketing tan genuinamente americanas como ésta, y siempre me sorprende el infantilismo crónico que delatan, pues están basadas en la generación del escándalo en torno a algo que dejó de ser escandaloso hace mucho tiempo: el sexo, la homosexualidad, la violencia... Pero de eso, precisamente, trata True Blood, de prejuicios. El escándalo no existiría sin ellos. Así que todas estas maniobras promocionales también hablan en favor de la inteligencia de los publicistas de la HBO a la hora de asociar no sólo la imagen, sino el espíritu y la filosofía de la serie, a su protagonista Sookie Stockhause / Anna Paquin, convertida en la vecina de al lado de América, mitad ángel (o hada), mitad demonio.
No me arrepiento en todo caso de haber sido fiel a Alan Ball. La tercera temporada ofrece suficientes motivos como para recuperar la confianza en True Blood. Por un lado, los personajes han ido creciendo en complejidad y se ha dejado ver una mayor dosis de ironía, como si la serie hubiera asumido plenamente su condición de "fast food" televisiva (algo que la diferencia de A dos metros...) sin renunciar al mismo tiempo a ofrecerse como comentario político de su entorno. Frente al tono enloquecido del segundo año, ahora se ha impuesto una imaginación no menos desatada, pero mucho más pendiente de los detalles y de la generación de intriga inteligente. True Blood es lo que es, un producto de radical entretenimiento lleno de sangre y oscuridad, pero también es un espejo deformado de una civilización empeñada en aniquilarse a sí misma debido a sus diferencias. La voz de la conciencia la proporciona el vampiro Godric (Allan Hyde), mensajero de paz y armonía entre vampiros y humanos.
Una de las líneas más interesantes de True Blood es cómo va ampliando el rango de figuras de la mitología fantástica, manteniendo el suspense sobre la naturaleza no humana de los personajes, algo que afectará a la misma Sookie en esta tercera temporada. Un factor determinante ha sido la introducción de un nuevo y gran personaje, el vampiro-villano Russell Edginton (extraordinario Denis O'Hare), y la atención prestada a ciertos secundarios, cuyos comportamientos bizarros recuerdan en ocasiones a esos personajes que poblaban Twin Peaks. Hay más de un homenaje a la serie de David Lynch en True Blood. Algunos de estos personajes satélite han adquirido una relevancia que trasciende los límites narrativos de la serie, como el de Jessica, la pelirroja "bebé-vampiro" cuya vida, como si fuera una ficción paralela a la serie, puede seguirse a través de su propio video-blog. Más promoción (de la buena) para una serie que parecía muerta pero que ha enseñado los colmillos.
Aparte del gusto torcido de las audiencias, al éxito de True Blood habían contribuido dos hechos determinantes, ambos de carácter morboso: el tratamiento exhibicionista del sexo (la serie se atrevió a romper unos cuantos tabúes de la América puritana) y el hecho de que los dos protagonistas, Anna Paquin y Stephen Moyer, hicieran extensible de la ficción a la vida real su condición de amantes enfebrecidos.
En la tercera temporada (que se emite ahora en Canal +, pero que ya terminó hace unas semanas en Estados Unidos), True Blood alcanzó el techo de las series más populares y tomó la forma de un fenómeno mediático que escapaba del ámbito de la ficción televisiva cuando Paquin y Moyer contrajeron matrimonio. Todo aderezado con la confesa bisexualidad de Anna Paquin. La portada de la revista Rolling Stone con los tres protagonistas posando desnudos y ensangrentados ha sido la guinda del pastel. Siempre me siento dividido entre el repudio y la admiración frente a jugadas de marketing tan genuinamente americanas como ésta, y siempre me sorprende el infantilismo crónico que delatan, pues están basadas en la generación del escándalo en torno a algo que dejó de ser escandaloso hace mucho tiempo: el sexo, la homosexualidad, la violencia... Pero de eso, precisamente, trata True Blood, de prejuicios. El escándalo no existiría sin ellos. Así que todas estas maniobras promocionales también hablan en favor de la inteligencia de los publicistas de la HBO a la hora de asociar no sólo la imagen, sino el espíritu y la filosofía de la serie, a su protagonista Sookie Stockhause / Anna Paquin, convertida en la vecina de al lado de América, mitad ángel (o hada), mitad demonio.
No me arrepiento en todo caso de haber sido fiel a Alan Ball. La tercera temporada ofrece suficientes motivos como para recuperar la confianza en True Blood. Por un lado, los personajes han ido creciendo en complejidad y se ha dejado ver una mayor dosis de ironía, como si la serie hubiera asumido plenamente su condición de "fast food" televisiva (algo que la diferencia de A dos metros...) sin renunciar al mismo tiempo a ofrecerse como comentario político de su entorno. Frente al tono enloquecido del segundo año, ahora se ha impuesto una imaginación no menos desatada, pero mucho más pendiente de los detalles y de la generación de intriga inteligente. True Blood es lo que es, un producto de radical entretenimiento lleno de sangre y oscuridad, pero también es un espejo deformado de una civilización empeñada en aniquilarse a sí misma debido a sus diferencias. La voz de la conciencia la proporciona el vampiro Godric (Allan Hyde), mensajero de paz y armonía entre vampiros y humanos.
Una de las líneas más interesantes de True Blood es cómo va ampliando el rango de figuras de la mitología fantástica, manteniendo el suspense sobre la naturaleza no humana de los personajes, algo que afectará a la misma Sookie en esta tercera temporada. Un factor determinante ha sido la introducción de un nuevo y gran personaje, el vampiro-villano Russell Edginton (extraordinario Denis O'Hare), y la atención prestada a ciertos secundarios, cuyos comportamientos bizarros recuerdan en ocasiones a esos personajes que poblaban Twin Peaks. Hay más de un homenaje a la serie de David Lynch en True Blood. Algunos de estos personajes satélite han adquirido una relevancia que trasciende los límites narrativos de la serie, como el de Jessica, la pelirroja "bebé-vampiro" cuya vida, como si fuera una ficción paralela a la serie, puede seguirse a través de su propio video-blog. Más promoción (de la buena) para una serie que parecía muerta pero que ha enseñado los colmillos.
Carlos Reviriego
elcultural.es
El Mundo
23 de septiembre de 2010
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