25 enero 2009

El Sexto Centinela (1era parte)


Esta es una historia de horror.

Pero sin monstruos ni psicópatas.

Es la clase de horror que genera la vida misma.

El horror que surge desde las entrañas.

The Sixth Sentinel fue publicado en la primera recopilación de cuentos de Poppy Z. Brite titulada Swamp Foetus en 1993.



El Sexto Centinela

Poppy Z. Brite, 1993

Conocí por primera vez a Mala Suerte Rosalie Smith cuando era una delgada y descuidada sombra de una niña de veintidós años y bastante acostumbrada a la soledad del fondo de una botella de whisky. Su cabello era ralo debido a la aplicación de muchos tintes, rojo brillante la semana pasada, negro como una tumba el día de hoy, morado y verde para el Mardi Grass. Su rostro de facciones finas y un poco salvaje, los ojos perfilados con cuidado, de color negro; los labios carmesí alargados con firmeza sobre los dientes blancos y pequeños. Si hubiese sido capaz de tocar a Rosalie, su piel me habría resultado sedosa y un poco seca al tacto, su cabello me hubiera parecido como la electricidad rozándome la cara en la penumbra.

Pero no podía tocar a Rosalie, no de una forma que ella pudiese notar. Podía pasar mis dedos a través de la carne de su brazo, pálido como la ternera y compacto como la escamosa piel de un pez entre sus delgados huesos. Podía cerra mi puño alrededor de la bola lisa de porcelana que era su muñeca. Pero, en lo que a ella respectaba, mis caricias pasaban atravesándola como si fuese aire muerto. Todo lo que sentía era un escalofrío como hielo cristalizándose en la espina dorsal.

"Tu hígado tiene la textura del terciopelo húmedo y mojado" solía decirle, alcanzando el torturado órgano bajo sus cotillas para acariciarlo. Ella se encogía de hombros. -Otro año en esta ciudad y acabará en vinagre.

Rosalie llegó a la ciudad de Nueva Orleans sólo porque eso fue lo más lejos qe su dinero pudo llevarla... O eso decía ella. Estaba huyendo de un amante al que, en medio de temblores, se refería únicamente como Joe Cucharitacafetera. El recuerdo de sus caricias la hacía sentir fría, mucho más de lo que mis dedos de ectoplasma jamás pudieron hacerlo, y deseaba sentir el húmedo beso de las noches tropicales.

Se mudó al apartamento de uno de los edificio viejo del Barrio Francés, justo arriba de una "botica" que vendía pociones y filtros. Al principio, me preguntaba si ella estaría de acuerdo de encontrarse con un fantasma residiendo entre el amontonamiento de su cuarto, pero al verla decorando las paredes con mantos de encaje negro y fotografías de músicos andróginos de mejillas hundidas y que se veían más muertos que vivos, me percaté de que podía mostrarme con toda seguridad sin la menor amenaza de desalojo. Siempre es una molestia cuando alguien hace venir a un exorcista. El sacerdote en sí no representa un problema, pero los demonios que invariablemente lo siguen son tan grandes como gatos y tan molestos como mosquitos. Estos son, y no las letanías y el agua bendita, los que hacen que los espíritus inocentes se vayan. Pero Rosalie sólo me dirigió una mirada valorativa, se presentó a sí misma y después me preguntó mi nombre y mi historia. Reconoció el nombre habiéndolo visto en todas partes desde las páginas de los libros de historia hasta los letreros de madera que colgaban fuera de las dudosas casas de ajenjo del sector francés. La historia... Bueno, tenía suficientes historias para entretenerla durante mil noches o más (¿Yo, Scherezada de Barataria y Bay, sólo que muerto y varón?) ¿Por cuánto tiempo había yo querido contar aquellas historias? Había pasado más años sin un amigo o amante, de lo que podía recordar. La compañía de otros fantasmas locales no me interesaba... Me parecían una caterva mórbida, muchos de ellos decapitados o bañados en sangre, manifestándose sólo ocasionalmente para apuntar con dedos esqueléticos, hacia alguna piedra suelta en la chimenea y después desaparecer sin decir palabra alguna. No había conocido a ninguna personalidad importante y ninguna que tuviese una historia tan exótica como la mía.

Así que estuve agradecido por la compañía de Rosalie. Dado que los edificio más viejos son demolidos, debo cambiar constantemente de residencia en la ciudad, tratando de encontrar lugares en donde residí mientras vivía; lugares en los que un fragmento de mi alma permanece para anclarme. Hay algunas islas cubiertas por la maleza en el Bayou e islas remotas en el Mississippi las cuales frecuento, pero abandonar el carnaval y las juergas de Nueva Orleans, abandonar la compañía humana (deseada o no), sería aceptar por completo mi muerte. Han pasado cerca de doscientos años y aún no puedo hacerlo.

-Jean-, solía decirme mientras caía el atardecer cual si fuese un pañuelo morado deslizándose lentamente sobre el Barrio Francés, al mismo tiempo en que las llamas doradas de los faroles se encendían, -¿Te gustan estas bragas para usarlas con el bustier plateado, Jean?

Ella pronunciaba mi nombre en la forma correcta, al modo francés, como John pero con una J suave. Cinco noches a la semana, Rosalie trabaja como stripper en un club nocturno en la calle Bourbon. Seleccionaba su lencería de un basto armario lleno a reventar de microscópicas piezas de tela, a las que ella se refería como "disfraces", algunos de los cuales tenían poco más de sustancia que mi propia carne. Cuando me habló por primera vez de su trabajo pensó que me asombraría, pero me reí. -Vi cosas peores en mis días-, le aseguré pensando en las adorables y desvergonzadas mulatas que había conocido, de varios y famosos "espectáculos privados" que involucraban serpientes venenosas enviadas desde Haití y los falos de piedra aceitados de supuestos ídolos vudú.

Fui a ver bailar a Rosalie dos o tres veces. El club estaba en un lote de edificios viejos, el antiguo sitio donde se encontraba un burdel que yo recordaba bien. En mis días, el lugar había estado decorado, en su totalidad, con seda escarlata y terciopelo morado; el efecto era como de enormes y carnosos labios cerrándose sobre ti mientras entrabas, arrastrándote hacia sus negras profundidades. Dejé de visitar a Rosalie en el trabajo cuando me comentó que la perturbaba encontrarse con mi reflejo en los cientos de espejos que ahora tapizaban las paredes del club, cientos de Rosalies desnudas y cien Jeans traslúcidos, y mil patéticos hombrecillos con ojos de comadreja; todos reflejados en un punto de la poblada infinitud, muy lejos, dentro de las pared. Pude entender por qué los espejos ponían nerviosa a Rosalie, pero creo que tampoco le gustaba que yo viese a las otras bailarinas, aunque ella era la más linda del grupo de caderas amplias y caras insípidas.

Durante el día, Rosalie vestía de negro: encaje y medias de redecilla, cuero y seda, las extravagantes ropas de los jóvenes mórbidos. Tuve que pedirle que me explicara a esos mórbidos. Eran chiquillos que rara vez tenían más de dieciocho años que se pintaban la cara por completo de blanco, enmarcaban sus ojos con kohl, y ahogaban sus labios ya fuera de negro o rojo sangre. Hacían el amor en los cementerios y saqueaban las tumbas olvidadas extrayendo los crucifijos para usarlos como joyas. La música que oían era, alternativamente, tan suave como un ramo de rosas en un funeral y tan oscura como las cuatro de la madrugada, todas compuestas con la pesadumbre suicida que sentían los andróginos que decoraban las paredes del cuarto de Rosalie. Yo podría haberles dicho unas cuantas cosas acerca de la muerte a estos chiquillos. Tratar de moverse durante cien años sin tener un cuerpo apropiado, les pude decir; sin pies que toquen el suelo, sin una lengua para degustar el vino o un beso. Entonces quizá van a disfrutar la vida mientras la tienen. Pero Rosalie nunca me escuchó cuando hablaba de este tema, y nunca me presentó a ninguno de sus amigos mórbidos.

Si es que tenía alguno. He visto a otros chiquillos rondando el Barrio Francés después de que oscurece, pero nunca en compañía de Rosalie. Con bastante frecuencia ella se sentaba en el cuarto y bebía whisky en sus noches de descanso, sirviéndose grandes cantidades del fuego líquido y ambarino entre cubos de hielo que se resquebrajaban y eran pulidos una y otra vez. Ella nunca tuvo un amante del que yo supiera algo, de no ser por el temido Cucharitacafetera, quien parecía haber sido bastante sano según los estándares de Rosalie. Sus clientes en el club le ofrecían sumas absurdas si tan sólo ella les brindaba una noche de placer, más del que sus mentes de renacuajo pudieran imaginar, pero Rosalie ignoraba sus patéticas súplicas. No eran tanto que se opusiera a la idea de acostarse con alguien por dinero, sino que simplemente no estaba interesada en el sexo en absoluto.

Cuando me contó acerca de las proposiciones que le hacían, pensé en muchas de las cosas que había enterrado durante mis días en el mundo. Tesoros: monedas macizas y joyas, las riquezas obtenidas de mis robos, que eran mi pan de cada día, los despojos de los asesinatos que eran mi bebida. Aún existían algunos que nadie había encontrado y que nunca nadie encontraría. Cualquiera de ellos habrían valido diez veces más que las sumas ofrecidas por esos hombres.

Muchas veces intenté decirle a Rosalie donde se encontraban esos tesoros, pero contrario a lo que pensaban algunos como ella, creía que las cosas enterradas debían permanecer bajo tierra. Ella decía que el mero prensamiento de un tesoro escodido bajo fango, piedra o ladrillo, con la gente caminando cerca y en ocasiones justo encima de él cada día, la divertía más que el pensamiento de ir a desenterrarlo para después gastar hasta el último centavo.

Nunca le creí. Jamás me permitió verla a los ojos cuando decía esas cosas. La voz le temblaba al hablar de los mórbidos que hacían de la profanación de tumbas un deporte. "Levantaron una losa de granito que pesaba treinta kilos", me contó alguna vez, incrédula. "¿Cómo fue posible que la levantaran, en la oscuridad, sin saber lo que podría suceder?" Había un esqueleto en el ataúd con tapa de cristal en la tienda vudú que estaba escaleras abajo, y Rosalie apenas toleraba entrar al lugar debido a eso... Yo la había observado echando rápidas hojeadas con el rabillo del ojo, como si los pequeños y tristes huesos la intrigaran y la deprimieran al mismo tiempo.

Me percaté de que se trataba de un miedo obsesivo. Rosalie evitaba cualquier tipo de charla sobre cosas muertas, que se encontraran enterradas y hasta de excavar el suelo. Cuando le conté mis historias, me hizo saltarme las partes donde los tesoros o los cuerpos eran enterrados; no dejaba que le describiera el hedor del pantano por la noche, las débiles luces centellantes de los fuegos de San Telmo. El profundo sonido de succión que provenía del fango cada vez que la pala entraba en él. No me permitía hacer ningún tipo de descripción de las exequias marítimas o de las tumbas al ras del suelo en el Bayou. Se tapó los oídos cuando le conté acerca de un patán cuyo cuerpo colgué del retorcido ramaje de un roble centenario. Y fue algo memorable, dicho sea de paso... Cuando cabalgué por aquel remoto sitio pasado un año, su esqueleto perfecto aún colgaba en el mismo lugar, manteniéndose unido por la invasión gris del musgo español. Estaba alrededor de sus largos huesos y brotaba en cascada desde las cuencas vacías de sus ojos, forzaba la mandíbula al abrirse y pendía de su mentón como una larga barba gris... Pero Rosalie no quería escuchar aquello.

Cuando la confrontaba ante sus propio terror, se negaba a aceptarlo. "¿Quién dijo que los cementerios son románticos?", me gritaba. "¿Quién dijo que tengo que exhumar huesos sólo porque me masturbo pensando en Venal St. Claire?" (Venal St. Claire era músico de uno de los efebos, delgados como palillos y vestidos de luto, que adornaban las paredes de la habitación de Rosalie. Y no vi evidencia alguna de que lo deseara a él o alguien más). "Sólo visto de negro para que toda mi ropa combine", me repuso con solemnidad, como si esperase que le creyera. "Para no tener que pensar en lo que me pondré cando me levante por la mañana".

- Pero si tú no te levantas por la mañana.

- Pues por las tardes entonces. Tú sabes a lo que me refiero-. Echó la cabeza hacia atrás y lamió la última gota de whisky que quedaba en su vaso. Fue la cosa más erótica que jamas había visto hacer. Pasé mi dedo entre los lisos pliegues de sus intestinos.

Una momentánea mirada de molestia cruzó por su rostro, como si hubiera sufrido un cólico... Atribuible al whisky de mala muerte, sin duda alguna. Pero ella no quiso hablar más del asunto.

(Continuará)


Poppy Z. Brite (C) (1993)
Traducción: Javier Barriopedro (1999)
Corrección de Estilo: Macarena Muñoz (2009)

5 comentarios:

Doxa Grey dijo...

De piedra me he quedado, ¡qué bueno!
Reconozco que me he parado a leerlo por el nombre de su protagonista y por la música, pero atrapa.

Salud.

maga dijo...

Hola, de link en link llegué hace tiempo, me encanta como escribes..y no puedo dejar pasar la oportunidad de comentar en este post. Este cuento, en lo personal, me encanta, me estremece cuando lo leo. Parece que ya no regresó a México después de esa presentación, o sí?

Saludos!

MacVamp dijo...

Rosalie: Gracias por tu comentario, pero como ya bien habrás leido, apenas he publicado la primera parte del cuento. Espero que sigas visitándome.

Maga: Gracias :)

Pues nope, parece qe ya no regresó la Poppy, jejeje.

Eli dijo...

¡Me ha encantado, Mac!
Es deliciosamente morboso, exquisito.
¡No te hagas mucha de rogar para el siguiente!
Besos!!!

Camilo Higuita dijo...

oyeee cuál es el otro cuento que publicaron de poppy? no podrías hacer con el lo que hiciste con el del Sexto sentinela? porfaaaaaaaaaaaa o dónd epuedo encontrar historias cortas de ella?