The Festival es un relato que Howard Phillips Lovecraft escribió en 1923 y por increíble que parezca, se puede considerar como un cuento de Navidad, en el sentido de la tradición de los cuentos de invierno conocidos a partir no sólo de Charles Dickens sino de Washington Irving y M. R. James, principalmente.
La versión que tengo es la que apareció en la antología El sepulcro y otros relatos que la editorial Júcar publicó en 1982 teniendo a Eduardo Haro Ibars como traductor y prologuista.
LA
FESTIVIDAD
Eficius
Daemones, ut quae non sunt, sic tamen
quasi
sint, conspicienda hominibus exhibeant.
("Hacen los demonios que aquellos que no existen, pero que casi
existen,
aparezcan para observar a los hombres").
Me hallaba lejos de mi hogar, y sufría el encantamiento del mar
oriental. Escuchaba su rítmico golpear contra las rocas, y sabía
que se encontraba justamente detrás de la colina, en la que los
sauces retorcidos se agitaban contra el cielo claro en el que
brillaban las primeras estrellas del atardecer. Caía la tarde. Y,
obediente al mandato de mis padres, que me habían convocado a la
vieja ciudad de la costa, continué mi camino sobre la nieve fresca
que cubría aquel solitario camino que se arrastraba hacia arriba,
hacia el punto en el que Aldebarán parpadeaba, brillante, entre los
árboles; hacia la muy antigua ciudad que nunca había visto, pero
con la que había soñado muy a menudo.
Era el solsticio de invierno que los hombres llaman Navidad, aunque
en lo más oscuro de su mente tienen el conocimiento de que dicha
fiesta es más antigua que Belén y que Babilonia, más vieja que
Menfis y que la mismísima humanidad. Era el soslticio de invierno, y
al fin me encaminaba a la antigua ciudad costera en las que los de mi
pueblo habían habitado, celebrando la Festividad en los viejos
tiempos en los que la celebración estaba prohibida; y en la que
habían ordenado a sus descendientes que celebrasen una
vez por siglo, para que no se perdiese la memoria de los secretos
primitivos. La mía era una antigua raza, vieja ya incluso cuando se
colonizó esta tierra, hace trescientos años. Eran gente extraña,
venida de manera furtiva de las tierras del sur, de los jardines de
orquídeas que olían a opio; y hablaban otra lengua antes de
aprender la que utilizaban los pescadores de ojos azules. Y ahora se
hallaban dispersos, unidos sólo por la práctica de los rituales de
unos misterios que ningún viviente podía ya comprender. Yo era el
único que volvió aquella noche a la vieja ciudad de pescadores,
como mandaba la leyenda, porque el recuerdo es patrimonio tan sólo
de los pobres y de los olvidados.
Entonces, más allá de la cima de la colina, vi a Kingsport
extenderse, helada a la luz del atardecer; la nevada Kinsport, con
sus antiguas veletas y sus campanarios coronados de agujas, galerías
y crimeneas, muelles y pequeños puentes, sauces y camposantos;
laberintos interminables de calles estrechas, retorcidas y empinadas,
coronadas por la iglesia que el tiempo no había derribado;
incesantes dédalos de viviendas de estilo colonial, apiñadas o
esparcidas por todos los ángulos y a todos los niveles, como
fragmentos desordenados de un juego de construcción; la antigüedad
agitaba sus alas grises sobre los aleros blanqueados por el invierno
y sobre los techos de pizarra, y las farolas y pequeñas ventanas que
se encendían una por una en el atardecer helado, uniendo sus luces a
las de Orión y otras estrellas arcaicas. Y el mar se golpeaba contra
los malecones putrefactos; el mar inmemorial lleno de secretos, del
que habían surgido en tiempos antinguos los habitantes de Kingsport.
Junto al lugar más elevado del camino se alzaba un montículo aún
más elevado, helado y azotado por el viento, y vi que era un
cementerio marcado por lápidas negras, que surgían vampíricas de
entre la nieve, como si se tratase de las uñas putrefactas de algún
gigantesco cadáver. El camino, en el que no se veía huella ninguna
de paso, estaba completamente solitario; a veces creí escuchar un
sonido distante y horrible, como el de un cadalso que agitase el
viento. En 1692 habían ahorcado a cuatro de mi estirpe por brujería,
pero no sabía el lugar exacto de la ejecución.
Al descender por el camino hacia la vertiente que da al mar, intenté
escuchar los alegres sonidos que suelen llenar un pueblo al
atardecer, pro no los oí. Entonces me acordé de la fecha sagrada, y
pensé que aquellos viejos puritanos que aún habitaban el pueblo
bien podían tener costumbres navideñas desconocidas para mí,
basadas en silenciosa oración y recogimiento hogareño. Así que,
tras esa reflexión, no intenté ya escucgar ruidos de fiesta, ni
busqué compañeros para mi jornada; y seguí mi camino, pasando
frente a las granjas poco iluminadas, junto a los sombríos muros de
piedra en los cuales se balanceaban al viento salado las enseñas de
antiguas tiendas y tabernas de marineros, y los llamadores grotescos
de los portales flanqueados de columnatas brillaban a la luz de las
pequeñas ventanas cubiertas de cortinas, a lo largo de las
callejuelas desiertas y sin pavimentar.
Había visto planos de la ciudad, y sabía dónde encontrar el hogar
de los de mi estirpe. Se decía que yo sería reconocido y que se me
daría la bienvenida, porque las leyendas de los pueblos tienen larga
vida; así que me apresuré a atravesar Back Street y Circle Court, y
crucé la nieve fresca que cubría el único pavimento empedrado del
pueblo, hacia el lugar donde nace Green Lane, detrás del edificio
del Mercado. Los viejos mapas y planos eran válidos todavía, de
manera que no tuve dificultades; aunque debieron mentirme en Arkham
cuando me dijeron que había trolebuses que llevaban a ese lugar,
porque no vi ni uno solo cable eléctrico. En cualquier caso, la
nieve debía haber ocultado los raíles. Me felicité de haber ido a
pie, porque el pueblo blanco me había parecido muy hermoso desde la
colina; y ahora estaba ansioso por llamar a la puerta de los míos,
la séptima casa en la acera de la izquierda de Green Lane, provista
de un antiguo tejado puntiagudo y de un segundo piso saledizo,
construida toda antes de 1650.
Cuando llegué brillaban luces en el interior de la casa y vi, a
través de las ventanas con cristales de forma de diamante, que debía
haber sido conservada en un estado muy similar al primitivo. La parte
superior colgaba sobre la estrecha callejuela de suelo cubierto de
hierba, y casi se unía a la parte colgante de la casa de enfrente,
de manera que casi me econtraba en un túnel; el bajo umbral de
piedra estaba completamente limpio de nieve. No había acera, pero
muchas de las casas tenían puertas altas, a las que se llegaba por
una doble escalera de piedra provista de barandas de hierro. Era un
escenario extraño, y siendo extranjero en Nueva Inglaterra no había
yo visto nunca su igual. Aunque su aspecto me gustase lo hubiese
apreciado más aún si hubiese habido huellas en la nieve, alguna
gente en las calles, y si algunas cortinas no hubiesen sido echadas.
Cuando hice sonar el arcaico llamador de hierro, estaba algo
asustado. En mí se había hecho un cierto terror, quizás a causa de
la extrañeza de mi herencia, y el frío del anochecer, y lo raro del
silencio que reinaba en aquella vieja ciudad de curiosas costumbres.
Y cuando se respondió mi llamada me asusté por completo, porque no
había oído ningún sonido de pasos antes de que la puerta se
abriese con un crujido. Pero mi temor no duró mucho: el hombre,
envuelto en una bata y calzado con zapatillas, que me había abierto,
tenía una cara dulce que me tranquilizó; y aunque me dijo por señas
que estaba mudo, escribió una antigua y calurosa fórmula de
bienvenida con un estilete en una tablilla encerada que consigo
traía.
Me invitó por gestos a entrar en una habitación baja, iluminada por
velas, cuyo techo exhibía macizas vigas; estaba amueblada con
espesos, pesados y escasos muebles de oscura factura, del siglo
diecisiete. El pasado parecía revivir allí, pues no faltaba ni uno
solo de sus distintivos. Había una chimenea cavernosa, y frente a
ella una rueca en la que una mujer vieja y encorvada, envuelta en una
bata suelta y con la cabeza cubierta por un profundo gorro, tejía
dándome la espalda, indiferente a la festividad silenciosa. El
ambiente estaba impregnado por una indefinida humedad, y quedé
asombrado al darme cuenta de que no había fuego en la chimenea. El
escaño de alto respaldo estaba frente a la hilera de cortinas que
había a la izquierda, cubriendo las ventanas, y parecía estar
ocupado, aunque no pude estar seguro de ello. No me gustó nada todo
aquello, y de nuevo se apoeró de mi el temor. Este miedo se hizo más
fuerte por la misma causa que anteriormente lo había hecho
disminuir: porque cuanto más miraba el suave rostro del viejo, más
me aterraba aquella suavidad misma. Los ojos no se movían en
absoluto, y la piel tenía un parecido demasiado grande con la cera.
Finalmente, me convencí de que no se trataba de un rostro, sino de
una máscara terriblemente bien hecha. Pero las blandas manos,
curiosamente enguantadas, escribieron genialmente sobre la tableta,
diciéndome que debía esperar un rato antes de ser conducido al
lugar en el que la festividad había de celebrarse.
Indicándome una silla y un montón de libros, el anciano abandonó
la habitación; y cuando me senté para leer, vi que los volúmenes
eran blanquecinos y mohosos; entre ellos estaba el extravagante
"Maravillas de la Ciencia", de Morryster; el terrible
"Saducismus Triumphatus", de Joseph Glanvill, publicado en
1681; el escandaloso "Daemonolatreia", de Remigio, impreso
en Lyon en 1859, y, lo peor de todo, el inmencionable "Necronomicon",
obra del árabe Abdul Alhazred, en la traducción prohibida , al
latín, de Olaus Wormius; un libro que yo nunca había visto, pero
del que había oído murmurar cosas terribles. Nadie habló conmigo,
pero pude escuchar el crujir de las enseñas en el viento del
exterior, y el zumbido de la rueva en la que la anciana continuaba su
silenciosa labor. Pensé que tato la habitación como los libros que
en ella había eran enfermizos e inquietantes, pero porque una vieja
tradición de mis padres me había convocado a extrañas
celebraciones, estaba resuelto a esperar acontecimientos raros. De
modo que intenté leer, y pronto me encontré tembloroso, absorto en
algo que encontré en aquel maldito "Necronomicon"; un
pensamiento y una leyenda demasiado odiosos para que una mente sana y
consciente me asaltaron, cuando me pareció oír, con desagrado,
cerrarse una de las ventanas que estaban frente al escaño, después
de haberse abierto furtivamente. Parecía haber seguido a un chirrido
que no era el de la rueca de la vieja. Pero podía haber sido una
ilusión auditiva, porque en aquel momento la vieja tejía con fuerza
y sonaba un viejo reloj. Después de aquello, me abandonó la
sensación de que alguien ocupase el escaño, y me hallaba leyendo
con atención y entre escalofríos cuando el viejo volvió a la
habitación, calzado con botas y envuelto en un antiguo traje
flotante, y se sentó en aquel mismo escaño, de manera que yo no
podía verle. La espera me había puesto nervioso, y la lectura del
libro blasfemo hacía redoblar mi nerviosismo. Sin embargo, cuando
dieron las once, el viejo se levantó, se deslizó hacia un baúl
pesado y tallado que había en un rincón, y sacó de él dos capotes
provistos de capuchas; vistió uno de ellos y envolvió en el otro a
la anciana, que había cesado en su monótono tejer. Entonces, ambos
se dirigieron a la puerta de la calle; la mujer se arrastraba, medio
paralizada, y el viejo, tras haber tomado el libro que yo estaba
leyendo, me llamó por gestos en tanto que cubría con la capucha
aquella máscara o rostro inmóvil.
Salimos a la tortuosa red de callejuelas de aquella ciudad
increíblemente antigua, que no iluminaba la luna; salimos mientras
las luces desaparecían una tras otra detrás de las ventanas
cubiertas de cortinas y Sirio miraba de reojo a la multitud de
siluetas embozadas y encapuchadas que salían de todas las puertas y
formaban monstruosas procesiones en estas y aquellas calles, pasando
frente a las crujientes enseñas y las veletas antidiluvianas, los
tejados nevados y las ventanas de cristales romboidales; atravesando
empinadas callejuelas en las que las casas ruinosas se desmoronaban
abrazándose, deslizándose por patios abiertos y cementerios, donde
la luz de las linternas formaban míriadas de constelaciones
borrachas.
Seguí a mis guías sin voz entre aquellas muchedumbres calladas,
golpeado por codos que parecían ser preternaturalmente blandos,
apretado por pechos y estómagos anormalmente pulposos; pero sin ver
nunca un rostro; sin oir una sola voz. Hacia arriba, hacia arriba,
hacia arriba siempre, se deslizaban las fantasmagóricas columnas; y
me di cuenta de que todos los caminantes convergían al acercarse a
una especie de foco de enloquecidas avenidas, en lo alto de una
elevada colina situada en el centro del pueblo, donde colgaba una
iglesia grande y blanca. La había visto ya desde lo alto del camino,
cuando miré a Kingsport al anochecer, y me había hecho estremecer,
porque me había parecido que Aldebarán se balanceaba por unos
momentos sobre el fantasmagórico campanario.
Había un espacio abierto en torno a la iglesia; era, en parte, un
camposanto con espectrales columnas, en parte una plaza a medio
pavimentar que el viento había limpiado de nieve casi por completo,
circundado por casas insanamente arcaicas provistas de tejados en
punta y galerías colgantes. sobre las tumbas bailaban fuegos fatuos,
que descubrían sóridos paisajes aunque eran extrañamente incapaces
de proyectar ninguna sombra. Más allá del camposanto, donde no
había casas, pude ver el brillo de las estrellas sobre el
puerto, aunque la ciudad era invisible entre las sombras. Sólo de vez
en cuando la luz de una linterna se balanceaba horriblemente a través
de las avenidas serpentinas, encaminándose al grueso de la multitud
que ahora se deslizaba siempre en silencio, al interior de la
iglesia. Esperé hasta que la multitud se hubo introducido por el
oscuro portal, y hasta que todos los razagados la hubieron seguido.
El viejo me tiraba con impaciencia de la manga, pero yo estaba
decidido a ser el último. Al cruzar el umbral del templo repleto de
oscuridad desconocida, me volví una vez a mirar al mundo exterior, a
la enfermiza fosforescencia del camposanto, que brillaba sobre el
suelo pavimentado de la cima de la colina. Y entonces, me estremecí.
Porque aunque el viento había dejado poca nieve, quedaban algunos
retazos de ésta sobre el camino cerca de la puerta; y en aquella
rápida ojeada hacia atrás mis preocupados ojos creyeron ver que no
llevaba la nieve huellas de pasos, ni siquiera los míos.
A pesar de todos los portadores de luz que en ella habían entrado,
la iglesia estaba escasamente iluminada, porque la mayor parte de la
multitud había ya desaparecido. Se habían precipitado por la nave
lateral, entre los altos bancos, y penetrando por la trampa que
conducía a la cripta, que bostezaba de forma abominable, abierta
ante el púlpito. Seguí torpemente a la muchedumbre por los gastados
peldaños al interior de la cripta oscura y sofocante. La cola de
aquella fila sinuosa de caminantes nocturnos me parecía muy
horrible, y adquirieron un nuevo matiz de horror cuando los vi bullir
en el interior de una tumba venerable. Entonces me di cuenta de que
el suelo de la tumba tenía una abertura, por la cual se deslizaba la
muchedumbre, y un momento más tarde, descendíamos todos por una
ominosa escalera de piedra mal desbastada; una escalera estrecha en
espiral, húmeda y peculiarmente maloliente, que se retorcía sin fin
hacia abajo en las entrañas de la colina, entre monótonos bloques
de piedra goteante y paredes de ladrillo que se desmoronaban. Era un
descenso silente y desagradable, y observé tras un horrible
intervalo que la naturaleza de los muros estaba cambiante, como si
estuviesen de pronto tallados en piedra. Lo que más me impresión me
causó era que las miríadas de pisadas no hiciesen ningún ruido ni
despertasen ecos. Tras incalculables ecos de descenso vi algunos
pasadizos, como galerías de mina, que llevaban, desde el pozo de
misterio nocturno donde me hallaba, a desconocidas madrigueras de
tinieblas. Pronto se hicieron numerosos en exceso como impías
catacumbas de amenazas innominadas; y su pungente olor de podredumbre
aumentó hasta hacerse casi insoportable. Yo sabía que debíamos
haber atravesado la montaña, más allá incluso de la tierra misma
de Kingsport; y me estremecí al pensar que una ciudad fuese tan
antigua y estuviese horadada con tal maldad subterránea.
Entonces vi la fantasmal fosforescencia de una pálida luz y escuché
el ruido insidioso de unas aguas que no habían visto nunca el sol. Y
me estremecí de nuevo, porque no me gustaban las cosas que la noche
había traído, y deseé amargamente que ningún antepasado me
hubiese convocado a aquel rito primigenio. Cuando el pasadizo y los
peldaños se ensancharon percibí otro sonido, la evanescente y
delgada burla de una débil flauta; y de pronto se extendió ante mí
el paisaje ilimitado de un mundo interior: una vasta y fungosa playa
iluminada por un geyser de llama verduzca y enfermiza; y bañada por
un impío río oleaginoso que brotaba de abismos horribles e
insospechados y se precipitaba en los más negros golfos del océano
inmemorial.
Semidesvanecido, ahogándome, contemplé aquel impío Erebo de
titánicas toperas, fuego leproso y aguas fangosas, y vi a las
muchedumbres encapuchadas formar un semicírculo en torno al geyser
resplandeciente. Era el rito del Soslticio de Invierno, más antiguo
que el hombre y destinado a sobrevivirle; el rito primitivo del
soslticio y de la primavera prometida después del invierno; el rito
del fuego y de las siemprevivas, de la luz y de la música. Y en
aquella gruta estigia yo les vi practicar el rito, y adorar la
enfermiza columna de fuego verde, y arrojar a las aguas puñados de
vegetación viscosa que brillaba, verde, bajo la luz clorótica. Vi
todo esto, y vi una cosa amorfa agazapada lejos del fuego que soplaba
ruidosamente en una flauta; y cuando la cosa tocaba la flauta creí
escuchar malévolos revoloteos apagados en la oscuridad, donde no
podía ver. Pero lo que más me aterraba era aquella columna
llameante, vomitada como un volcán desde las profundidades
inconcebibles, que no proyectaba sombras, como lo haría una luz
normal, y que vestía la piedra nitrosa de una cpa de verde-gris
desagradable y venenosa. Y en toda aquella visible combustión no
había calor ninguno; sólo la viscosidad de la muerte y de la
corrupción.
El hombre que me había guiado hasta allí se encaramó entonces
hacia un punto colocado directamente detrás de la horrible llama, e
hizo rígidos movimientos ceremoniales frente al semicírculo al que
se enfrentaba. En ciertos puntos del ritual, la muchedumbre se
inclinó en señal de obediencia, en especial cuando alzó por sobre
su cabeza aquel aborrecible "Necronomicon" que había
llevado consigo; y yo particpé en todas las fórmulas del ritual,
porque había sido convocado a aquella festividad por los escritos de
mis antepasados. Luego, el viejo hizo un signo en dirección al
tocados de flauta, tan sólo a medias visible en la oscuridad, que
cambió su débil melodía en aquel momento, sustituyéndola por otra
ligeramente más fuerte, en otra clave; precipitando de ese modoun
horror impensable e inesperado. Ante aquel horror, casi caí sobre la
tierra cubierta de liquen, transido por una angustia que no es de
este mundo, ni de ningun otro, sino de los locos espacios de entre
las estrellas.
Saliendo de la negrura inimaginable que se extendía más allá del
brillo gangrenoso de aquella llama fría, de las llanuras tatáreas a
través de las cuales rodaba, sombría, la aceitosa corriente, no
oídos e inesperados, surgió de pronto, rítmicamente, una horda de
cosas híbridas y aladas, que ningún ojo sano podría recordar por
completo. No eran cuervos, ni topos, ni zánganos, ni hormigas, ni
vampiros, ni cadáveres humanos descompuestos; eran algo que no puedo
ni debo recordar. Aleteaban débilmente, moviñendose con sus pies
palmeados y con sus alas membranosas, y cuando alcanzaron la
muchedumbre de las celebrantes, las figuras encapuchadas los tomaron
y montaron sobre ellos, y se alejaron, jinetes en sus horribles
monturas, a lo largo de aquel río sin luz, al interior de pozos y
galerías de pánico donde manantiales de veneno alimentaban
terribles cataratas imposibles de descubrir.
La vieja mujer que hilaba se había alejado con la muchedumbre, y el
viejo se quedó detrás tan sólo porque yo me negaba a tomar uno de
aquellos animales y a cabalgar como los demás. Cuando me puse en
pie, vi que el amorfo flautista se había alejado fuera de mi vista,
pero que dos de las bestias esperaban pacientemente a nuestro lado.
Cuando me vio retroceder, el anciano sacó su estilete y sus
tabletas, y escribió que él era el verdadero delegado de mis
antepasados, los que habían fundado la adoración del Solsticio de
Invierno en aquel antiguo lugar; que había sido decretado que yo
debía volver, y que todavía quedaban por llevarse a cabo los ritos
más secretos. Todo esto lo escribió con una caligrafía muy
antigua, y al ver que yo dudaba aún sacó de su túnica flotante un
anillo de sello y un reloj, marcados ambos con las armas de mi
familia para probar la veracidad de sus aseveraciones. Pero era
aquella una horrible prueba, porque yo sabía por los viejos papeles
que auqel reloj había sido enterrado con mi re-tatarabuelo en 1698.
Entonces el anciano echó hacia atrás su capuchón, y señaló el
parecido familiar patente en sus rasgos, pero aquello tan sólo me
hizo estremecer, porque estaba seguro de que aquella cara eran tan
sólo una diabólica máscara. los animales aleteantes rasacaban con
impaciencia los líquenes, y vi que el anciano estaba tan impaciente
como ellos. Cuando una de las cosas empezó a contonearse y a
intentar alejarse, se volvió con rapidez para detenerla; de manera
que la rapidez de sus movimiento desencajó la máscara de cera de
aquello que debiera haber sido su cabeza. Y entonces, porque aquella
visión de pesadilla me cerraba el paso a la escalera por la que
había descendido, me sumergí en el oleaginoso río subterráneo que
burbujeaba em algún sitio hacia las cavernas del mar; me sumergí en
aquel pútrido jugo de los horrores internos de la tierra antes de
que la locura de mis gritos atrajese sobre mí todas las legiones del
pudridero que debían ocultarse en aquellos pestilentes golfos.
Me dijeron en el hospital que me habían encontrado, medio helado, en
el puerto de Kingsport, de madrugada, adherido a la madera flotante
que el azar envió para salvarme. Me dijeron que había tomado la
bifurcación equivocada del camino de la colina la noche anterior, y
caído por los riscos de Grange Point; esto lo dedujeron por las
huellas que hallaron en la nieve. No podía yo desmentirlo, porque
todo estaba del revés. Todo staba equivocado; por las amplias
ventanas se veí un mar de tejados, de los cuales sólo era antiguo
uno de cada cinco, y se escuchaba el sonido de los tranvías y de los
motores de los automóviles, en las calles. Insistieron en que
aquello era Kingsport y yo no pude discutirlo. Cuando empecé a
delirar al oír que el hospital estaba cerca del viejo cementerio de
Central Hill, me enviaron al Hospital de St. Mary, en Arkham, donde
podría ser atendido mejor. Me gustó aquel lugar, porque los médicos
tenían mucha amplitud de miras, e incluso me apoyaron con su
influencia para obtener una copia cuidadosamente guardada del
objetable "Necronomicon" de Alhazred, de la bibloteca de la
Universidad de Miskatonik. Dijeron algo sobre una "psicosis"
y se mostraron de acuerdo en que yo debía liberarme de cualquier
obsesión embarazosa que tuviera en mente.
De modo que leí aquel horrible capítulo, y me estremecí
doblemente, porque en verdad no era nuevopara mí. Lo había leido
antes, digan lo que digan mis huellas en la nieve; y el lugar en el
que lo había leido era más conveniente que lo olvidase. No había
nadie -durante las horas de vigilia- que me lo pudiese recirdar; pero
mis sueños están llenos de terror a causa de frases que no me
atrevo a citar. Sólo me atrevo a citar una frase, puesta en el mejor
inglés que pude extraer del latín increíblemente bajo:
"Las cavernas interiores, 'escribió el Árabe Loco', no están
al alcance de los ojos que ven; porque sus maravillas son extrañas y
terribles. Maldito el suelo en el que viejos pensamientos viven con
nuevos y extraños cuerpos, y maldita la mente que no mora en una
cabeza. Sabiamente dijo Ibn Schacabao, que feliz es la tumba donde no
ha sido enterrado ningún brujo, y feliz en la noche es aquella ciudad
en la que los brujos sean sólo cenizas. Porque dice un viejo rumor
que el alma de los retoños del diablo no se aleja rápidamente de su
envoltura putrefacta, sino que engorda e instruye al gusano que roe;
hasta que de la corrupción se forma una horrible vida, y los blandos
cavadores de la tierra se transforman con arte para hostigar, y se
hinchan monstruosamente para convertirse en una plaga. En secreto se
excavan grandes agujeros allí donde los poros de la tierra deberían
bastar, y aprenden a andar cosas que debieran contentarse con
reptar."
***