Hace poco asistí a una exposición sobre la historia de los tatuajes en
un pequeño museo de Flims, una aldea en los Alpes Suizos. Los primeros
dos pisos albergaban predecibles exhibiciones de fotografías de una
variedad de ornamentos corporales —desde tatuajes hasta perforaciones—
junto con monitores de video que mostraban a los practicantes de estas
artes hablando sobre método, motivaciones y deseo. El tercer piso
contenía desplegados semejantes, pero un área estaba separada, apenas
iluminada y con una entrada aparte. En este cuarto había una lámpara
cubierta por una pantalla hecha de piel humana. La piel, antes de haber
sido arrancada, supongo, había sido tatuada con las palabras "Santa
María" y una ilustración de la cara de una niña. Una tarjeta explicaba
que este tipo de pieza fue creada durante la década de los treinta o los
cuarenta en Alemania. Estaba ahí como préstamo de una colección privada
de Estados Unidos.
Por supuesto que yo había oído que los nazis
hacían lámparas de la piel de los judíos y otras personas a las que
habían asesinado en sus campos de concentración, pero nunca antes había
visto la prueba de ello, ni me habría esperado verla. Iba acompañado de
dos amigos, el director de cine y ópera suizo Daniel Schmid y su
asistente, Christophe. Los tres éramos los únicos presentes en esta
sección del museo, y cada uno de nosotros estaba conmocionado y
horrorizado de maneras que difícilmente podíamos describir. Daniel, que
se había enterado de la exhibición en un periódico local, dijo que el
artículo no hacía mención alguna de ese objeto en particular.
Christophe, que tiene apenas veintitantos años, me preguntó si
consideraba apropiado que tal horror se exhibiera al público. No pude
responderle. Comentó que si esto se hubiera llevado a cabo en Estados
Unidos, habría habido personas manifestándose en contra frente al
edificio. Se me ocurrió que quizá debía haber un letrero de precaución
fuera de la pequeña estancia, en que se previniera a la gente de lo que
verían dentro: un souvenir del mal.
Antes de abandonar el
edificio, le dije a la suiza de mediana edad sentada en el escritorio
de recepción que pensaba que algunos asistentes al museo podían
encontrar ofensiva la exhibición de una lámpara hecha de piel humana, ya
no se diga de piel tomada de víctimas judías de los campos de
concentración. Ella expresó sorpresa ante mi comentario. "¿Por qué se
sentiría alguien ofendido?", contestó. "Es parte de la historia de este
tema."
Cuando volví a California, donde vivo, le conté a mi
amigo Ira —un ex comando israelí— lo que había visto. Me dijo que creía
que era positivo que hubiera una cosa como ésa disponible para el
consumo público; así la gente tendría presente el Holocausto,
especialmente a la luz de un conflicto constante en el Medio Oriente.
Después Ira me contó el siguiente chiste.
Bush, Sharon y Putin
se reúnen para discutir el conflicto entre los judíos y los árabes, en
un esfuerzo por resolver el problema, pero no encuentran manera alguna
de aliviar la crisis. Dios se les aparece y les dice que le repugna todo
el asunto y que ha decidido destruir a la humanidad y darse un
descanso. Quizá en el futuro, dice, hará otro intento y empezará de
nuevo. Enseguida Dios desaparece. Bush regresa a Estados Unidos y se
dirige a la gente; les dice que les tiene una noticia buena y una mala:
la buena es que Dios existe; la mala, que va a destruir a la humanidad.
Putin regresa a Rusia y le dice a su gente que les trae una noticia mala
y una terrible: la mala es que Dios existe, y la terrible, que va a
destruir a la humanidad. Sharon regresa a Israel y les dice a los
israelitas que les tiene una buena noticia y una maravillosa: la buena
es que Dios existe, y la maravillosa, que nunca jamás habrá un Estado
palestino.
"Ese chiste también se podría contar desde una
perspectiva palestina", le dije. "Seguro —replicó Ira—, pero surgió de
la mente de un israelí."
Pensé en la piel tatuada de la lámpara y
recordé que, en la tradición judía, los tatuajes se consideran un tabú.
Quizá la piel no había sido tomada de un judío (sino más probablemente
de un gitano), pero, por supuesto, esto no tiene importancia. Cuando era
un niño que crecía en Chicago, las únicas personas que conocía que
tenían tatuajes eran o marineros o judíos sobrevivientes de los campos
de concentración, a quienes los nazis les habían grabado números en los
brazos. Mi padre, que era judío y contrabandista, me dijo que nunca me
hiciera un tatuaje. Si tenía uno, decía, siempre podía ser identificado,
y quizá llegaría el día en el que prefiriera que esto no pasara. Esto
tenía sentido, así que nunca me hice tatuar.
Entre más pienso en
el chiste que me contó Ira, más me gusta. Si Dios destruyera a la
humanidad, ¿esto importaría? No más que si la piel de la lámpara fue
tomada de un judío, peor que nadie estaría ahí para siquiera darle vueltas
al asunto. ~
Barry Gifford
Traducción de Fernanda Solórzano
Letras Libres
Enero 2003
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