23 octubre 2006

"Nunca he querido trabajar en otra cosa"


¿Qué mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombre que ha quedado embrujado por los libros?
“Ciudad de Cristal”, 1985
Paul Auster


Confieso que no lo conozco a fondo, que he leído más acerca de él, que su trabajo. Pero me intriga y me atrae. Hasta hace poco tiempo, era demasiado atractivo para ser escritor, jejeje, pero como decía mi madre: todo por servir se acaba y los 59 años que carga sobre sus espaldas ya se le notan. Nació en Estados Unidos, estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Columbia, vivió cuatro años en París (trabajando como traductor) y al volver a Nueva York, en 1974, empezó su carrera literaria escribiendo poesía y ensayos en las revistas New York Review of Books y Harper's Saturday Review que combinaba con el ejercicio de trabajos de todo tipo como cuidador de una granja. En 1987 publica "Trilogía de Nueva York" (cuya primera historia es también la primera novela que escribió) que recibe magníficas críticas. "El país de las últimas cosas" se publicó en 1988. A partir de entonces, Paul Auster se ha internado con éxito en el mundo de la literatura, inclusive del cine tanto como guionista ("Smoke", dirigida en 1995 por Wayne Wang y basada en el cuento "Auggie Wren") o co-director ("Lulu in the bridge", 1998). Dice que una vez fue de excursión al bosque y encontró el idioma al que mucho más tarde trataría de traducir el mundo, el mundo cómico y aterrador: el idioma del azar, el idioma de la casualidad y las coincidencias, el idioma de los encuentros fortuitos que se convierten en destino. También hay memorias íntimas, pedacitos autobiográficos. Pocos diálogos y muchas reflexiones. Y la mayoría de sus personajes, están relacionados entre sí, aunque pertenezcan a diferentes libros.

El año pasado, Paul Auster publicó la novela "The Brooklyn Follies", actualmente está en pleno proceso de filmación de "The Inner Life of Martin Frost" basada también en un guión suyo y su próxima novela "Travels in the Scriptorium" se publicará a principios del próximo año. El pasado viernes fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias 2006. En su acta, el jurado destacó que Auster ha sido premiado "por la renovación literaria que ha llevado a cabo al unir lo mejor de las tradiciones norteamericana y europea, innovar el relato cinematográfico e incorporar a la literatura algunas de sus aportaciones. Con su exploración de nuevos ámbitos de la realidad, Auster ha conseguido atraer a jóvenes lectores al dar un testimonio estéticamente muy valioso de los problemas individuales y colectivos de nuestro tiempo".

Tuve la oportunidad de ver en directo la premiación y de escuchar el discurso que Paul Auster leyó y que, independientemente de su contenido que me ha encantado, a mí me pareció entrañable porque pudimos ver a un hombre un poco tímido y echo lío con unas gafas que al fin consiguió "domarlas" aunque quedaron un poco torcidas en su rostro que aún guarda una chsipita de ese atractivo especial que posee:

"No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe…, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?

En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente… inútil.
La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la “era posliteraria”. Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten –en la página impresa o en la pantalla de televisión–, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.

Nunca he querido trabajar en otra cosa".

Paul Auster,
Oviedo, Asturias,
20 de octubre de 2006

1 comentario:

Korkuss dijo...

Mmm interesante recomendación, echémosle un ojo.

Saludos!