Este ha sido un año raro. He publicado menos que en 2010 y mi vida de nuevo ha dado un giro de 180º. Estoy de vuelta en mi tierra desde julio pasado y aún no encuentro mi "lugar". No se trata de reencuentros, al fin y al cabo mi vida ha cambiado y ya no podría "ajustarme" a la forma de vida que tenía antes de formar una familia. En tdo caso se trata de encontrar un nuevo lugar o una nueva forma de encontrarlo con mis nuevas circunstancias. Ni la familia ni los amigos me ayudan. Lo siento. Pasé demasiado tiempo fuera y mis conceptos variaron. Y no sé si fue de una forma tan radical que ya no me hallo.
Hemos pasado las Navidades aquí. Por cuestiones ajenas a nosotros, no viajamos a Valencia. Happy Demon tenía ganas de ver a sus amigos y a la familia y para ser sincera, se quedó bastante desilusionado. Papá Noel trató de consolarlo con varios regalos y parece que han servido, pero en cuanto se toca el tema, vuelta a lo mismo: que si mis amigos, que si mi abuela, que si mis primos, que si las cosas que dejamos y que en el anterior viaje no pudimos traernos. En fin...
No tengo los ánimos muy allá. Estas fechas siempre me traen malos recuerdos aunque yo misma intente no sabotearme. A fin de cuentas, tengo un nano que me da la ilusión que los años y las viviencias me fueron quitando. Y aunque es una historia triste, más que el cuento clásico de Dickens, este de Truman Capote me gusta para estas fechas:
Historia de Navidad
Una mañana de últimos de
noviembre. Un amanecer de invierno, hace más de veinte años. La cocina
de una vieja casa espaciosa en una aldea. Constituye su rasgo
principal una gran estufa negra; pero hay también una gran mesa redonda y
una chimenea con dos mecedoras colocadas ante ella. Aquel día
comenzaba en la chimenea el rugido invernal.
Una mujer de pelo corto y canoso está de pie ante la ventana de la cocina. Lleva zapatos de
tenis y un informe suéter gris sobre un vestido de algodón veraniego. Es pequeña y vivaracha
como una gallinita de bantam; pero, debido a una larga enfermedad de la infancia, sus hombros son
lastimosamente gibosos. Su rostro es singular..., parecido al de Lincoln, así de áspero, curtido
por el sol y el viento; pero también es delicado, de fino trazo, y sus ojos son tímidos, color de cereza.
-¡Oh, madre mía! -exclama, empañando el vidrio de las ventanas con su aliento-. ¡Llegó el tiempo de los pasteles de fruta!
La persona a quien habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y pico. Somos primos, muy
distantes, y hemos vivido juntos..., bueno, desde que yo puedo recordar. Viven en la casa otras
personas, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y con frecuencia nos hacen llorar, en
general no advertimos mucho su existencia. Somos el mejor amigo uno de otro. Me llama Buddy, en
recuerdo de un muchacho que fue antes su mejor amigo. El otro Buddy murió en 1880 y tantos,
cuando ella era todavía una niña. Ahora es todavía una niña.
-Lo supe antes de levantarme -dice, alejándose de la ventana con una excitada decisión en los
ojos-. ¡La campana de la Audiencia sonaba tan fría y clara! Y no había pájaros que cantasen; se
habían marchado a tierras más cálidas, sí. ¡Oh, Buddy deja de tragar bizcochos y trae nuestro
carrito! Ayúdame a buscar mi sombrero. Tenemos que hacer treinta pasteles.
Siempre lo mismo: llega una mañana de noviembre y mi amiga, como
inaugurando oficialmente la época navideña que alboroza su imaginación y
aviva las llamas de su corazón, anuncia: «¡Llegó el tiempo de los
pasteles de frutas! trae nuestro carrito. Ayúdame a buscar mi sombrero».
Se encuentra el sombrero, una rueda de paja adornada con rosas de terciopelo que la
intemperie ha
marchitado: en otro tiempo perteneció a una parienta muy elegante. Los dos juntos empujamos
nuestro carrito, un destrozado coche de niño, hacia el jardín y hacia un bosquecillo de pacanas.
El carrito es mío, es decir, fue comprado para mí cuando nací. Está hecho de mimbre, bastante
desbaratado, y las ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un servidor
leal; en primavera, lo llevamos a los bosques y lo llenamos de flores, hierbas, helechos para las
macetas de nuestra galería; un verano, lo cargamos con provisiones para el picnic y con
cañas de azúcar para pescar, y lo empujamos hasta la orilla del arrollo; también tiene sus usos
invernales: transportar leña del patio a la cocina, servir de cama tibia para Queenie, nuestra
pequeña terrier anaranjada y blanca, vigorosa, que ha sobrevivido a enfermedades y a dos
mordeduras de serpientes de cascabel. Ahora Queenie va trotando junto al carrito.
Tres horas más tarde estamos de regreso en la cocina con una carretada de pacanas caídas de los
árboles. Nos dolía la espalda por el esfuerzo de recogerlas: era difícil encontrarlas (puesto
que la cosecha principal había sido recogida sacudiendo los árboles y vendida por los
propietarios de la huerta, que no éramos nosotros) entre las hojas que las ocultaban y la hierba
escarchada y engañadora. ¡Craaac! Un alegre crujido y estallidos de un trueno en miniatura se
oyen cuando se rompen las cáscaras y el dorado montón de dulces almendras aceitosas y marfileñas
aumenta en la vasija de criolita. Queenie pide que lo dejemos probar, y de cuando en cuando mi
amiga le da furtivamente un trocito, aunque insistiendo en que con ello nos privamos.
--No debemos, Buddy. Si empezamos, no pararemos. Y apenas si alcanza con esto. Para treinta
pasteles.
La cocina está oscureciéndose. El crepúsculo convierte la ventana en un espejo: nuestro reflejo
se mezcla con la luna naciente mientras trabajamos junto a la chimenea al resplandor del fuego.
Por último, cuando la luna ya está alta, arrojamos la última cáscara al fuego y, suspirando al
unísono, la vemos encenderse. El carrito está vacío, la vasija llena hasta el borde.
Cenamos (bizcochos fríos, tocino, dulce de zarzamora) y discutimos sobre lo que haremos mañana.
Mañana empieza la clase de trabajo que me gusta más: comprar. Cerezas y sidra,
jengibre y
vainilla, pasas y nueces y whisky, y, ¡oh, tanta harina, mantequilla, tantos huevos, especias,
esencias! ¡Caramba, necesitaremos un pony para tirar del carrito hasta la casa!
Pero antes de que se puedan efectuar esas compras, está la cuestión del dinero. Ninguno de los
dos lo tiene. Excepto las miserables sumas que alguna vez obtenemos de las personas de la casa
(diez centavos se considera una gran cantidad), o lo que ganamos con ciertas actividades: ventas
diversas, de cubos llenas de moras cosechadas por nosotros, tarros de mermelada y jalea de
manzana y conservas de melocotón hechas en casa, flores para los entierros y las bodas. Una vez
ganamos un concurso sobre el fútbol nacional. No es que entendiéramos nada de fútbol. Es,
simplemente, que participamos en cualquier concurso de que tuviéramos noticias: en aquel momento
nuestras esperanzas se cifraban en el gran premio de cincuenta mil dólares ofrecidos para dar
nombre a una nueva marca de café (propusimos «A.M.»; y después de alguna vacilación,
pues mi amiga pensaba que acaso sería sacrílego el slogan «A.M. Amén»).
Para decir la verdad, nuestra única empresa «realmente» provechosa fue el Museo de
Rarezas y Diversiones que organizamos en el cobertizo de un patio, dos veranos antes. Las
Diversiones consistían en una linterna mágica con vistas de Washington y de Nueva York que nos
prestó una parienta que había estado en aquellos lugares (y se puso furiosa cuando descubrió para
qué se la habíamos pedido); las Rarezas, un polluelo de tres patas empollado por una de nuestras
gallinas. Todo el mundo quería ver aquel polluelo; hacíamos pagar un níquel a los mayores y dos
centavos a los niños. Y habíamos colectado lo menos veinte dólares cuando se cerró el museo por
la muerte de la principal atracción.
Pero de una manera o de otra, cada año reuníamos unos ahorros para Navidad, el Fondo de los
Pasteles de Frutas. Guardábamos ese dinero en una vieja bolsa de cuentas, bajo una tabla suelta
del piso, bajo el orinal, bajo la cama de mi amiga. Rara vez sacamos la bolsa de su seguro
escondrijo, excepto para depositar dinero o, como sucede cada sábado, para retirarlo; pues los
sábados se me conceden diez centavos para ir al cine. Mi amiga no ha ido nunca al cine ni piensa
ir. Dice:
-Prefiero que me lo cuentes, Buddy. De esssta manera puedo imaginar más. Por otra parte, una
persona de mi edad no debe gastarse la vista. Cuando el Señor venga, que pueda verlo
claramente.
Además de no haber visto nunca una película, nunca tampoco había: comido en un restaurante,
viajado hasta más de cinco millas de la casa, recibido o enviado un telegrama, leído nada excepto
tebeos y la Biblia, usado maquillaje, maldecido, deseado mal a nadie, mentido a sabiendas, dejado
que un perro hambriento siguiera hambriento. He aquí algunas cosas que ha hecho y que hace: mató
con un azadón la mayor serpiente de cascabel que se ha visto en este condado (de dieciséis
anillos), toma rapé (secretamente), domestica colibríes (hagan la prueba) hasta que se posen
sobre su dedo, cuenta historias de fantasmas (ambos creemos en fantasmas) tan escalofriantes que
le hielan a uno en Julio, habla sola, pasea bajo la lluvia, cultiva las más hermosas camelias
japonesas de la población y sabe la receta de toda clase de viejas curaciones indias, incluyendo
un remedio mágico para extirpar verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a nuestra habitación, situada en una parte remota de la
casa, donde mi amiga duerme en una cama de hierro cubierta con una vieja colcha y pintada de
rosa, su color favorito. Silenciosamente, entregados a los placeres de la conspiración, sacamos
la bolsa de su escondrijo y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de a dólar
apretadamente enrollados y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de a cincuenta
centavos, lo bastante pesadas para mantener cerrados los ojos de un muerto. Hermosas piezas de a
diez, la moneda más viva, la que realmente tintinea. Níqueles y cuartos de dólar, pulidos por el
uso como guijarros de arrollo. Pero, más que nada, un odioso montón de centavitos de color acre.
El verano pasado los otros de la casa convinieron en pagarnos un centavo por cada veinticinco
moscas que matáramos. ¡Oh, la carnicería de agosto, las moscas que volaron al cielo! Sin
embargo, ése no era un trabajo que nos enorgulleciera. Y mientras estábamos sentados contando
centavos, era como si volviéramos a hacer el recuento de moscas muertas. Ninguno de los dos
tenía cabeza para los números; contábamos lentamente, nos equivocábamos, volvíamos a empezar. De
acuerdo con los cálculos de mi amiga, tenía $ 12.73. Según los míos, exactamente $13.
-Espero que te hayas equivocado, Buddy. NNNo podemos hacer nada con trece. Los pasteles
saldrían
mal. O alguien iría al cementerio. ¡Ni pensar en levantarme de la cama el día trece!
Eso es verdad: mi amiga siempre pasa los días trece en la cama. Por lo tanto, para asegurarnos,
separamos un centavo y lo arrojamos por la ventana.
De todos los ingredientes que componen nuestros pasteles de frutas, el whisky es el más caro, así
como el más difícil de obtener: las leyes estado prohíben su venta. Pero todo el mundo sabe que
se puede comprar una botella al señor Jajá Jones. Al día siguiente, terminada nuestras compras
más prosaicas, nos dirigimos al establecimiento del señor Jajá, un «pecaminoso» (
según la opinión pública) café, donde hay baile y frituras de pescado, a la orilla del río.
Habíamos estado allí antes y con el mismo objeto; pero los años anteriores tratamos con la esposa
de Jajá, una india oscura como el yodo, pelo oxigenado color latón y un aire de extrema fatiga.
Nunca, en verdad, habíamos visto a su marido, aunque habíamos oído decir que también es indio.
Un gigante con cicatrices de navaja en las mejillas. Lo llaman Jajá porque es muy ceñudo, un
hombre que nunca ríe.
A medida que nos acercábamos al café (larga cabaña de troncos,
festoneada dentro y fuera con filas alegres y deslumbradoras bombillas eléctricas, que se
levantaban junto a la orilla fangosa del río, bajo la sombra de árboles ribereños donde el musgo
sube entre las ramas como niebla gris), nuestros pasos se hacían más lentos. Hasta Queenie deja
de corretear y anda muy pegada a nosotros. Ha habido asesinatos en el café de Jajá. Personas
despedazadas. Descalabradas. Hay un caso que irá al tribunal el mes próximo.
Naturalmente,
tales sucesos ocurren por la noche, cuando las luces de colores proyectan dibujos fantásticos y
el fonógrafo aúlla. De día, el establecimiento de Jajá se ve mísero y desierto. Llamo a la
puerta, Queenie ladra, mi amiga grita:
-¿Señora Jajá? ¿Señora? ¿Hay alguien en la casa?
Pasos. La puerta se abre. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es el propio señor Jajá Jones! Y
«es» un gigante; y «sí» tiene cicatrices; y «no» sonríe.
Ceñudo, nos mira con ojos oblicuos de Satán y pregunta:
-¿Qué quieren de Jajá?
Por un momento estamos demasiado paralizados para contestar. Al fin mi amiga encuentra a medias
su voz, un susurro de voz a lo sumo:
-Si nos hace el favor, señor Jajá, quisiérrramos un litro de su mejor whisky.
Sus ojos se inclinan más. ¿Quién lo creería? ¡Jajá está sonriendo! Es más, ríe.
-¿Quién de ustedes es el bebedor?
-Es para hacer pasteles de fruta, señor Jaaajá. Para cocinar.
Eso lo calma. Frunce el ceño.
-¡Qué manera de malgastar el buen whisky!<<
No obstante, se retira dentro del sombrío café y unos segundos más tarde aparece con una botella
sin etiqueta llena de licor de un amarillo de margarita. Muestra su reflejo a la luz del sol y
dice:
-Dos dólares.
Le pagamos con monedas de a diez, cinco y un centavo. De pronto, mientras agita las monedas en
su mano como si fuesen dados, su cara se suaviza.
-¿Saben qué les digo? -propone, volviendo a meter el dinero en nuestra bolsa de cuentas-. En vez
de pagar, mándenme uno de esos pasteles de frutas.
-Bueno -observa mi amiga por el camino de regreso a casa-, es un hombre encantador. Pondremos
una taza más de pasas en «su» pastel.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, resplandece como una calabaza iluminada por dentro.
Las batidoras de huevo giran, las cucharas revuelven las vasijas de mantequilla y azúcar, la
vainilla endulza el aire, el jengibre lo hace picante; una mezcla de olores que producen
hormigueo a las narices, satura la cocina, se difunde por la casa, se esparce por el mundo en
bocanadas de humo de la chimenea. En cuatro días nuestra obra ha terminado. Treinta y un
pasteles, empapados de whisky, en los antepechos de las ventanas y los anaqueles.
¿Para quién son?
Amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: realmente, la mayor parte están destinados a
personas a quienes hemos visto quizá una vez, quizá nunca. Personas que han impresionado nuestra
imaginación. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y su esposa,
misioneros baptistas en Borneo que dieron conferencias aquí el invierno anterior. O el pequeño
afilador que viene a recorrer la aldea dos veces al año. O Abne Packer, el conductor del autocar
de Mobile de las seis, con quien cambiamos ademanes de saludo cada día cuando pasa en una nube
veloz de polvo. O los jóvenes Wiston, una pareja de California, cuyo coche una tarde se averió
frente a la casa y pasaron una hora agradable charlando con nosotros en la galería (el joven
señor Wiston nos sacó una instantánea, la única fotografía que nos han hecho en nuestra vida).
¿Es debido a que mi amiga es tímida con todo el mundo «excepto» con los extraños, que
esos extraños, y las relaciones más fugaces, nos parecen ser nuestros verdaderos amigos? Creo
que sí. También los álbumes donde guardábamos las palabras de agradecimiento en papel de carta
de la Casa Blanca, alguna que otra comunicación de California y Borneo, las postales de a centavo
del afilador, nos hacían sentirnos unidos a unos mundos extraordinarios más allá de la cocina con
sus vistas a un cielo limitado.
Ahora la rama desnuda de una higuera, en diciembre, roza la ventana. La cocina está vacía, los
pasteles han desaparecido ayer llevamos el último de ellos a la oficina de correos, donde el
importe de los sellos dejó vacía nuestra bolsa. Estábamos sin un centavo. Esto me deprime, pero
mi amiga insiste en celebrarlo..., con dos dedos de whisky que queda en la botella de Jajá.
Damos a Queenie una cucharada en una taza de café (le gusta el café con sabor de achicoria y
fuerte). El resto lo dividimos entre dos copas. Ambos amedrentados ante la perspectiva de tomar
whisky puro; su sabor provoca gestos contraídos y estremecimientos. Pero poco a poco nos ponemos
a cantar, cada uno diferentes canciones, simultáneamente. No sé la letra de la mía, sólo:
«Ven, ven a la ciudad oscura, al baile de los faroleros». Pero sé bailar: quiero ser
un bailarín de cine. Mi sombra danzante retoza sobre las paredes; nuestras voces sacuden la
vajilla; reímos como si manos invisibles nos hicieran cosquillas. Queenie rueda sobre su
espalda, sus patas se agitan en el aire, algo como una sonrisa estira sus labios negros. Por
dentro me siento arder y chispear como esos leños que se desmoronan, despreocupado como el viento
en la chimenea. Mi amiga da vueltas de vals en torno a la estufa, sosteniendo entre sus dedos el
borde de su pobre falda de algodón como si fuera un vestido de baile. «Enséñame el camino
para ir a casa», canta, mientras sus zapatos de tenis chirrían sobre el piso.
«Enséñame el camino para ir a casa...»
Entran dos parientas. Muy enojadas. Potentes, con ojos que escarban, lenguas que escaldan.
Escuchad lo que tienen que decir, palabras que caen con tono iracundo:
-¡Un niño de siete años! ¡Whisky en su allliento! ¿Has perdido el juicio? ¡Licor a un niño de
siete años! ¡Si serás necia! ¡Camino a la perdición! ¿Recuerdas a la prima Kate? ¿Al tío
Charlie? ¿Al cuñado del tío Charlie? ¡Vergüenza! ¡Escándalo! ¡Humillación! ¡Arrodíllate, reza,
ruega al señor!
Queenie se esconde bajo la estufa. Mi amiga mira sus zapatos, su barbilla tiembla, levanta su
falda y se limpia la nariz y corre a su habitación. Cuando ya hace mucho que la ciudad duerme y
la casa está silenciosa, excepto por los relojes al dar las horas y el chisporroteo de los fuegos
que van apagándose, está llorando sobre una almohada ya tan mojada como el pañuelo de una
viuda.
-No llores -le digo, sentado a los pies deee su cama y temblando a pesar de mi camisa de noche de
franela que huele a jarabe para la tos del invierno pasado-. No llores -le ruego tironeándole
los dedos de los pies y haciéndole cosquillas-, eres demasiado vieja para eso.
-Es porque -dice en un hipo- «soy&raaaquo; demasiado vieja. Vieja y ridícula.
-No ridícula. Divertida. Más divertida qqque nadie. Oye: si no dejas de llorar, mañana estarás
tan cansada que no podremos ir a cortar un árbol.
Se incorpora. Queenie salta sobre la cama (cosa que le está prohibida) y le lame las
mejillas.
-Sé donde encontraremos árboles verdaderammmente hermosos, Buddy. Y acebo también. Con bayas
grandes como tus ojos. Es muy adentro de los bosques. No hemos ido nunca tan lejos. Papá nos
traía árboles de Navidad de allí; los cargaba sobre su hombro. De eso hace cincuenta años.
Bueno, ¡no puedo esperar la mañana!
Mañana. La hierba resplandece con la escarcha; el sol, redondo como una naranja y anaranjado
como las lunas del tiempo cálido, se alza en equilibrio sobre el horizonte, pule los bosques
plateados de invierno. Un pavo silvestre canta. Un cerdo vagabundo gruñe entre la maleza.
Pronto, a la orilla del agua de rápida corriente, profunda hasta llegar a la rodilla, tenemos que
abandonar el carrito. Queenie es la primera en vadear el arroyo, chapotea ladrando
plañideramente a la rapidez de la corriente y a su frialdad capaz de producir neumonía. Nosotros
la seguimos, sosteniendo nuestros zapatos y equipo (un hacha y un saco de arpillera) sobre
nuestras cabezas. Kilómetro y medio más: de espinas, zarzas y cardos atormentadores que se
agarran a nuestros vestidos; de rojizas agujas de pino, brillantes, mezcladas con hongos de
alegres colores y plumas de pájaros. Aquí y allá, un vuelo fugaz, un alboroto, una explosión de
chillidos nos recuerdan que no todas las aves han volado hacia el sur. Siempre el sendero
serpentea entre charcos de sol almidonado y oscuras bóvedas de ramas. Hay que cruzar otro
arroyo: una alborotada flota de abigarradas truchas agita el agua a nuestro alrededor, y ranas
del tamaño de platos practican las zambullidas de panza: obreros castores están construyendo un
dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. Mi amiga también se estremece, no de
frío sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero suelta un pétalo cuando ella
levanta la cabeza y aspira el aire cargado de aroma de pinos.
-Ya casi llegamos. ¿Los hueles, Buddy? - dice, como si nos acercáramos al océano.
Y, en efecto, es una especie de océano. Grandes extensiones perfumadas de árboles navideños,
acebos de punzantes hojas. Bayas rojas como brillantes campanillas chinas: los negros cuervos se
precipitan chillando sobre ellas. Ya llenos nuestros sacos de suficiente verde y escarlata para
rodear de guirnaldas una docena de ventanas, vamos a elegir un árbol, por fin.
-Debe ser -murmura mi amiga- dos veces más alto que un muchacho. De esta manera ningún muchacho
podrá robar la estrella.
El que elegimos es dos veces más alto que yo. Hermoso y valiente bruto que sobrevive a treinta
hachazos antes de ceder con un crujiente grito de rendición. Tomándolo como un animal muerto,
empezamos el largo arrastre. A los pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos y jadeamos.
Pero tenemos la fuerza de los cazadores victoriosos; esto y el perfume frío y viril del árbol nos
reanima, nos aguijonea. Muchos elogios acompañan nuestro regreso, a puesta de sol, por la
carretera de arcilla roja que lleva a la aldea; pero mi amiga es taimada y evasiva cuando los
viandantes alaban el tesoro cargado en nuestro carrito.
-¡Qué hermoso árbol! ¿De dónde lo traen?
-De por allá - murmura ella, vagamente.
Una vez se detiene un coche y la holgazana esposa del rico propietario del molino se asoma y
relincha:
-Les doy veinte centavos por ese viejo árbol.
Ordinariamente mi amiga tiene miedo de decir que no; pero en esta ocasión sacude prontamente la
cabeza:
-No lo daríamos ni por un dólar.
-¡Un dólar! ¡Madre! Cincuenta centavos. Es lo más que doy. ¡Por Dios, mujer!, pueden ir a
buscar otro.
En respuesta, mi amiga observa suavemente:
-Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa, Queenie se deja caer junto al fuego y duerme hasta la mañana, roncando fuerte como un ser humano.
~ ~ ~
Un baúl en el desván contiene: una caja de zapatos llena de colas de
armiño (procedentes de una capa de teatro de una curiosa dama que una
vez alquiló una habitación en la casa), rollos de
colgajos de relumbrón dorados por los años, una estrella de plata, una
corta serie de bombillas
acarameladas, viejas, indudablemente peligrosas. Excelente decoración
hasta donde alcanza, que
no es lo suficiente: mi amiga quiere que nuestro árbol resplandezca
«como una ventana de
los baptistas», que se doble bajo el peso de las nieves de adorno. Pero
no podemos costear
los esplendores de fabricación japonesa que venden en el «cinco y diez».
Por lo
tanto, hacemos lo que hemos hecho siempre: pasar días sentados ante la
mesa de la cocina con
tijeras y lápices y montones de papel de colores. Yo hago los dibujos y
mi amiga los recorta:
gran cantidad de gatos, peces también (porque son fáciles de dibujar),
algunas manzanas, algunas
sandías, unos pocos de ángeles alados hechos de envoltorios de papel de
estaño que tenemos
guardado. Empleamos imperdibles para sujetar al árbol esas creaciones:
como toque final,
salpicamos las ramas con algodón desmenuzado (recogido en agosto con ese
propósito). Mi amiga,
contemplando el efecto, junta sus manos.
-Ahora, francamente, Buddy, ¿no te parece bueno para comer?
Queenie trata de comerse un ángel.
Después de tejer y adornar con cintas las coronas de acebo para todas las ventanas de la fachada,
nuestro proyecto inmediato es la preparación de los regalos para la familia. Pañoletas para las
damas, para los hombres un jarabe, preparado en casa, de limón, regaliz y aspirina, para tomarlo
«a los primeros síntomas de un resfriado y después de cazar». Pero cuando llega la
hora de preparar nuestros mutuos regalos, mi amiga y yo nos separamos para trabajar secretamente.
Me gustaría comprarle un cuchillo con mango de nácar, una radio, una libra de cerezas cubiertas
de chocolate (una vez probamos algunas y ella siempre jura: «viviría siempre de cerezas,
Buddy. ¡Señor, si, podría...!, y esto no es tomar Su nombre en vano»). En vez de todo
eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría regalarme una bicicleta (lo ha dicho un
millón de veces: «si yo pudiera, al menos, Buddy. Ya es bastante malo pasar la vida sin lo
que "uno" desea; pero, que Dios lo confunda, lo que me fastidia es no poder dar a "alguien" lo
que deseo que tenga. Pero cualquier día lo haré, Buddy. Te encontraré una bicicleta. No
preguntes cómo. La robaré quizá»). En vez de eso, estoy casi seguro de que me está
haciendo una cometa..., igual que el año pasado, y que el anterior: el anterior a ese nos
regalamos hondas. Todo lo cual me parece muy bien. Pues somos campeones de vuelo de cometa,
sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, más experta que yo, puede elevar una
cometa cuando ni siquiera sopla brisa suficiente para arrastrar a las nubes.
La víspera de Navidad, por la tarde, reunimos un níquel y vamos a la carnicería a comprar el
regalo tradicional para Queenie, un buen hueso de ternera para roer. El hueso, envuelto en papel
fantasía, se cuelga alto en el árbol, cerca de la estrella de plata. Queenie sabe que está allá.
Se agazapa al pie del árbol mirando hacia arriba en un arrobo codicioso. Cuando llega la hora
de ir a dormir se niega a moverse. Su excitación es igualada por la mía. Levanto a patadas las
mantas y doy vueltas a la almohada como si fuese una abrasadora noche de verano. En algún lugar
canta un gallo, falsamente, pues el sol está todavía al otro lado del mundo.
-¿Buddy, estás despierto?
Es mi amiga que me llama desde su habitación, contigua a la mía; y un momento más tarde está
sentada en mi cama, sosteniendo una vela.
-Bueno, no puedo dormir ni tanto así -declara-. Mi pensamiento salta como una liebre. Buddy,
¿crees que la señora Roosevelt servirá nuestro pastel en la cena?
Nos arrebujamos en la cama y ella me oprime la mano con ternura.
-Diría que tu mano era mucho más pequeña. Creo que me disgusta verte crecer. Cuando seas mayor,
¿seremos amigos todavía?
Yo digo que lo seremos siempre.
-¡Me siento muy triste, Buddy! ¡Deseaba tanto regalarte una bicicleta! Traté de vender el
camafeo que me regaló papá. Buddy... -vacila, como turbada-, te he hecho otra cometa.
Entonces, yo confieso que hice una para ella también; y reímos. La vela está demasiado agotada
para seguir ardiendo. Se apaga, y deja ver la luz de las estrellas, esas estrellas que giran en
la ventana como un visible villancico al que, lentamente, lentamente, el alba acalla.
Posiblemente estamos adormilados; pero los primeros resplandores de la aurora nos rocían como
agua fría; ya estamos levantados, con los ojos muy abierto y dando vueltas mientras esperamos que
los demás despierten. Adrede, mi amiga deja caer un caldero sobre el suelo de la cocina. Yo
bailo, repiqueteando con los pies, frente a las puertas cerradas. Uno a uno salen los de casa,
con caras de querer matarnos a los dos; pero es Navidad y, por lo tanto, no pueden hacerlo.
Primero, un espléndido desayuno: absolutamente todo lo que uno puede imaginar..., desde las
tortas de sartén y la ardilla frita, hasta el pinole y la miel en panal. Lo cual pone a todos de
buen humor, menos a mi amiga y a mí. Francamente, tenemos tanta impaciencia por ver los regalos,
que no podemos tragar un bocado.
Bueno, quedo decepcionado. ¿Quién no lo estaría? Calcetines, una camisa para ir a la escuela
dominical, algunos pañuelos, un suéter usado y un año de suscripción a una revista religiosa
para niños. El Pequeño Pastor. Me indigna. Realmente me indigna.
Mi amiga saca mejor tajada. Un saco de ciruelas, que es su mejor regalo. Sin embargo, está más
orgullosa de un chal de lana blanca tejido por su hermana casada. Pero «dice» que su
regalo favorito es la cometa que yo le hice. Y «es» muy hermosa; aunque no tan
hermosa como la que ella hizo para mí, que es azul y tachonada de estrellas de Buena Conducta
doradas y verdes; además, en ella está pintado mi nombre, «Buddy».
-Buddy, está soplando el viento.
Sopla el viento, y nada haremos sino correr hasta unos prados que hay más abajo de la casa,
adonde Queenie había volado para enterrar su hueso (y donde el otro invierno, Queenie será
enterrada también). Una vez allí, sumergidos en la lozana hierba que nos llega hasta la cintura,
soltamos nuestras cometas, las sentimos que tiran del cordel como peces del cielo que nadan en el
viento. Satisfechos, calientes del sol, nos tendemos en la hierba y pelamos ciruelas y
contemplamos el cabriolar de nuestras cometas. Pronto olvido los calcetines y el suéter usado.
Soy tan feliz como si ya hubiéramos ganado el Gran premio de cincuenta mil dólares en aquel
concurso de dar nombre a un café.
-¡Madre, que tonta soy! -exclama mi amiga, súbitamente alerta, como una mujer que recuerda
demasiado tarde que tiene bizcochos en el horno-. ¿Sabes lo que he creído siempre? -pregunta en
un tono de descubrimiento y no sonriéndome a mí, sino a un punto situado más allá-. Siempre he
creído que un cuerpo tiene que estar enfermo y morir antes de ver al señor. Y me imaginaba que
cuando Él viniese sería como mirar a través de la ventana de los baptistas: hermoso como un
cristal de color atravesado por el sol, un brillo tal que no te enteras de que oscurece. Y ha
sido un consuelo pensar en aquel resplandor que hace desaparecer todo el miedo al coco. Pero
estoy segura de que eso no sucede nunca. Estoy segura de que en el último momento el cuerpo
comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que ver las cosas tal como son -su mano hace un ademán
circular que abarca nubes y cometas y hierba y a Queenie echando tierra con las patas sobre su
hueso-, simplemente como siempre las ha visto, era verlo a Él. En cuanto a mí, podría dejar el
mundo con el día de hoy en los ojos.
~ ~ ~
Esta es nuestra última navidad juntos.
La vida nos separa. Aquellos que Saben Más deciden que debo ir a una escuela militar. Y de este
modo sigue una miserable sucesión de prisiones donde suena la corneta, severos campamentos de
verano con toque de diana. Tengo también un nuevo hogar. Pero no cuenta. El hogar es donde
está mi amiga, y allí nunca voy.
Y allí permanece ella, entreteniéndose en la cocina. Sola con Queenie. Sola, pues.
(«Buddy querido -escribe con su letra salvaje, difícil de leer-, ayer el caballo de Jim
Macy dio a Queenie una coz mortal. Gracias a Dios, no sufrió mucho. La envolví en una fina
sábana de lino y la llevé en el carrito hasta el paso de Simpson, donde puede descansar con todos
sus huesos...»). Durante algunos noviembres continúa haciendo sola sus pasteles de frutas;
no tantos, pero algunos; y, naturalmente, siempre me manda «el mejor de la hornada».
Además, en cada carta incluye diez centavos envueltos en papel higiénico: «ve al cine y
cuéntame la película». Pero, gradualmente, en sus cartas tiende a confundirme con su otro
amigo, el Buddy que murió en 1880 y tantos; cada vez más son no solo los días trece en que se
queda en la cama: llega un mañana de noviembre, un amanecer de invierno sin hojas y sin pájaros,
en que no puede levantarse y exclama: «¡Oh, madre mía! ¡Llegó el tiempo de los pasteles de
fruta!»
Y cuando eso sucede, lo sé. El mensaje que me lo anuncia no hace más que confirmar una noticia
que ha recibido ya cierta secreta fibra, amputando una parte insustituible de mi mismo, dejándola
suelta como una cometa con el cordel roto. Es por eso que, al atravesar un patio de la escuela
en esa particular mañana de diciembre, voy escudriñando el firmamento. Como si esperase ver,
semejantes a corazones, un par de cometas sueltas que corren al cielo.
Truman Capote
***