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01 diciembre 2014

El post número 1000 y recuerdos del tango

Pues eso, que hoy 1 de diciembre, publico el post número 1000 en estos nueve y medio años de haberme lanzado hacia la blogosfera :D

Quizás, hace tiempo que debí llegar a esta cantidad, pero cada vez resulta más difícil mantener estos espacios que sufren una dura competencia con las aparición de las redes sociales. Y a veces, las más, pienso que ya es una pérdida de tiempo porque no creo que existan lectores cautivos o que persistan aquellos que caimos rendidos ante esta oportunidad que nos daba la red.

Hoy he decidido 'celebrar' publicando una reseña muy personal que hice sobre la novela El Tango de la Guardia Vieja de mi admirado Arturo Pérez-Reverte, a mediados de enero de 2013. La publiqué en un par de sitios pero no se me ocurrió hacerlo en mi propio blog... Así que he decidido poner remedio :)


La mañana del lunes pasado terminé de leer El Tango de la Guardia Vieja (lo leí en el fin de semana, luego de la espera de casi tres semanas a partir de que una querida amiga lo depositó en Correos de Madrid ) “Reposé” la lectura lo que restó del día y el martes me dediqué a hacer otra lectura rápida

No es nada nuevo en Don Arturo hacer ese encaje de bolillos para que todas las piezas encajen de forma precisa. Pero en El Tango, se nota el oficio. Me ha gustado mucho la “facilidad” con que nos lleva y nos trae en el tiempo, no sólo por los detalles de las canciones o de la moda, sino por la forma de actuar de los personajes: sus reacciones, sus pensamientos. Debo confesar que he caído rendida ante ese es canalla simpático llamado Max. Que si bien, en un principio no le encontraba un rostro donde “ubicarlo”, conforme iba leyendo se me “dibujó” una mezcla entre Cary Grant y los primeros años como actor de Gary Cooper.

Y me gusta “ver” a ese Max sesentón a lo Vittorio De Sica Guiño Joer, me costó Dios y ayuda no imaginármelo como él cuando las pasa tan putas para entrar a la habitación del ruski. Que miren que ya son ganas de tentar a la suerte, jejeje. Pero se entiende que después de cierta edad, no voy a decir cuál precisamente porque puede ser después de los cuarenta o de los setenta, qué sé yo, uno eche la vista atrás y lo invada la nostalgia y quiera sentirse, aunque sólo sea por un momento, como se sentía en aquellos años. Y esta es la sensación que me dio toda la novela: nostalgia. Ya no porque lo que pudo haber sido y no fue, sino precisamente porque lo que fue y no volverá a ser. Porque la vida se ha encargado de enredar o desenredar los hilos del destino. Porque Don Arturo escogió con gran tino la frase de Joseph Conrad. Y porque una de mis partes favoritas de la novela es cuando ese Max sesentón se “envalentona” y le reclama a Mecha (páginas 412 y 413) que nunca se bajó de sus pedestal para vivir una vida real no la que la suerte le había otorgado sin carencias de ningún tipo. Y para mí, en ese momento, está una de las claves de la historia de Max y Mecha:

-Podías permitirte ese lujo. También ése. Yo tenía otras cosas de qué ocuparme. Amar no era la más urgente.

Max saca la casta, como aquel que dice y nos permite vislumbrar lo que más tarde, algunos (quizá) hemos confirmado: la historia de ellos es más pasional que pletórica de amor. Lo cual a mí, no me disgusta. Es por eso que agradecí como no se imaginan que Don Arturo no cayese en el “recurso fácil” del happy end y comieron perdices Y aquí aprovecho para confesarles que Mecha no se ganó mi simpatía… Ni aun siendo mayor deja de ser tan hijaputa, tan manipuladora y tan fría. Que sí, que muy pasional, pero las entretelas como un congelador. Y disculpen, pero no alcanzo a distinguir si lo suyo es pura fachada debido a las circunstancias o a aquello que nos decían las abuelas, a generaciones enteras de que ‘tú hazte la inancansable, date a deseo, bla, bla, bla’ o a que verdaderamente sólo se tienta el corazón cuando se convierte en madre. Porque vaya manera de “aprovecharse” del tontorrón de Max para beneficiar a su hijo. Y hablando de Jorge Keller, me gusta que tras la confesión de Mecha (que en cierto modo, se “veía venir” o a mí me lo pareció) Max ni por un instante caiga en el melodrama de la voz de la sangre, de sentir algo y todo eso. Y que con todo y todo, quede flotando el aire la duda de Max sobre su paternidad.

Mecha, ay Mecha. A pesar de que podamos imaginarla como una Grace Kelly (influencia de la portada) yo, por momentos, la ubicaba ya como Lauren Bacall, ya como Ingrid Bergman, dependiendo de la “circunstancia” Sí, muy guapa, muy arrebatadora, una semi-diosa por la que cualquiera daría la vida, pero ella a la suya, que los demás bailen al son que ella toca sea con 25 años que con más de sesenta. Repito, no se ganó mi simpatía. Tal vez, sólo tal vez, cuando Jorge le comenta a Max lo afectada que la nota por su aparición. Quizá, entonces, puede que creamos que ha mantenido a raya sus sentimientos por gusto, por conveniencia o por como fue educada. Tal vez asimilemos que es de carne y hueso y no de simple hielo cuando Don Arturo la muestra tan pasional. Y aunque para los demás, para el público promedio, eso de sexo turbio les suena a cosa secreta, oculta, inexplorada, jejejeje, yo no califico de sexo turbio lo que Don Arturo muestra. Es simple y sencillamente otra forma de tener relaciones, de quedar en carne viva para vibrar con los cinco sentidos. Es más, lo que quizá se pueda considerar orgía, no lo es. Queda en un menage a trois algo peculiar, jejejeje. Y Armando no es más que un voyerista. Que ojo, no minimizo su “papel” dentro del auto-descubrimiento que hace Mecha sobre sus gustos sexuales, al contrario, considero que sólo siendo de esa forma, pudo abrirle tantas puertas a su mujer y puede conservarla. No olvidemos que Mecha son las antenas que lo conectan con el mundo real. Y Max, ay Max, “dejándose llevar” por las circunstancias, seducido por esa malicia “inimaginable” que exuda la niña bien El seductor resultó seducido.

Para mí, la relación de Max y Mecha es pura pasión. Querer medirse de igual a igual aunque provengan de mundos tan distintos. Es haberlo conseguido aunque fuese por instantes fugaces y esos quedasen grabados a fuego en la memoria y en el cuerpo. A mí me queda la duda del amor así, simple y sin acentos.

Me gusta cómo Don Arturo logró combinar el campeonato de ajedrez y la historia de espionaje. Como pasa de puntillas por el inicio de la Guerra Civil y lo hijoputa que se adivina que es Mostaza con una simple sonrisa. Y será que tengo una simpatía natural por los italianos, jejeje, pero logran volverse entrañables Barbaresco y Tignanello. Me gustó la descripción que hizo del segundo: “Siciliano o calabrés, imaginó Max. Con toda la melancolía racial de allá abajo pintada en la cara”. Me sigue gustando como con algunas pinceladas que pueden parecer tan simples, logra que imaginemos a los personajes ya sea físicamente o psicológicamente. Y encontré una “similitud” con La Reina del Sur: ‘…y supo que aquella luz azulada y gris, sucia de lluvia otoñal, era presagio de que pronto la perdería para siempre’. Esos amaneceres sucios, esa hora de las ejecuciones, de los fusilamientos. Teresa siempre pensando que esa será la hora de su muerte. Max fatalista también.

Dos frases que me hicieron soltar una carcajada ‘Reprimiendo el deseo de retroceder y protegerse –se sentía como una almeja cruda que acabara de recibir un chorro de limón- miró los gemelos de miel mientras procuraba desmentirlo todo con una sonrisa’. Y esta: ‘El ambiente era artificial, deliberado, entre apache tardío y surrealista rancio’. Carcajada por las descripciones tan certeras, porque inmediatamente las imagina una Guiño Lo mismo que las descripciones del paisaje. Quizá en algún momento se engolosinó demasiado, pero resultan totalmente cinematográficas.

En esta ocasión eché un poco de menos el thriller trepidante, jejejeje. Sí, ya, los tiros no iban por ahí, pero con todo y la historia de espionaje, sentí que me faltó esa dosis al estilo de Don Arturo. Tengo muy presentes El Club Dumas y La Piel del Tambor, por ejemplo. Lo mismo que El Asedio. Y mentira que “su” Madame Bovary sea Mecha como se ha comentado o creí escuchar en la presentación en Sevilla. La suya, sin dudarlo es Teresa Mendoza y punto. Pocos escritores, quizá contados con la mano y hasta sobren dedos, han logrado ponerse en la piel y en los zapatos de una mujer y hayan creado personajes tan bien logrados.

Entiendo por qué hasta ahora don Arturo pudo escribir El Tango de la Guardia Vieja. Encuentro la similitud con la película The Unforgiven de Eastwood que es considerada un western crepuscular. Eastwood no podría haberla hecho en la época de los spaghetti western No tenía ni la experiencia ni el bagaje y tampoco hubiese sido creíble la historia de un hijoputa redimido que por circunstancias de la vida intenta hacer de nuevo lo único que sabía hacer bien. Sólo los años nos dan ese tipo de mirada, ese tipo de visión. Y la nostalgia de todo lo que vivimos o hicimos. Puede que con sesenta y tantos años Max esté de capa caída, un poco avergonzado de la playa donde el naufragio de la vida lo ha depositado, pero es un sobreviviente y eso lo deja Don Arturo muy claro en ese soberbio final Sonrisa

Por supuesto, no hay mejor banda sonora para esta historia que el tango, sexo en vertical, sin duda Guiño Y que la mejor escena, la más emblemática, sea el tango sin música que se marcan Max y Mecha.








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31 agosto 2012

Mujeres de armas tomar



Ocurrió el otro día, en una conferencia, cuando uno de los asistentes preguntó por qué el arriba firmante asignaba a menudo virtudes masculinas a las mujeres en sus novelas. Tras un intercambio de aclaraciones, las mencionadas prendas masculinas resultaron ser el valor físico, la independencia y la agresividad. Al interlocutor le chocaba sobremanera que mis hembras de ficción fuesen capaces de empuñar un florete, una pistola, pelear por su vida o por la de otros, conspirar e incluso asesinar, bajo palabras como amistad, amor, lealtad a un hombre o a una idea, e incluso honor personal.

Le respondí que allá él con sus mujeres, pero que uno se honra con el trato de varias que son de armas tomar. Y que muchos nos negamos a aceptar que, por culpa del ridículo concepto medieval de la frágil dama como devocionario caballeresco, la mujer se perpetúe, en los relatos de ficción escrita o cinematográfica, reducida al papel de compañera o comparsa del viril protagonista. Échenle, si no, un vistazo a las películas o a los libros de acción y aventuras. En ese contexto, las mujeres -incluso las que van de duras o fatales- se limitan a dar grititos cuando las cosas vienen mal dadas, y a refugiarse en el sudoroso y fornido hombro del macho que, a lo sumo, las gratifica con un revolcón en condiciones o permite, sólo cuando él está herido y a punto de perecer bajo los mandobles del malvado, que ella, con las dos manos temblorosas en torno a la pistola que empuña casi al revés, le pegue de pura casualidad un tiro al malo por la espalda.

Y resulta que no. Que de virtudes masculinas y femeninas podríamos hablar un rato largo sin necesidad de irnos a Hollywood. Sin ir más lejos, esa mujer que madruga cada día y después de hacer la casa se va a la compra y vuelve para la comida y se sienta un rato a ver el culebrón y luego prepara la cena y deja, todavía, que el sábado el pariente le dé un asalto, es más dura de pelar, tiene más valor y más entereza que el animal de bellota que, en teoría, la mantiene.

Hagan memoria. Nadie resiste como una mujer la enfermedad, o el sufrimiento propio o ajeno: cuida a los enfermos, se crece en la adversidad, pare hijos -y a veces los concibe- con dolor; y sobre lealtades y sentidos del deber podría dar lecciones a muchos maridos. En cuanto a hacer daño, cuando una mujer abre la navaja no es, como la mayor parte de los hombres, para montar bulla y que nos vean, sino para matar de verdad. En el otro extremo, enamorada, es capaz de amar con más entrega y pasión, y de hacer cosas, tomar decisiones, que los hombres, tan razonables y formales que somos, ni soñaríamos siquiera. No hay quien detenga a una mujer -ni familia, ni marido, ni convenciones sociales- cuando decide liarse la manta a la cabeza; y como adversario, nada más corrosivo para nuestra fatua virilidad que el odio o el desprecio de una hembra inteligente.

Pero, aparte ser más consecuente y valerosa que los hombres, la mujer también es más culta. No se trata de más tiempo libre, como dicen algunos simples, sino de menos egocentrismo: curiosidad por el mundo exterior. La mujer posee mucha información global, porque ve más televisión, más cine. Lee más. Cualquier librero sabe que el setenta por ciento de sus clientes son jóvenes y mujeres. Los hombres estamos demasiado ocupados haciendo números, tomando decisiones fundamentales, endureciendo el gesto ante el espejo, pobres desgraciados, alardeando de un temple que se derrumba en cuanto nos tocan la nómina o el estatus, mientras ellas parecen poseer una reserva secreta de entereza para sobreponerse, aunque caigan chuzos de punta.

Échenle un vistazo a las estadísticas. Además de su presencia en otros sectores, las mujeres copan las carreras de humanidades, o al menos lo que va quedando de éstas. Así, en este final de siglo que termina de tan mala manera, en la confusión que caracteriza a esta especie de noche que se nos viene encima, tan fría como esos ordenadores que engendran los hombres con microchips en lugar de espermatozoides, las mujeres pueden terminar siendo para la cultura lo que los monjes medievales fueron en la trinchera de sus monasterios mientras el mundo se desplomaba alrededor. Y ésa será su venganza, su revancha histórica sobre nuestra estupidez y nuestra injustificada autocomplacencia.

Virtudes masculinas, decía aquél. Permita que me ría, respondí. Ya quisiéramos nosotros, los hombres, poseer ciertas virtudes.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
12 de junio de 1994






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25 junio 2012

Aquellos hombres duros



No siempre estoy de acuerdo con las decisiones colectivas de la Real Academia Española. Mi agradecimiento por pertenecer a esa institución no incluye la lealtad ciega. Contra ciertos aspectos de la última Ortografía, por ejemplo, milito en abierta disidencia, como Javier Marías. Sin embargo, otras cosas me calientan el orgullo. En lo que va de año llevo dos alegrías. Una, el informe con que Ignacio Bosque demolió algunas disparatadas guías de lenguaje no sexista, poniendo en su sitio a ciertos analfabetos, oportunistas y cantamañanas. La otra alegría es la aparición, en la Biblioteca Clásica de la RAE, que dirige el profesor Rico, de uno de los libros más importantes escritos en lengua española; y quizá, junto a la Crónica de Muntaner -los almogávares en Bizancio- el más apasionante de todos: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo.

Si les gusta la Historia, si aman los buenos relatos de guerra y aventuras, si quieren asistir a una de las más grandes y terribles hazañas de la Historia, si desean conocer de primera mano el sangriento prodigio que fue la conquista de México por una pequeña tropa de españoles ambiciosos, valientes, crueles y duros como la ingrata tierra que los parió, vayan a una librería y cojan uno de esos volúmenes azules con el emblema de la RAE -éste, el más grueso de todos, cuesta lo que tres entradas de cine-. Luego ábranlo al azar y lean algo. Con suerte darán en el capítulo 86, donde los conquistadores empiezan a abrirse camino desde Cholula; o en el 129, donde comienza el asedio de Tenochtitlán. O en el capítulo anterior, el 128, donde se cuenta cómo en plena noche, bajo la lluvia, los españoles intentan romper el cerco y escapar de la ciudad, peleando con los valerosos aztecas que les caen encima por millares y arrastran a los prisioneros a los templos para sacrificarlos, y cómo el plan original se va al diablo en el caos del combate -«si había algún concierto, maldito aquel»-; y mientras todos pelean en la estrecha calzada, matando y muriendo, Cortés, que va a caballo con el tesoro y las mujeres, escapa y sigue adelante; pero requerido por sus hombres vuelve atrás a socorrer a los rezagados, y ya sólo encuentra a Alvarado, que corre en la oscuridad seguido por cuatro españoles y ocho fieles tlaxcaltecas empapados de lluvia y de sangre; y viendo que tras ellos no vienen más, que de la retaguardia sólo quedan ésos, «se le saltaron las lágrimas de los ojos». 

Bernal Díaz del Castillo no era un historiador ni un literato. Era un soldado profesional que había leído libros y tenía el talento, el don magnífico, de juntar palabras con una naturalidad, una limpieza y una honradez envidiables. Escribió sus recuerdos de la conquista de México -«lo que yo vi y me hallé en ello peleando»- muchos años después, viejo y cansado, tras ver cómo los advenedizos, funcionarios y parásitos llegados de España se enriquecían en la tierra que él conquistó y en la que quedó mal pagado y casi pobre. Escribió con asombrosa fidelidad y atención al detalle, sin trompetazos ni alardes, con una sencillez pasmosa; humilde siempre, excepto para revindicar el orgullo legítimo de haber estado allí. De sus sufrimientos y peligros. Harto de versiones de segunda mano y manipulaciones de los hechos que él vivió en carne herida -ciento cuarenta combates durante su larga vida de soldado-, el anciano veterano de Cortés, superviviente de una de las más asombrosas gestas que vieron los siglos, quiso poner las cosas en su sitio. Hacer honor a la memoria de sus compañeros muertos y a la suya propia, porque «soy viejo de más de ochenta y cuatro años y he perdido la vista y el oír, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dejar a mis hijos y descendientes, salvo esta mi verdadera y notable relación».

El libro de Bernal Díaz del Castillo es tan fascinante y extraordinario que resulta imprescindible en la memoria y la certeza histórica de cualquier español de honrada casta. Pero no sólo eso. La Historia verdadera cuenta también de modo asombroso el final de un mundo y el terrible crujido que hizo nacer otro nuevo. El retrato minucioso de aquellos hombres increíbles que se abrieron paso por una tierra desconocida y hostil, haciéndola propia a arcabuzazos y cuchilladas, no es sólo una historia española, sino también, y sobre todo, una historia mexicana. Cuando el autor cuenta que tras la toma de Tenochtitlán se hizo el recuento de las mujeres indias que iban con los conquistadores, añade que «algunas de ellas estaban ya preñadas»: para mal y para bien, los primeros nuevos mexicanos estaban a punto de nacer. Por eso Bernal Díaz del Castillo y sus camaradas son hoy más de allí que de aquí. Por la sangre vertida. Por la sangre mezclada. 


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
24 de junio de 2012



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La conquista de Tenochtitlán es un tema que apasiona mucho a Don Arturo ;-) Si pinchan aquí podrán leer el relato de catorce páginas titulado Ojos azules escrito por Pérez-Reverte sobre un momento específico de la llamada Noche Triste, la única batalla que ganaron los mexicas.
 
 
 
 
 
 
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20 febrero 2012

Italianos e italianos

Vista del crucero 'Costa Concordia' escorado cerca de la isla de Giglio, en la costa italiana (Foto: Filippo Monforte/ AFP)


Me encontraba en Italia cuando el Costa Concordia naufragó en la isla del Giglio. Y una mañana, comprando películas de Totó y Alberto Sordi en la Feltrinelli para regalar a los amigos I due colonnelli, Guardie e ladri, Il vedovo, Una vita difficile observé que el chico que atendía el punto de información estaba conectado a Internet y escuchaba el diálogo telefónico mantenido en la noche del viernes 13 de enero entre el capitán Francesco Schettino, que acababa de abandonar barco, pasaje y tripulantes a su suerte, y el comandante de la Guardia Costera de Livorno, Gregorio De Falco. «¿Quiere irse a su casa porque está oscuro, Schettino? -sonaba recia la voz del oficial-. ¡Vuelva a bordo, carajo!».

Me acerqué, interesado, y escuché también. Estuvimos un rato los dos en silencio, mirándonos de vez en cuando, en las pausas entre las instrucciones que De Falco daba al otro con serenidad y firmeza, y los balbuceos desconcertados del pingajo humano que era Schettino. A veces, tras advertir que yo no era italiano, el joven empleado de la librería me dirigía ojeadas incómodas cuando los balbuceos del capitán del Costa Concordia eran especialmente patéticos; como si el chico se avergonzara de que yo escuchase aquello. Quizás por eso, en un momento en que la voz del oficial de la Guardia Costera sonó especialmente firme «¡Le estoy dando una orden, comandante!», el chico me miró de nuevo, y como si hablase consigo mismo, aunque dirigiéndose a mí, murmuró con un toque admirativo: «Ha le palle». Ése sí tiene cojones, en traducción libre. Referido a De Falco.

Me gustó el detalle. Que le importase mi opinión, quiero decir. La de un extranjero al que suponía ajeno a las cosas de Italia y los italianos. Que se avergonzara ante mí de la vileza del cobarde; y que, a cambio, se enorgulleciera de la firmeza y la calma del que sabía cumplir con su deber. Son las dos Italias, insinuaba el encogimiento de hombros con que remató la situación. Dos mentalidades y actitudes ante la vida. La esperpéntica y la otra: la que, pese a todo, sigue siendo admirable y decente. Y no es extraño que a menudo aparezcan juntas, en contraste elocuente de lo que es esta tierra vieja, cínica y sin embargo, con frecuencia, espléndida. Como espejo de lo mejor y lo peor. De lo que a los italianos nos han hecho, de lo que fuimos y somos.

Me fui de la librería pensando en aquello. En una expresión que, incapaz de mejor definición, aplico siempre a cierto espíritu que es fácil encontrar en todo italiano sin distinción de clase social, educación o ideología: patriotismo cultural. Entiendo por eso cierta fatiga tolerante, sentimiento de quien mil veces fue invadido, engañado, puesto en almoneda; pero que conserva, a veces sin darse cuenta, un vago e instintivo orgullo por las tumbas de los antepasados, las viejas piedras que aún se tienen en pie, la memoria de cuando sus ancestros aún creían, luchaban, soñaban y dominaban el mundo. La facultad de identificar todavía a los honrados y a los héroes, dedicando un «ha le palle» a esa Italia decente que ni siquiera la mala suerte, la estupidez, la codicia, la grosería, la corrupción, los pésimos gobiernos, lograron borrar del todo; y que sigue ahí, asombrosa y evidente para quien haga el esfuerzo de fijarse, en el lado luminoso, enternecedor, de esas dos caras de las que son encarnación perfecta el buen comandante De Falco y el mísero capitán Schettino. Tan despreciable a causa de hombres como el segundo; tan noble por hombres como el primero.

A menudo envidio a los italianos. Quisiera para España su sentido del humor sabio y tranquilo, su fatalismo inteligente, su naturalidad para conciliar cosas que nosotros, enrocados en vileza y mala leche, creemos inconciliables. Algunos de mis amigos italianos estuvieron situados ideológicamente en la izquierda dura, radical, de los círculos intelectuales del Milán de los años setenta. Los veo, bebemos vino, comemos pasta y hablamos de los viejos tiempos y de los nuevos. Peinan canas y perdieron la fe en casi todo, como mi querida Laura Grimaldi, última gatoparda comunista. Pero he visto brillar sus ojos cuando la Italia noble y admirable sale en la conversación. Recuerdo a Paolo Soracci, cinismo y extrema inteligencia personificados, hablando con fervor de los buceadores italianos que durante la guerra atacaban navíos ingleses en Gibraltar. O a Marco Tropea, que además de mi amigo es mi editor, emocionándose al contar cómo un rehén de los talibán afganos, durante su ejecución grabada en vídeo, se arrancó la capucha y gritó «Mirad cómo muere un italiano» un segundo antes de ser degollado. En España, comenté yo, lo habríamos llamado fascista.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
19 de febrero de 2012








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09 enero 2012

Sobre reglas y remordimientos



Hace unos días recibí una interesante carta de un lector, a la que todavía doy vueltas en la cabeza. Aunque el interés resida menos en lo concreto que ese lector plantea que en la visión del mundo y la vida de la que tal carta es reflejo, o síntoma. Leída la última aventura del capitán Alatriste, el comunicante -amable y afectuoso- me dirige un reproche singular: la falta de remordimientos expresos por parte de Alatriste tras la muerte de varios de sus camaradas, en Venecia, en el curso de la misión a la que los condujo. La ausencia, en suma, de un acto de contrición alatristesco. De una pesadumbre expiatoria de carácter público, ante terceros o ante el lector mismo, por la suerte que han corrido algunos de los hombres, viejos compañeros de armas, a los que el capitán comprometió en la aventura. Ni un ápice de dolor por su pérdida, se lamenta el lector. Nula expresión de culpa. La carta no sólo expone la desazón de ese lector ante la aparente falta de escrúpulos de Alatriste, sino que en ella apunta un sentimiento casi ideológico: un lamento porque el veterano soldado no haga ostentación de ciertos valores morales o éticos que desde un punto de vista actual podrían sonar adecuados, como solidaridad, compasión o remordimiento. Porque se cisque en el canon de lo correcto, dicho en corto. Que vaya a lo suyo y, escabechados los colegas, ahí me las den todas. Mejor vivo que muerto. Punto. Que reaccione, por ejemplo, como Aglae Masini en Nicosia, 1974, cuando en un tiroteo espeso me tumbé sobre ella en plan machote, para protegerla -yo era un pardillo jovencito que todavía jugaba a los héroes-. Y ella, irónica y sabia, dijo: «Gracias, flaquito. Tienes razón. Si han de matar a uno, mejor que te maten a ti».

En lo que se refiere al capitán Alatriste, la clave para entender hoy por qué se comporta así, o lo parece, podría resumirse en dos detalles: desde 1627 ha pasado mucho tiempo y muchas cosas, y él es un profesional para quien la violencia y sus complejas maneras son el duro pan de cada día. Alatriste intenta sobrevivir en territorio hostil, peleando por su pellejo; y en tales circunstancias, las lágrimas impiden ver con claridad el mejor camino para poner pies en polvorosa cuando las cosas se tuercen. Sus camaradas eran del oficio, y como él conocían las reglas: dejas de besar la mano de curas y caciques, olvidas esta tierra ingrata que hay que regar con sudor a falta de agua, empuñas una espada rumbo a América, Flandes o al infierno, y una de dos: haces fortuna o revientas intentándolo. En treinta años de patear callejones oscuros y campos de batalla, Diego Alatriste dejó atrás demasiados cadáveres de amigos y enemigos, incluido el riesgo de incluir el suyo propio, para que una docena más le altere el pulso, o le haga malgastar un resuello que necesita para sobrevivir. Lo suyo no es indiferencia, sino resignación profesional. Asumir que el mundo donde vive y pelea es un lugar peligroso donde lo más fácil es que te pille el toro. Algo que sólo los idiotas -los menguados, diría él- se empeñan en ignorar. Eso, naturalmente, no excluye el dolor. Pero éste discurre por otros cauces. No tiene por qué ser melodramático, ni inmediato. Como lo de Márquez en Sarajevo, después de aquellas jornadas con mucha bomba y mucha morgue, cuando te ibas de los sitios con las suelas de las botas dejando huellas de sangre en el suelo. Soltaba la cámara, se acuclillaba con la espalda contra la pared, encendía un cigarrillo y se pasaba una hora inmóvil, mirando el vacío. Ordenando remordimientos.

El otro punto son los cuatrocientos años transcurridos. La literatura también es salir de nosotros para mirar con ojos ajenos, viviendo vidas que de otro modo serían imposibles. Comprender, diferenciar, lo que fuimos y lo que ahora somos. Por eso, cada vez que tecleo una aventura de Alatriste -sicario que mata por dinero, que ha torturado, que marcó la cara de una mujer- intento que el lector vea el mundo no con anacrónicos ojos de ahora, sino como se veía entonces: áspero, cruel, sin oenegés ni lacitos solidarios en la solapa. Cuando lo políticamente correcto lo traían todos, y no sólo Alatriste, en la punta de la espada o en la punta del cimbel. Un mundo imposible de juzgar con criterios occidentales modernos, pues -todavía ocurre eso en buena parte del planeta- una vida no valía ni el acero o la soga que se empleaban en quitarla. Aunque nos empeñemos en olvidarlo, no siempre fuimos amantes de las focas y los delfines, ni a un niño de ocho años lo expulsaban del colegio por pelearse en el recreo, o lo acusaban de acoso por decirle guapa a una profesora. Tanto para lo bueno como para lo malo, éramos más realistas. Más humanos, quizás. Menos gilipollas.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
2 de enero de 2012










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08 diciembre 2011

Niños, boxeadores y tableros



Ambiente ajedrecístico espléndido en la Alhóndiga de Bilbao, donde disfruto como un gorrino suelto en campo de mazorcas. Nivel intenso y emoción asegurada. Se juega la Final de Maestros -la primera parte fue en Sao Paulo- en una ciudad que en los últimos años se ha vuelto en extremo acogedora, cuidada y serena. Llevo aquí tres días como espectador privilegiado del juego de los más grandes: Anand, Carlsen, Aronian, Nakamura, Vallejo y mi querido Ivanchuk -el que jugaba contra un huevo pasado por agua-, se baten silenciosamente tras el cristal de una vitrina insonorizada; pecera en torno a la que se agolpa el público, que de ese modo puede presenciar, como si estuviese en pie junto a la mesa de los jugadores, el desarrollo de las partidas. Y algo más allá, en largas filas de tableros, aficionados adultos y niños juegan las suyas, dando entre unos y otros a la antigua lonja de grano bilbaína un fascinante aspecto de templo del ajedrez; de ese noble y viejo arte menospreciado por gobiernos y ministros de presunta Educación y de presunta Cultura, que incluso gente bien dispuesta, limitando mucho el ámbito del asunto, considera sólo un deporte, o un juego.

Observar en la Alhóndiga al público y a los jugadores aficionados es tan interesante como seguir los movimientos de los grandes maestros. Los niños, en especial, atraen la atención por la seriedad con que enfrentan al adversario, el aflorar de emociones ante la situación comprometida, la jugada brillante o equivocada, la victoria o la derrota. Los hay, sobre todo algunos de los más pequeños, que no pueden contener las lágrimas al verse víctimas de un jaque mortal o advertir que acaban de cometer un error que les costará la partida. También sigo atento el juego de algunas niñas que actúan con letal eficacia; como una de doce años, cinta en el pelo y uniforme escolar, que cada vez que mueve una pieza mira penetrante a los ojos de su adversario -un muchachito regordete de expresión concentrada e inteligente- como intentando comprobar en ellos el efecto de la jugada, y que acaba venciendo tras sacrificar dos peones con mucha intrepidez.

Estoy apoyado en una de las columnas, mirando la sala mientras pienso en mis cosas -parte de la novela que ahora escribo transcurre en el marco de un torneo internacional de ajedrez-, cuando uno de los niños cuyas partidas presencié se me acerca. Es rubio y flaco, de ojos azules, tan fríos que parecen peligrosos. Tendrá unos diez u once años. Su monitor ha debido de contarle a qué me dedico, porque se apoya en la columna a mi lado, y muy serio y decidido dice: «No escribas nada sobre mí, porque acabo de perder dos partidas». Intento consolarlo indicándole la gran urna de cristal donde juegan los mejores del mundo. «Lo importante es luchar bien hasta el final -comento-. También ellos, antes de ser campeones, perdieron muchas veces». Durante cinco segundos silenciosos, los ojos azules siguen la dirección de mi mirada. Después el niño se encoge de hombros, despectivo, y dice: «Ellos no perdieron, como yo, dos partidas contra Íñigo Biurrun», y se marcha, cabizbajo, tras mirarme como si yo fuera gilipollas.

Y es que el ajedrez también es eso. Al menos para un jugador mediocre como el arriba firmante, cuya limitada eficacia en el tablero queda compensada por el placer de observar y gozar cuanto ocurre en torno a él. Lo que hay entre partida y partida, o detrás de cada una de ellas: los grandes maestros, los jugadores y sus mundos particulares, el público -muchas mujeres aficionadas veo en Bilbao- con sus personajes pintorescos y sus frikis. Porque tengo esta certeza: si hay un territorio fronterizo con Frikilandia, donde a veces coinciden de forma asombrosa la inteligencia extrema y el pintoresquismo más singular, ése es el mundo ajedrecista. Un ejemplo es el individuo que toma el relevo del niño que acaba de dejarme solo -sigo recostado en la columna, mirando a los jugadores-: fulano flaco, treintañero, que se apoya en una muleta. «¿Conoce el chess boxing?», me pregunta a bocajarro. Respondo que no tengo el gusto, de momento. Entonces sonríe con media boca, donde tiene una cicatriz, y me ilustra. Lo inventó un alemán, cuenta. Uno muy aficionado tanto al boxeo como al ajedrez. Y consiste en eso mismo: asaltos alternativos de boxeo y ajedrez, uno en un ring con guantes y otro ante un tablero. Y puede ganarse por jaque mate, por puntos o por K.O. Lo escucho con el natural interés, y al acabar la exposición pregunto cuántos jugadores de chess boxing hay en España. Entonces tuerce la cicatriz de la boca, muy serio, como si la respuesta fuera obvia: «Otro y yo -dice-. O sea, dos».


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
4 de diciembre de 2011






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26 noviembre 2011

Carta a María



Tienes catorce años y preguntas cosas para las que no tengo respuesta. Entre otras razones, porque nunca hay respuestas para todo. Y además, he pasado la vida echando la pota mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha, visionarios y sinvergüenzas que decían tener la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona casi nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que mires. Fíjate bien. Eres el último eslabón de una cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia; de una cultura originalmente mediterránea que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica, que luego se hace romana y fertiliza al occidente que hoy llamamos Europa. Una cultura que se mezcla con otras a medida que se extiende, que se impregna de Islam hasta florecer en la latinidad cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja a América en naves españolas para retornar enriquecida por ese nuevo y vigoroso mestizaje, antes de volverse Ilustración, o fiesta de las ideas, y ochocentismo de revoluciones y esperanzas. O sea, que no naciste ayer.

Para conocerte, para comprender, lee al menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario básico. Estudia latín si puedes, aunque sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre, del universo en que te mueves. Da igual que te gusten las ciencias: ten presente -como siempre recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de Gramática-, que Newton escribió en latín sus Principia Matemática, y que hasta Descartes toda la ciencia europea se escribió en esa lengua. Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear un poco de italiano, y que el estudio del gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y bellísimo instrumento al que aquí llamanos castellano y en todo el mundo, América incluida, conocen como español.

Para ello, lee como mínimo a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al teatro y la poesía del siglo de Oro, conoce a Moratín, que era madrileño, a Galdós, que era canario, a Valle-Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas y semíticas. Con algunos de ellos también aprenderás fácilmente Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio, Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, Elliot, Fernández Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda que en el principio fue la Biblia, y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a las obras de Platón y Aristóteles.

Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cabra de campanario sobreviven a una visita paciente a El Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en el casco viejo de San Sebastián mientras consideras la posibilidad de que parte del castellano pudo nacer del intento vasco por hablar latín. Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el mar por el que vinieron las legiones y los dioses, intuye en Extremadura por qué sus hombres se fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete de que el moro de la patera nunca será extranjero para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el monte San Michel. Tómate un café en Viena y en París, mira los museos de Londres, descubre una etimología almogávar en el bazar de Estambul o una palabra hispana en un restaurante de Nueva York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires, sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas de Teotihuacán. Si haces todo eso -o al menos sueñas con hacerlo-, conocerás la única patria que de verdad vale la pena. 


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
19 de noviembre de 2000






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15 noviembre 2011

España discutida y discutible

 (Foto: elimparcial.es)

Me llamó la atención el otro día, viendo un telediario, que en ningún momento de la información referida a un partido internacional de fútbol se mencionara la palabra España. El reportaje incluía una entradilla de la presentadora del informativo y otra de un redactor de deportes. Sumaba el asunto, entre pitos y flautas, unos tres minutos de información. Y ni una sola vez, en todo ese tiempo, pronunció nadie las palabras selección nacional o selección española. Todo el tiempo se habló de la Roja. Un nombre o apodo afectuoso, éste, que por otra parte me parece bien. Simpático, incluso. En principio. El problema es que, en este país fértil en cantamañanas -como dijo alguien, una ardilla podría recorrerlo saltando de tonto en tonto-, hasta lo simpático somos capaces de convertirlo en empachoso y desagradable, a causa de nuestra singular capacidad para combinar gregarismo y estupidez. Eso, naturalmente, en el mejor de los casos. En el otro, que ya entra en el terreno de la intención deliberada, estaría de por medio nuestra proverbial, probada, histórica, esquinadísima mala fe. Lo cierto es que sobre el uso y abuso de la expresión la Roja no tengo opinión formada. Ignoro si se trata de simple contagio mediático -se pone de moda una idiotez y todos nos abalanzamos entusiasmados sobre ella, olvidando cualquier alternativa-, o de instrucciones recibidas por los asalariados correspondientes -en su momento lo fui, y sé lo que digo- para que, en materia de fútbol, las palabras nacional y España, tan equívocas y molestas, se utilicen lo menos posible. No vayamos a irritar a alguien, por Dios. No contaminemos el sano deporte con conceptos discutidos y discutibles.

Pensaba en eso también, en conceptos discutidos y discutibles, hace unas semanas, cuando el rescate por tropas especiales españolas de una rehén francesa en poder de piratas somalíes. Quizá ésta sea la primera noticia que tienen algunos de ustedes del asunto; y no me extrañaría, porque en su momento el acomplejado ministerio de Defensa español hizo cuanto pudo por ponerle sordina. No por natural modestia castrense -la operación fue profesional e impecable- sino porque hubo una peligrosa situación de combate en la que varios somalíes resultaron heridos. Cosa, por otra parte, lógica cuando hay tiros. Pero claro. Según la doctrina oficial española, disparar contra africanos subsaharianos de color oscuro, o como carajo se diga, por muy piratas armados que sean, en lugar de afearles su conducta y apelar a sus nobles sentimientos humanitarios, es un acto reprobable de fuerza bruta, propio del más repugnante militarismo. Así que la instrucción para tratar el incidente con la prensa fue perfil bajo, información mínima y cuanto menos se sepa, mejor. No vayamos a liarla. Y de esa forma, una acción que de haber sido realizada por los gringos o los franceses habría abierto telediarios, aquí pasó casi inadvertida. O sin casi. No fueran a llamarnos fascistas.

Calculen ustedes mismos: océano Índico, anocheciendo, mala mar, esquife con piratas, mujer cuyo marido acaba de ser asesinado, y a la que llevan a tierra para cantarle bonitas coplas africanas típicas de allí. Y en eso, lancha neumática que llega con fuerzas especiales españolas. Tatatachán. Los malos se lían a tiros. Bang, bang, bang. Por parte de los buenos, tiroteo de precisión, impecable. Más bang. Vuelca el esquife, rehén cae al agua. Chof. Dos piratas con Kalashnikovs apuntándole a la pobre señora. Fuego de los buenos que neutraliza a los malos. Señora que se hunde en el mar. Capitán de fuerzas especiales que se tira al agua con veinte kilos de equipo de combate encima, casco, pistola, radio y dos cojones, y salva a la prójima. Éxito absoluto, beso de la rehén al capitán, final de película. Y entonces, en vez de difundir el episodio, enorgulleciéndose de que en 45 segundos un grupo de infantes de marina españoles haya resuelto tan difícil situación, con algún pirata herido pero sin dar matarile a nadie, la ministra de Defensa y quienes le llevan el botijo deciden perfil bajo y poco ruido. No vayan a criticarnos, dicen, que les disparemos a negros famélicos y tal. Nosotros que los queremos tanto. Y una vez más, como de costumbre, se nos llena de cagadas de rata el arroz de la paella.

Ahora imaginen ustedes, en el telediario y los periódicos que recogieron la noticia del incidente camuflada entre otras, de pasada y por encima, cuáles habrían sido los titulares si ese día hubiera ganado la Roja un partido de fútbol. El delirio, las banderas, los canutazos alcachofa en mano, la sonrisa feliz de los presentadores. Los rostros sudorosos y triunfales, en primer plano, de los héroes de la jornada.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
13 de noviembre de 2011



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Así actúa la Unidad de Operaciones Especiales de la Armada 

La fragata española “Méndez Núñez” desplazada a la zona del secuestro transporta un comando de la Unidad de Operaciones Especiales (UOE), compuesta por un reducido número de efectivos altamente especializados y entrenados para intervenir en las crisis.

(elimparcial.es, 24 de abril de 2008)






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10 noviembre 2011

Madres, burkas y marujas



En 1991, mientras esperaba en Dahrán la ofensiva norteamericana para liberar Kuwait, presencié un suceso curioso. Frente al mercado Al Shula había un vehículo militar con una soldado norteamericana al volante. En Arabia Saudí está prohibido que las mujeres conduzcan automóviles; así que una pareja de mutawas -especie de policía religiosa local- se detuvo a increpar a la conductora. Incluso uno de ellos le golpeó con una vara el brazo que, con la manga de camuflaje remangada, apoyaba en la ventanilla. Tras lo cual, la conductora -una sargento de marines de aspecto nórdico- bajó con mucha calma del coche y le rompió dos costillas al de la vara. Ésa fue la causa de que durante el resto de la guerra, a fin de evitar esa clase de incidentes, la Mutawa fuese retirada de las calles de Dahrán. Pensé en eso el otro día, al enterarme de un nuevo asunto de chica con problemas por negarse a ir a clase sin el pañuelo islámico llamado hiyab. Y recuerdo la irritación inicial, instintiva, que sentí hacia ella. Mi íntimo malhumor cuando me cruzo en la calle con una mujer cubierta con velo, o cuando oigo a una joven musulmana afirmar que se cubre la cabeza en ejercicio de su libertad personal. Cómo no se dan cuenta, me digo.

Cómo no les escuece igual que ácido en la cara la sumisión, tan simbólica como real, a que se someten. Recuerdo, por ejemplo, que hace cuarenta años mi madre aún necesitaba la firma de su marido para sacar dinero del banco. Y me llevan los diablos. Tanto camino, me digo. Tanta lucha y esfuerzo de las mujeres para conseguir dignidad, y ahora una niñata y cuatro fátimas de baratillo -como las llamaría el capitán Haddock- pretenden hacernos volver atrás, imponiendo de nuevo, en la Europa del siglo XXI, la sumisión irracional al hombre y a las reglas hechas por el hombre.

Reclamando tolerancia o respeto para esa infamia. Pero no es tan simple, concluyo cuando me sereno. Incluso aunque digan actuar con libertad, esas mujeres siguen siendo víctimas de un mundo cuyas reglas fueron impuestas por los hombres para garantizarse el control de su virginidad, su fertilidad y su fidelidad. Después de escucharnos decir lo libres de conducta que pueden y deben ser, esa muchacha o la señora del velo van a casa y se cruzan en la escalera con el imán de su mezquita, que vive en el quinto piso, o con el chivato hipócrita que a veces incluso luce una pasa en la frente -ese moratón de pegar cabezazos en el suelo al rezar, para que todos sepan lo buen musulmán que es uno-, que vive en el segundo. Y con ellos, y con el padre, el marido o el abuelo que están en casa, esas mujeres tienen que convivir cada día, y casarse, y criar familia, y ser respetadas por una comunidad donde la religión suele estar por encima de las leyes civiles, o las inspira.

Una sociedad endogámica, especializada en marcar y marginar -cuando no encarcelar o ejecutar- a quienes discrepan o se rebelan; y cuyos más radicales clérigos, esos imanes fanáticos que recomiendan a sus fieles machacar a las mujeres para que no se desmanden, son tolerados y hasta amparados, de manera suicida, por una sociedad occidental demagoga, estúpida, desorientada, con el pretexto de unos derechos y libertades que ellos mismos niegan a sus feligreses. Todo eso, en vez de ponerlos en la frontera en el acto, si son extranjeros, o meterlos en la cárcel, si son de aquí, cada vez que humillan o amenazan a la mujer en una prédica.

Una sociedad, la nuestra, incapaz de plantearse el verdadero nudo del problema: si una niña que durante catorce años fue a un colegio normal, entre chicos y chicas, resuelve de pronto ponerse un pañuelo en la cabeza, es que algo con ella estuvo mal hecho. Que alguna cosa no funciona en el método; falto de una firmeza, una claridad de ideas y una persuasión que no tenemos. En todo caso, si a menudo es la mujer la que elige ser hembra sumisa en vez de sargento de marines, y con su pasividad o complicidad educa a los hijos en esclavitudes idénticas a las que ella sufrió, tampoco es justo que el Islam se lleve todas las bofetadas. En materia de esclavitudes, sumisión y transmisión de costumbres a hijas y nietas, igual de infame es el espectáculo de esas españolísimas marujas presuntamente modernas, libres y respetables, que babean en programas de televisión aplaudiendo y diciendo te queremos y envidiamos, guapa, bonita, a fulanas que encarnan lo que, en el fondo y a menudo en la forma, a ellas les habría gustado ser, y desean para sus propias hijas: analfabetas sin otra aspiración en la vida que convertirse en putizorra de plató televisivo. Y esos aplausos y admiración -hasta autógrafos les piden, las tontas de la pepitilla- me parecen tan indignos y envilecedores para las mujeres, tan turbios y reaccionarios, como un burka que las cubra de la cabeza a los pies.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
30 de octubre de 2011


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Hay cosas con las que no se puede ser tolerante. Y hay cosas que son injustificables por más que nos amparemos en la libertad personal o en la libertad de credo.

Quizá en este lado del mundo, en esta parte de América, una situación como la que expone Pérez-Reverte (y que se vive intensamente en la propia España, por increíble que parezca) pudiera resultar 'folclórica', 'anecdótica' o hasta intolerante. Pero yo lo viví en carne propia y resulta harto difícil 'entender' (que no comprender) cómo funciona la mentalidad de las mujeres musulmanas. 

En el cole de Happy Demon, en Valencia, conocí a cuatro madres musulmanas que eran 'identificables' por su hyjab: pañuelos de seda que pueden ser de colores y hasta combinables con la ropa, aunque sólo una de ellas no usaba esos abrigos largos  que cubren hasta los tobillos tan característicos en ciertas musulmanas y otra sólo llevaba pañuelos negros. Tres de ellas eran de Medio Oriente (no me atrevo a afirmar su país de procedencia, porque igual y eran de Ceuta o Melilla que son territorios españoles en el norte de África) y otra era española, valenciana para más inri O_O Esta última era la que más controversia causaba en un cole que a decir verdad, jamás mostró prejuicios contra esta comunidad, aunque ya se notaba que por más que las madres nos saludaran a las demás, que fuesen tan amables y atentas, siempre formaban su círculo y a ser posible sólo se dirigían entre ellas en árabe. La valenciana (que miren sí tenía cojones la situación porque sus padres se dirigían a ella en valenciano :P) es una mujer tímida, con unos ojazos así de grandes de color verde y madre de dos chicos: niña y niño. No se metía con nadie y sin embargo, levantaba comentarios a su paso debido a que nadie se explicaba cómo era que una española se hubiese 'asumisado' al grado de ponerse el pañuelo. Por supuesto, el marido es musulmán. No recuerdo exactamente de qué país y conste que se trata de un hombre amable y atento que conduce un taxi que al conocerme de vista porque en varias ocasiones él solo recogía a sus hijos, se negó a que le pagase en un par de ocasiones que casualmente abordé su taxi. Como se trata de una mujer tan discreta, nadie ha sabido cuáles han sido sus razones para encasquetarse el pañuelo. Su marido no parece un radical y ella, queramos o no, ha crecido en un ambiente occidental.

Nunca me crucé con una mujer que llevase burka (el velo que cubre por completo a la mujer y que sólo le permite una pequeña 'rendija' para que sea capaz de caminar sin tropezarse :P) pero eso de encontrarse cada dos por tres con mujeres luciendo el hyjab, te removía un montón de cosas. Nada que ver con feminazismo ni cosas parecidas. Pero tal como lo ha expuesto tan bien Pérez-Reverte:  Incluso aunque digan actuar con libertad, esas mujeres siguen siendo víctimas de un mundo cuyas reglas fueron impuestas por los hombres para garantizarse el control de su virginidad, su fertilidad y su fidelidad.




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22 octubre 2011

Las patrias de Alatriste

El Capitán Alatriste, Francisco de Quevedo, Caridad la Lebrijana y Arturo Pérez-Reverte.- Ilustración de Joan Mundet


Alatriste vuelve, cinco años después de la última novela y 15 después del inicio de la serie literaria de Arturo Pérez-Reverte. Este soldado cansado viaja a la peligrosa Venecia del XVII en El puente de los Asesinos. Pero el telón de fondo es el mismo: la España descarnada y violenta del Siglo de Oro, la época que para bien y para mal nos forjó como país.


Puesto a maltratar y degollar infieles, argumentó, prefería a los que eran capaces de defenderse. Y en eso seguía, azares de la vida, casi veinte años después". En uno de los momentos clave de la serie, al principio de la ya penúltima entrega, Corsarios de Levante, el Capitán Alatriste recuerda los tiempos duros en que, tras más de una década combatiendo en los campos de batalla europeos en el Tercio de Cartagena, acabó participando en la represión de los moriscos españoles. Degollinas, violaciones, saqueos, salvajadas en un universo, el suyo y quizás el nuestro, despiadado. "Todo el mundo tenía asuntos que ajustar en aquella turbulenta frontera mediterránea, encrucijada de razas, lenguas y viejos odios", prosigue el relato. "Como diría mi amigo Élmer Mendoza: 'Son las reglas", señala Arturo Pérez-Reverte para explicar la amargura y las contradicciones de su personaje. "Era una España muy difícil, muy cruel y muy descarnada, pero incluso en ese escenario todo tiene un límite. Alatriste se mueve por códigos, maneja unas reglas básicas a las que se acoge", prosigue el escritor español para definir un personaje que puede ser, sin remordimientos, a la vez un héroe y un asesino a sueldo.
Tras cinco años de ausencia, el viejo Capitán, el narrador Íñigo Balboa (cada vez más curtido, más alejado de aquel muchacho ingenuo que conocimos en las primeras entregas), Quevedo y un buen puñado de personajes regresan con El puente de los Asesinos, que Alfaguara pone en las librerías el próximo jueves, en un año que además coincide con el decimoquinto aniversario de la primera entrega de la serie. La nueva novela, que transcurre en Venecia, es la séptima y están previstas dos más, La venganza de Alquézar y Misión en París, salvo que su autor, o su personaje, rectifiquen y decidan seguir más allá.

Muchas cosas han cambiado -en España, en el mundo, en la literatura e incluso en el pasado- desde aquella última semana de noviembre de 1996, cuando los lectores se toparon por primera vez con la ya mítica frase: "No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente". Una de ellas es que Alatriste pasó de ser la idea disparatada de un escritor, en cuyo éxito no confiaban demasiado ni él ni sus editores (aunque un auténtico novelista no escribe para vender libros, escribe porque tiene que hacerlo) a convertirse en una de las series novelescas más importantes de la literatura en castellano. Y su dimensión no se mide por la cantidad de ejemplares vendidos (monumental), sino por la relación que establece con sus lectores.

"Lo mejor de Alatriste es que me permite volver a mi verdadera patria que, como muy bien explicó Fernando Savater, es la infancia recuperada a través de la literatura, de las grandes novelas de peripecias", explica Alexis Grohmann, profesor de la Universidad de Edimburgo, experto en la narrativa de Pérez-Reverte (está a punto de publicar un ensayo sobre su obra). "Alatriste me permite viajar a través de la narración pura a esa 'brumosa tierra natal de nuestra alma', nada menos que a los cimientos de nuestra condición humana. Por eso vuelvo a esa tierra 'con previo fervor y con una misteriosa lealtad', que es como Borges dijo que se leen los libros clásicos", prosigue. Estas palabras, expresadas varias veces con ideas similares por personas muy diferentes a lo largo de la preparación de este texto, demuestran que Alatriste es más que un libro.

Al final del segundo volumen, Limpieza de sangre, en los apéndices que siempre coronan los alatristes, con poemas de época -que a veces incluso hablan de las hazañas del Capitán-, encontramos la aprobación para la impresión del libro, firmada por un tal doctor Alberto Montaner Frutos: "Caballero del hábito de San Eugenio y lector de humanidades en el General Estudio de Zaragoza". "Pues no sólo deleita, sino que también aprovecha, y ambas cosas en sumo grado con lo que no cabe mayor ponderación", se puede leer en este nihil obstat. El Montaner del siglo XXI es un filólogo e historiador aragonés, catedrático de la Universidad de Zaragoza, erudito, experto en el Siglo de Oro y en el Cantar de Mío Cid. Su papel alatristiano es pequeño pero clave: la selección poética que cierra cada volumen (es él quien ha encontrado los sonetos sobre Alatriste) y la edición anotada de la primera entrega, publicada hace dos años. "Son textos muy bien investigados, en los que Pérez-Reverte hila muy fino. Es una recreación muy documentada y minuciosa de la época".

El Capitán, un título que le dieron sus compañeros, no sus superiores, nace en León en torno al año 1582 y muere el 19 de mayo de 1643 en Rocroi, la batalla que significa el final de los Tercios y, a medio plazo, de la dominación española en el norte de Europa. Sirve a tres reyes, Felipe II, Felipe III y Felipe IV, desde que, a los 13 años, se alistase como paje tambor en el Tercio Viejo de Cartagena. "Para un hispanista, las aventuras del Capitán Alatriste son un verdadero manantial de sugerencias e informaciones. En ellas se mezclan la historia, la literatura y la cultura con una crítica a veces muy severa de la gran España imperial", explica el italiano Marco Succio, profesor de literatura española en la Universidad de Génova.

La visión que Arturo Pérez-Reverte construye de aquella época está muy alejada de cualquier sentimiento épico. Las aventuras son importantes, los lances de capa y espada, que surgen de la memoria literaria de Pérez-Reverte en la que ocupan un espacio fundamental los grandes escritores del folletín como Alejandro Dumas. Pero Alatriste no se puede entender sin el relato de la miseria y los horrores de un mundo dominado por reyes ciegos, una nobleza bastarda y una Iglesia cruel y despiadada. Las reflexiones de Quevedo (un personaje fundamental en la serie) al final de Limpieza de sangre, cuando todavía crepitan, en medio del hedor a carne quemada, las hogueras de un auto de fe celebrado en el centro de Madrid, resumen muy bien el lado oscuro del Siglo de Oro. "Aquella España desdichada, dispuesta siempre a olvidar el mal gobierno, la pérdida de una flota de Indias o una derrota en Europa con el jolgorio de un festejo, un Te Deum o unas buenas hogueras, oficiaba una vez más de fiel a sí misma". Un poco antes, el narrador Íñigo de Balboa había afirmado sobre los inquisidores: "Encarnaban demasiado bien los auténticos poderes en aquella corte de funcionarios venales y curas fanáticos, bajo la mirada indiferente del cuarto Austria, que veía condenar a sus súbditos a la hoguera sin mover una ceja".

El relato de la gestación de Alatriste es conocido y tiene que ver precisamente con la Historia. Cuando vio el espacio que dedicaban al Siglo de Oro los libros de bachillerato de su hija Carlota -con la que firma el primer volumen-, decidió crear un personaje que contase un momento crucial de nuestra Historia, sin el que no se puede entender nuestro presente. El autor de La tabla de Flandes y El club Dumas no quería ajustar cuentas con el pasado, simplemente contarlo, y a la vez recrear un tipo de novela de aventuras que parecía ausente de la literatura española. Antonio Méndez, librero de los de siempre y propietario de la librería Méndez, situada en un territorio tan alatristiano como la calle Mayor de Madrid, recuerda que incluso el formato del volumen -más grande- y con las ilustraciones entonces de Carlos Puerta y luego de Joan Mundet, sorprendía a los lectores porque no era nada habitual.

Nadie sospechaba lo que iba a ocurrir: que Alatriste iba a vender millones de ejemplares, llevar a su autor al sillón T de la Real Academia, incluso según algunos expertos influir en su obra narrativa posterior -varios estudiosos consideran que Un día de cólera y El asedio, sus dos últimos libros, nacen de un impulso que surgió con Alatriste- y que iba a devolver el Siglo de Oro a los institutos.

"Alatriste, siendo profesor, es un regalo que quiero darles a mis alumnos de 3º de ESO para ensanchar su imaginación, alimentar su espíritu, proporcionarles conocimiento histórico y humanístico en un momento tan caótico como éste, y más a los 15 años", explica Ricardo Soria, de 31 años, profesor de lengua y literatura. "No quiero ahorrarles nada de eso. A él se acercan primero con fastidio, después con curiosidad, para acabar con entusiasmo y yendo a por otro libro que les proporcione todo lo anterior. Pocas veces uno está tan seguro de acertar".

El profesor Francisco Rico, académico de la lengua y uno de los grandes expertos en la literatura del Siglo de Oro, escribe en el prólogo de la edición anotada: "Nunca se agradecerá bastante a Pérez-Reverte haber hecho entrar a tantos lectores en esa literatura y en esa historia".

"La reconstrucción del Siglo de Oro es espléndida, pero no sólo por la labor de documentación, sino por la manera en que un mundo tan minuciosamente reconstruido se recrea con viveza como parte orgánica de una historia cautivadora", señala el profesor Grohmann, autor de ensayos sobre Javier Marías, Antonio Muñoz Molina y Rosa Montero, y que prepara el volumen Las reglas de juego de Arturo Pérez-Reverte.
La serie Alatriste está compuesta de novelas, no de ensayos, pero detrás de cada libro late una voluntad didáctica, desde la recreación del castellano de la época hasta la elección de los temas. "También quise con Alatriste narrar España de distintas maneras. En Limpieza de sangre explico la Iglesia; en El oro del rey, la economía, en El sol de Breda, la guerra; en Corsarios de Levante, el Mediterráneo", señala Pérez-Reverte. Y no sólo de documentación vive el escritor: el autor utiliza sus propios recuerdos de los años de guerras y trincheras como reportero para reconstruir las batallas del siglo XVII: pueden haber cambiado las armas y los escenarios, pero la violencia y la muerte son las mismas, entonces y ahora.

La otra cara de la moneda, la reivindicación no teórica sino práctica, del gran folletín literario también ha prendido en muchos lectores. En una entrevista que le hizo para El País Semanal en noviembre de 1996, cuando el primer volumen estaba a punto de salir a la calle, Sol Alameda le describía como un escritor "hijo tanto de las guerras como de Alejandro Dumas". "Hay escritores que pierden de vista su condición de lectores y otros no; yo espero formar parte de este grupo por el resto de mi vida", dijo entonces a Sol. "Alatriste es un camino de ida y vuelta", señala Belén Hernández, periodista de 28 años. "Antes había leído a Dumas, pero si era capaz de disfrutar del contexto histórico de una Francia desconocida ¿por qué no también de la España en la que no se ponía el sol? Y luego seguí con el género folletinesco", prosigue. El poeta Luis Alberto de Cuenca, inmenso lector, literato de mil facetas, que acaba de publicar un disco con Loquillo titulado Su nombre era el de todas las mujeres, explica su éxito porque "se inscribe dentro del folletín clásico". "El folletín es inherente a nuestra condición de lectores, a los seres humanos nos gustan los folletines, es algo que ha ocurrido en todas las épocas", señala.

En el éxito de la serie hay una clave que tiene que ver con algo que supera la Historia recuperada y los relatos de aventuras. Es algo que ocurre a veces y que permanece en la memoria más allá de las páginas impresas (o digitalizadas, porque Alatriste fue pionera en su distribución en la Red): la creación de un gran personaje. Parece una tautología pero no lo es. Sin ese soldado cansado de batallas, medio arruinado, que se busca la vida entre las tabernas del viejo Madrid, ese tipo que lleva demasiado tiempo guerreando, que un día decidió dejar de matar moriscos, sin ese individuo capaz de torturar, de vender su acero para venganzas ajenas, pero también fiel a sus códigos, a sus reglas de vida, leal, incapaz de matar a un enemigo herido en el camastro de una mugrienta pensión de Lavapiés, un compañero al que a uno le gustaría tener cubriéndole las espaldas entre el barro de las trincheras, sin Diego Alatriste y Tenorio la serie no sería lo que es. "La solidez del personaje es clave en el éxito", explica José Belmonte, profesor de la Universidad de Murcia y coordinador junto a J. M. López de Abiada del volumen colectivo Alatriste. La sombra del héroe (Alfaguara, 2009), que refleja un congreso celebrado en Murcia en 2007. "De la novela española contemporánea han surgido pocos personajes realmente grandes y Alatriste es una creación muy sólida. Ni bueno, ni malo, pero que siempre sigue un código de honor. Te convence y te identificas con él". "Es un personaje que enlaza con las grandes creaciones literarias", asegura López de Abiada.

Los diferentes volúmenes ofrecen muchas frases que describen al personaje. "La inminencia del peligro le daba siempre una limpia lucidez, una economía práctica de gestos y palabras". "Desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza". Pero quizás ésta sea especialmente significativa: "Fuimos hombres de nuestro siglo: no escogimos nacer y vivir en aquella España, a menudo miserable y a veces magnífica, que nos tocó en suerte; pero fue la nuestra. Y ésa es la infeliz patria -o como diablos la llamen ahora- que, me guste o no, llevo en la piel, en los ojos cansados y en la memoria". El primer libro llevaba la siguiente dedicatoria: "Por la vida, los libros y la memoria". Eso es en el fondo Alatriste: vida, libros y memorias. Y un viejo capitán cansado de batallas, que tal vez -los misterios de la literatura son así- nos dé una sorpresa y acabe sobreviviendo a Rocroi.


Guillermo Altares
Suplemento Babelia
El País
22 de octubre de 2011



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18 octubre 2011

Un muchacho con un libro

(Foto: Fhrankee)

Estoy sentado donde suelo hacerlo cuando me encuentro en la plaza Mayor de Madrid, que es la terraza del bar Andaluz. Me gusta instalarme allí con un libro al sol de invierno o a la sombra del verano; y de vez en cuando, levantando la mirada, ver pasar a la gente o conversar con los camareros: dos viejos amigos que, desde su privilegiado observatorio, toman el pulso diario a la condición humana con singular sabiduría y precisión. Estoy allí, como digo, observando a ratos a los habituales que se buscan la vida en la plaza: el acordeonista virtuoso aunque no siempre oportuno, el que hace pompas de jabón, el Spiderman barrigudo que se fotografía con los paseantes. Y observo, una vez más, que la peña resulta agarradísima a la hora de aforar una chapa. Igual dan guiris o de aquí: ven a Bart Simpson en la plaza, se ponen al lado para hacerse una foto, y luego se largan sin dar las gracias ni soltar, por supuesto, una pequeña propina. Dando por sentado, los miserables, que el fulano que pasa todo el día al sol con tres kilos de paño encima está allí por simpatía y amor al arte, para que ellos se hagan fotos sonriendo felices, por la cara.

En una mesa cercana hay un muchacho que lee un libro. Tiene unos diecisiete o dieciocho años, está solo, y llama la atención porque no es frecuente encontrar lectores en este paraje. Está concentrado en las páginas, y de vez en cuando cierra el libro y se queda mirando la plaza sin verla, con la expresión de quien permanece ajeno a cuanto ocurre ante sus ojos. Con esa mirada ausente que todo lector conoce como propia: la de quien se detiene en el acto de leer pero no interrumpe la lectura, sino que sigue inmerso en las imágenes o las ideas que el libro suscita. Uno de los camareros pasa por mi lado y sonríe dirigiéndole una mirada de simpatía al muchacho, como si dijera: ahí tiene usted a un potencial cliente, o por lo menos a un colega devorador de letra impresa.

Me pregunto qué lee el muchacho. Por qué mundos andará, merced al libro que tiene en las manos. Con la curiosidad natural entre hermanos de la costa, hago esfuerzos por ver la tapa del volumen, arriesgando descoyuntarme las cervicales. Por el grosor y formato, parece una novela. No consigo ver el título ni la portada. Lo que está claro es que al joven le interesa mucho lo que lee, pues pasa las páginas con la decisión del lector seguro de sí; y cuando levanta la vista sostiene el volumen con ese tacto familiar, confianzudo, de quien siente con un libro en las manos el mismo consuelo, o confianza, que un pistolero al sopesar un revólver con seis balas en el tambor. Mucho se equivocan, pienso una vez más, quienes afirman que una tableta electrónica borrará el libro de papel de las necesidades humanas. Porque un libro no sirve sólo para leer. Sirve también para que su peso tranquilice las manos lectoras, para subrayar y ajar sus páginas con el uso, para regalar el ejemplar leído a personas a las que quieres. Para ver amarillear sus páginas con los años sobre los viejos subrayados que hiciste cuando eras distinto a quien ahora eres. Para decorar -no hay cuadro ni objeto comparable en belleza- una habitación o una casa. Para amueblar una vida.

El muchacho ha cerrado el libro y me parece advertir, aunque no distingo título ni autor, una ilustración en la tapa que parece un velero antiguo. Quizá se trate de una novela sobre el mar, concluyo. Tal vez en este momento el muchacho no está aquí sino empeñado a cañonazos, corriendo un temporal con sólo la gavia rizada del trinquete, apretando los dientes mientras empuña el arpón. Quizá en este momento navegue hacia islas a las que nunca llegan órdenes de captura, busque a los náufragos del Raquel, recorra entre astillazos la cubierta de la Suprise, o ice la bandera del corsario alemán Emdem para el último combate en las islas Cocos. Quizá -o sin duda- ese joven lector ha descubierto ya que para adueñarse cómodamente de ésos y otros mundos, para llenar la existencia propia de experiencias ajenas y vivir mil vidas que de otro modo serían imposibles, basta con abrir las tapas de un libro. Al fin, el muchacho cierra su volumen, lo guarda en la mochila y se marcha. Lo sigo con la vista, deseándole silenciosamente suerte en zafarranchos, temporales y arribadas. Que tengas buen viento y buena caza, chaval. Le deseo. Que la vida te depare valor en combates y abordajes, dignidad en las derrotas, serenidad en los naufragios, amigos leales y hermosas mujeres a bordo o esperándote en los puertos. Y mientras se aleja me parece verlo caminar balanceándose ligeramente, tranquilo, alerta, afirmando los pies con seguridad a cada paso. Como si en ese momento cruzara su particular línea de sombra pisando la cubierta inestable de un barco, y en el libro que lleva en la mochila hubiese aprendido cómo hacerlo.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
3 de octubre de 2011





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08 octubre 2011

Una tragedia española


Hoy toca batallita, de las que fueron borradas de los libros de texto españoles, o casi, porque contar eso a los jóvenes es propio, dicen, de carcamales y de fascistas. Por estas mismas fechas, en Waterloo, se conmemora el 196º aniversario de la derrota de Napoleón ante Wellington; y el campo de batalla, muy bien conservado, se convierte en excepcional espectáculo para escolares, aficionados y turistas. En España, gracias a los grupos locales de recreación histórica, esas iniciativas son cada vez más frecuentes, supliendo las lecciones de Historia que por ignorancia o negligencia, sin distinción de partido o ideología, descuidan nuestros responsables de Educación y de Cultura. Sin embargo, hay fechas aciagas que ni siquiera así se recuerdan. Si la tragedia de un campo de batalla es siempre una lección sobre los pueblos y su naturaleza, la que este 23 de julio cumple 90 años exactos dice mucho sobre España y quienes la habitamos. Y en lo que dice, apenas hay algo bueno. En esa fecha, en lo que se conoce como desastre de Annual, casi 8.000 soldados españoles fueron sacrificados como corderos, y más de medio millar apresados por las harkas sublevadas en Marruecos por Abd el Krim, que en pocos días reconquistaron todas las posiciones establecidas por nuestro ejército en la zona oriental del Protectorado. Lo que había empezado como una arrogante campaña para ocupar el Rif desembocó en una sucesión de desastres culminados por terribles matanzas: la caída de Igueriben, la trágica fuga de Annual y la carnicería de Monte Arruit, con masivos asesinatos de heridos y prisioneros por parte de los rifeños, salvajes mutilaciones, crucifixiones y empalamientos con estacas de alambradas. Y toda esa barbarie, toda esa desgracia estremecedora, muy bien narrada por los novelistas Ramón J. Sender y Arturo Barea, que allí fueron soldados y testigos de excepción, la sufrieron los de siempre: los pobres soldaditos del sistema de cuotas; la humilde carne de cañón que no podía, como los ricos, pagar a otro pobre desgraciado para quedar exenta del servicio militar.

El horror de esos días merece ser recordado cada año en España con más razón que los hechos de armas heroicos, porque fue peor que una sangrienta derrota. Fue, sobre todo, una tragedia tan típica y nuestra como la paella, el jamón ibérico o el flamenco. Aquello fue la derrota de un país entero, la expresión de incompetencia de generales y de políticos, la improvisación, la desidia, la indisciplina, la cobardía y la desfachatez llevadas al extremo: España en estado puro. Y sobre el terreno, desde el general Silvestre, jefe de las operaciones -muerto allí sin honor ni decencia- hasta los oficiales y mandos subalternos, aterrorizados, embrutecidos por el horror de la huida en tropel y la matanza, casi todos cuantos tuvieron mando en la tragedia fueron indignos de sus estrellas y galones, llevando a la infeliz tropa al calvario para abandonarla luego, indefensa, en manos del enemigo. Los relatos de los supervivientes, más que indignación, lo que causan es sonrojo. Una inmensa vergüenza por lo que a veces fuimos. Por lo que a menudo somos.

Recordar aquello es, para cualquier español, un ejercicio doloroso y necesario. Una clave más para comprender el triste país donde se vive y la infame clase dirigente con la que seguimos jugándonos los cuartos y la vida. Pero también, como sucede hasta en las mayores desgracias, el desastre de 1921 proporciona cierto consuelo al demostrar que ni siquiera en situaciones trágicas desaparecen por completo la dignidad y el coraje. Bajo tanta incompetencia y cobardía, entre las imágenes de miles de cadáveres mutilados y resecos al sol, quien lee sobre aquello encuentra también retazos analgésicos, hechos admirables que permiten respirar entre tanto horror y tanta patriotera mierda. El último mensaje de los defensores de Igueriben, por ejemplo: «Sólo nos quedan doce cargas de cañón. Contadlas, y a la duodécima, fuego contra nosotros porque el enemigo habrá entrado en la posición». O las sucesivas cargas de caballería dadas sable en mano, para proteger a los desbandados de Annual, por el heroico regimiento de Alcántara: ensangrentado, diezmado y tan agotado en hombres y caballos que los últimos ataques hubo de darlos despacio, al paso, bajo el fuego horroroso de los rifeños. Si quieren hacerse idea, busquen en Internet: hay un cuadro estremecedor de nuestro mejor pintor de batallas vivo, el catalán Ferrer-Dalmau, titulado «Las cargas del Gan». Uno de esos lienzos que a veces lo reconcilian a uno con esta infeliz España que, pese a ella misma y gracias a unos cuantos, merece salvarse siempre. 


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
17 de julio de 2011




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26 septiembre 2011

Una historia de violencia


Me dan la bronca algunos lectores veteranos porque hace tiempo que no hablo de esos personajes e historias del pasado que a veces, para bien o para mal, ayudan a encajar el presente. Así que, para quienes echan de menos las historias del abuelo Cebolleta, hoy tocamos esa tecla, recordando a uno de esos fulanos sobre los que, de nacer en otro sitio, habría novelas, películas y series de la tele. Pero nació aquí, aunque pasó la vida fuera de España, ganándose el pan con una espada. Así que tenía pocas posibilidades de figurar en los libros de texto de los colegios. Como dijo no recuerdo qué político analfabeto de los que mezclan churras con merinas, la violencia no educa.

Año 1547. La España del emperador Carlos V tiene al mundo agarrado por las pelotas. Los príncipes protestantes se han puesto flamencos, y les caen encima, entre otros, los tercios de infantería española. La cosa se dilucida en Mühlberg, con el río Elba entre los ejércitos del elector de Sajonia y el del emperador. Se acomete la gente, se retiran los luteranos, y en mitad del pifostio hay un momento delicado. Huyendo ante el empuje de la vanguardia mandada por el duque de Alba, que siega como una guadaña, los alemanes –marcando el paso de la oca, o lo que marcaran entonces– pasan el río por un puente de barcas, lo recogen en la otra orilla, y para defender el único vado y cubrir su retirada acumulan allí enorme cantidad de artillería y arcabuceros. De manera que al llegar los españoles granizan balas sobre los arneses. El de Alba, cabreadísimo, va de un lado a otro sin saber cómo hincarle el diente al asunto, pues los tudescos van a enrocarse tras las murallas de la plaza fuerte, y de allí no los sacarán ni con Tres en Uno. El emperador está a punto de llegar con el grueso del ejército, encontrando el paso bloqueado; y además, los enemigos empiezan a incendiar las barcas. Como para ingerir cianuro.

Entonces ocurre una de esas cosas que a veces nos pierden a los españoles y otras nos salvan. Algo muy nuestro. Muy de aquí. Porque de pronto, en mitad del carajal, a un soldado del Tercio Viejo se le va la pinza y empieza a ciscarse en los alemanes y en todos sus muertos; y jurando en arameo se pone la espada entre los dientes, echa a nadar por el vado bajo una lluvia de arcabuzazos, llega a la orilla con dos cojones, arremete contra los alemanes echando espumarajos, y mata a cinco. Tras él, por vergüenza torera y porque está feo dejarlo ir solo, se han echado al agua su capitán y nueve soldados, que salen chapoteando y gritando «España, cierra, cierra», como animales. Imagínense el cuadro y las pintas de mis primos, aullando mojados de barro y con ojos de locos, de mucho matar, con sus barbas, espadas, escapularios y demás parafernalia. De ese modo los colegas llegan a tiempo de ayudar al que pelea a la desesperada, acuchillando a mansalva. Así, entre los diez, hacen un escabeche de toma pan y moja. Y mientras los alemanes deciden que es momento de salir por pies a buscar unas cervezas, los españoles, chorreando agua y sangre ajena, apagan el incendio, reconstruyen el puente, y cuando llega el emperador, su ejército lo pasa tranquilamente, alcanza al enemigo, y al elector de Sajonia y a su puta madre les da las suyas y las de un bombero.

Después, Carlos V pregunta quién fue el majara que cruzó el río. Y le presentan a un oscuro soldado de padres vascos aunque nacido en Medina del Campo, llamado Cristóbal Mondragón. Y allí mismo, sobre el campo de batalla, el emperador lo llama «el mejor soldado del mejor tercio de la infantería española» y lo nombra alférez. Al capitán que lo siguió lo asciende a maestre de campo, y a los nueve soldados les da tanto dinero que Lope de Vega, en su comedia El valiente Céspedes, dirá más tarde que los ha cubierto de oro.

¿Colorín colorado? Casi. Y no como habría debido ser. Con el tiempo, Mondragón se convirtió en uno de los más destacados militares españoles en las guerras de Flandes. Amado por sus hombres, eso le granjeó –no podía ser de otra manera–, odios y envidias en España. Y Felipe II, al que sirvió con tanta devoción y valor como al padre, se portó con él como un miserable. Cuando ya veterano volvió a su patria y solicitó expediente de nobleza, los jueces se las arreglaron para inventarle antepasados judíos. Humillado, lleno de amargura y vergüenza, Mondragón regresó a Flandes, de donde no había de volver nunca. Acabó con noventa años, digno hasta el fin, ordenando que lo pusieran en la ventana para que sus soldados, que lo adoraban, lo viesen morir. En su testamento pedía, en pago a sus servicios, la castellanía de Amberes para su hijo y una capitanía de lanzas para su nieto. El rey, naturalmente, no concedió ni la una ni la otra.

Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
25 de septiembre de 2011






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12 septiembre 2011

Saludando no es gerundio

Foto: Coolayo (2007)

No sé si se habrán fijado, aunque supongo que sí. Que se fijan. Cada vez resulta más inusual que alguien, al interpelar a otro en busca de un servicio o una información, recurra a la correctísima y tradicional fórmula «por favor», y mucho menos que anteponga un cortés «buenos días». Por lo común, la peña suele abordarse sin prolegómenos, a bocajarro, en plan compadres que frecuenten el mismo puticlub, sustituyendo el saludo de toda la vida por una frase absurda que en los últimos tiempos ha hecho fortuna en España, y que permite identificar de lejos a un compatriota, o lo que seamos ahora, en cualquier latitud y longitud: ese bajuno «oye, perdona», acentuado por el infame tuteo con que resolvemos, tanto con abuelos como con niños, nuestra vida social. No hace mucho, en un local muy correcto de París, tras escuchar en una mesa vecina un sonoro «oye, perdona», vi a un estirado camarero gabacho hacerse el sueco ante dos turistas españoles ya maduritos. Con mi silencioso, íntimo y –no me avergüenza confesarlo– perverso regodeo.

En cuanto al «buenos días» cuando nos cruzamos con un presunto semejante, ni les cuento. No hay quien lo extraiga ni con alicates. Naturalmente, no hablo de ir por las ramblas de Barcelona o la Puerta del Sol de Madrid diciendo buenos días a todo cristo, como un imbécil. Hay momentos y momentos. Pero es cierto que cualquier clase de saludo, cuando nos encontramos con una persona sólo vagamente conocida, o con desconocidos a quienes las circunstancias acercan de modo particular, se hace cada vez más raro. Incluso cuando eres tú quien toma la iniciativa y saluda primero, hay muchas probabilidades de que el interpelado no responda y pase por tu lado sin decir esta boca es mía.

Un ejemplo. Amarro desde hace veinte años en un puertecito mediterráneo de ambiente tradicional. En sus muelles, pantalanes e instalaciones me cruzo con propietarios de barcos, marinos extranjeros en tránsito, marineros y socios de club náutico. Ante ellos, los conozca o no, el reflejo natural es decir «buenos días». Los navegantes extranjeros, habituales o de paso, saludan casi siempre, aunque no te conozcan. Con frecuencia toman la iniciativa, incluyendo una sonrisa amistosa. Los españoles, por el contrario, suelen pasar contemplando el horizonte, interesadísimos por alguna gaviota que allí planee. Ni ven, ni oyen, ni hablan. Y cuando lo hacen casi nunca es por impulso propio, sino en respuesta a tu «buenos días» o «buenas tardes». En lo que a la gente joven se refiere, extraordinario es que digan al menos «hola». Cruzan impasibles sin mirarte, saludes como saludes, a pesar de que, en lo de responder a saludos de vecinos y conocidos, los niños son mejores que los padres; quizá porque el instinto de su poca edad y el colegio reciente los hacen respetar un poco más a los adultos.

Otro ejemplo personal, aunque transferible: vivo en la sierra de Madrid y camino a diario. A veces encuentro a otros paseantes, y es pintoresca la actitud de buena parte de ellos. Mientras se acercan desvían la mirada, como si no te vieran; y si no dices nada, pasan vueltos hacia otro lado, mudos. Sólo cuando apuntas «buenos días» responden apresuradamente, a veces cuando ya están a tu espalda. Quienes lo hacen. Otros siguen adelante, imperturbables. No va con ellos. La más notable es una señora –la llamo señora con razonables reservas– con la que me encuentro a menudo. La he visto hacerse mayor, dos veces embarazada, y ahora camina con dificultad a causa de un accidente o una dolencia. Ni una sola vez ese trozo de carne con patas respondió al «buenos días» que le dirigí durante veinte años. Hasta que me cansé de hacerlo.

Pero cada cual tiene su manera de vengarse. A veces, si voy en plan cabroncete y alguien llega de frente, hago como él: mirar con fijeza hacia la lejanía o el suelo, cual si algo allí atrajese mi atención. Y luego, al llegar a su lado, lo miro de pronto y disparo un «buenos días» inesperado, casi agresivo, que suele pillar al sujeto de improviso; saludo ante el que balbucea una desconcertada o presurosa respuesta, mientras yo me alejo riendo entre dientes, arf, arf, arf. Como el perro Pulgoso.

Supongo que cualquiera de ustedes conoce casos parecidos en los que oficie de protagonista activo o pasivo. Pero no creo que deban atribuirse siempre a grosería o mala voluntad. Muchas veces se trata sólo de incertidumbre y timidez social, fruto de una educación deficiente: la inseguridad de no tener claros, desde niños, los usos elementales de cortesía y convivencia. Y no deja de ser contradictorio, en esta España saturada de demagogia idiota, buen rollito y compadreo cantamañanas, que despreciemos de ese modo las fórmulas que, precisamente, ayudan a que la sociedad de los seres humanos sea soportable. 


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
11 de septiembre de 2011



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