Los fantasmas de Charles Dickens siempre serán recordados por su obra A Christmas Carol pero la afición por lo sobrenatural no terminó ahí. A lo largo de su vida, sobre todo cuando dirigió las revistas semanales Household Words y All the Year Around, el tema de los fantasmas y la ambientación gótica continuaron salpicando muchos de sus relatos. Y hay varios más donde la época de Navidad es el momento preciso para las visitas del otro mundo.
Cuando llegó a mi la antología que editorial Impedimenta tituló Para leer al anochecer (2009), descubrí con un gustazo varias de las historias que Dickens forjó con elementos sobrenaturales. Algunas hasta con ciertos toques de humor.
Hoy he decidido compartir una que refleja esa tradición victoriana donde las Navidades es el momento preciso para reunirse alrededor de la chimenea y leer historias sobre aparecidos :)
FANTASMAS DE NAVIDAD
Charles Dickens
Me
gusta volver a casa por Navidad. A todos nos pasa, o al menos así
debería
ser. Todos
regresamos a casa, o deberíamos hacerlo, para disfrutar de unas
breves
vacaciones
—aunque cuanto más largas sean, mejor— desde el enorme internado
en
el
que nos pasamos el día trabajando en nuestras tablas de aritmética.
A todos nos
conviene
tomarnos un respiro, ésa es la verdad. En cuanto a ir de visita, ¿a
qué otro
sitio
podríamos ir si no? ¡Pues junto al árbol de Navidad, para
proclamar nuestros
buenos
deseos al mundo!
Y
así partimos lejos, hacia el invierno, a colocar nuestros anhelos
junto al árbol.
Nos
ponemos en camino, y atravesamos llanuras bajas, parajes brumosos,
páramos
sumergidos
en la niebla; subimos largas colinas enroscadas como cavernas oscuras
entre
las tupidas plantaciones que casi ocultan las estrellas
centelleantes; y así
continuamos,
por amplias mesetas, hasta detenernos, con un silencio repentino,
frente
a
una avenida. La campana junto a la verja resuena profunda y casi
espantosa en el
aire
helado; los batientes de la verja se abren sobre sus goznes y, a
medida que nos
dirigimos
hacia la gran casa, las luces resplandecientes se agrandan en las
ventanas, y
las
hileras de árboles que hay delante parecen retroceder solemnemente
hacia ambos
lados
para permitirnos el paso. Por un momento, aniquila el silencio la
rauda carrera
de
una liebre que a lo largo de todo el día, por intervalos, se ha
dedicado a atravesar
el
blanco tapete nevado; o el estrépito lejano de una manada de ciervos
pisoteando la
escarcha
endurecida. Si pudiésemos, tal vez veríamos sus ojos vigilando
entre los
helechos,
rutilantes como gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están
quietos y
todo
permanece en calma. De este modo, con las luces que se agrandan y los
árboles
que
se retiran ante nosotros y se reúnen de nuevo tras nuestro paso,
llegamos a la
casa.
Probablemente
flota en todo momento un aroma a castañas asadas y a otras cosas
buenas,
puesto que estamos narrando historias invernales (o para nuestra
vergüenza,
historias
fantasmales)
alrededor de un fuego navideño, y sólo nos levantaremos para
acercarnos
más a él y calentarnos. Sin embargo, todo esto carece de
importancia.
Llegamos
a la casa, una vieja mansión coronada por grandes chimeneas en donde
arde
la leña ante perros viejos que se arriman al hogar y retratos
macabros (algunos
de
ellos con leyendas igualmente macabras) que miran hoscos y
desconfiados desde
el
entablado de roble de las paredes. Somos gentilhombres de mediana
edad y
compartimos
una generosa cena con nuestros anfitriones y sus invitados. Es
Navidad
y
la casa está repleta de gente. Decidimos retirarnos pronto. La
nuestra es una
habitación
muy antigua. Cubierta por tapices. Nos desagrada el retrato de un
caballero
trajeado de verde, que cuelga sobre la chimenea. Grandes vigas negras
recorren
la techumbre y se ha dispuesto para alojarnos un gran dosel negro que
a los
pies
se ve sustentado por dos grandes figuras negras que parecen sacadas
de sendas
tumbas
de la vieja iglesia del barón, ubicada en los jardines. A pesar de
ello, no
somos
caballeros supersticiosos y nos da lo mismo. ¡Bien! Despachamos a
nuestro
sirviente,
cerramos la puerta con llave y nos sentamos frente al fuego,
enfundados en
nuestra
bata, a meditar sobre multitud de asuntos. Finalmente nos acostamos.
¡Bueno!
No
podemos dormir. Nos revolvemos una y otra vez sin poder conciliar el
sueño. Los
rescoldos
del fuego arden relampagueantes y hacen parecer la habitación más
fantasmagórica
si cabe. No podemos evitar escudriñar, por encima de la colcha, las
dos
figuras negras que sostienen la cama, y sobre todo ese caballero de
verde, dotado
de
un aspecto tan perverso. Parecen avanzar y retirarse en medio de la
luz
temblorosa,
lo cual, a pesar de que no somos en absoluto hombres supersticiosos,
no
nos
resulta nada agradable. ¡Bueno! Nos vamos poniendo más y más
nerviosos.
Decimos:
«Esto es absurdo, pero lo cierto es que no podemos soportarlo;
fingiremos
estar
enfermos y haremos que acuda alguien en nuestra ayuda». ¡Bueno!
Precisamente,
estábamos a punto de hacerlo, cuando de repente la puerta se abre y
entra
una joven de una palidez mortecina y largos cabellos rubios que se
desliza junto
al
fuego y toma asiento en la silla que antes habíamos ocupado,
frotándose las manos.
En
ese momento advertimos que sus ropas están mojadas. Tenemos la
lengua
adherida
al paladar y no somos capaces de articular palabra, pero la
observamos con
detalle.
Su ropa está húmeda; su largo cabello está salpicado de barro; va
vestida
según
la moda de hace doscientos años y lleva en el cinto un manojo de
llaves
herrumbrosas.
¡Bueno! Ella sigue sentada, sin moverse, y es tal el estado en que
nos
hallamos
que ni siquiera somos capaces de desmayarnos. En ese momento, ella se
levanta
y empieza a probar sus oxidadas llaves en todas y cada una de las
cerraduras
del
dormitorio sin que ninguna sirva. Entonces fija su mirada en el
retrato del
caballero
de verde y exclama, con una voz grave y terrible: «¡Los ciervos lo
saben!».
A
continuación, vuelve a frotarse las manos, pasa junto a la cama y
sale por la puerta.
Nos
ponemos la bata apresuradamente, echamos mano de las pistolas —sin
las que
nunca
salimos de casa— y nos disponemos a seguir a la muchacha, cuando
hallamos
la
puerta cerrada. Giramos la llave y, al asomarnos al oscuro pasillo,
no divisamos a
nadie.
Deambulamos inútilmente en busca de nuestro sirviente. Recorremos la
galería
hasta
que rompe el día para luego volver a nuestra desolada habitación,
caer
dormidos
y ser despertados por nuestro criado (a él nada le aterroriza), que
cuando
abre
la ventana nos revela un sol resplandeciente. ¡Bien! Tomamos un
triste desayuno
y
todo el mundo nos comenta que parecemos indispuestos. Concluido el
desayuno,
recorremos
la casa con nuestro anfitrión y le conducimos hasta el retrato del
caballero
de
verde y en ese momento todo se aclara. Engañó a una joven ama de
llaves,
conocida
por su extraordinaria belleza, quien se ahogó inintencionadamente en
un
estanque
y cuyo cuerpo fue descubierto, pasado ya mucho tiempo, porque los
ciervos se negaban a beber de sus aguas. Desde entonces, se rumorea
que ella se dedica a
deambular
por la mansión a medianoche (aunque sobre todo aparece en la
habitación
del
caballero de verde, a fin de no dejar dormir a su inquilino) probando
todas las
cerraduras
con sus llaves oxidadas. ¡Bien! Contamos a nuestro anfitrión cuanto
hemos
visto y una sombra se cierne sobre su semblante. Nos suplica que
guardemos
silencio
y nosotros obedecemos. Sin embargo, todo lo que hemos contado es
cierto y
así
lo relatamos antes de fallecer (ahora estamos muertos), a muchas
personas serias
que
nos quieren escuchar.
Son
innumerables las viejas casas solariegas, con sus pasillos
retumbantes, sus
sombríos
aposentos y sus alas hechizadas que llevan años clausuradas, a
través de las
cuales
podemos divagar, mientras un agradable escalofrío nos recorre la
espalda, y
toparnos
con todo tipo de fantasmas. Aunque —tal vez sea importante
recalcarlo—
en
general éstos se reducen a unos pocos tipos o clases, ya que, debido
a la escasa
originalidad
de los espectros, en su mayoría suelen deambular haciendo rondas
previamente
fijadas. Resulta habitual también que haya ciertas baldosas de las
que
sea
imposible
borrar las
manchas de sangre que quedaron en tal o cual habitación o
descansillo,
y que datan de cuando cierto amo malvado, barón, caballero o
gentilhombre
se suicidó en aquel mismo lugar. Uno puede raspar y raspar, como
hace
el
dueño actual, o pulir y pulir, tal y como lo hiciera su padre, o
frotar y frotar, al
igual
que hizo su abuelo, o intentar hacerlas desaparecer mediante la
acción de
diversos
ácidos, como hizo el bisabuelo, pero la sangre siempre permanecerá
ahí —ni
más
ni menos pálida—, siempre igual. También ocurre que en otras
casas
encontramos
puertas encantadas, que jamás lograremos mantener abiertas mucho
tiempo;
o bien, una puerta que no hay manera de cerrar; o bien casas donde
suena a
deshoras
el crujido hechizado de una rueca, o golpes de martillo, o pisadas, o
un
llanto,
o un lamento, o un ruido de cascos de caballo, o el arrastrar de
cadenas. Tal
vez
haya un reloj en su torre que al llegar la medianoche dé trece
campanadas
coincidiendo
con la muerte del cabeza de familia. Llegó a suceder que una tal
Lady
Mary
fue de visita a una casa de campo en las tierras altas escocesas y,
sintiéndose
fatigada
por el largo viaje, se retiró pronto a dormir. Al día siguiente,
durante el
desayuno,
comentó inocentemente:
—¡Me
resultó extrañísimo que anoche celebraran una fiesta a una hora
tan tardía
en
un lugar tan remoto como éste, y que no me hablaran de ella!
Cuando
todos le preguntaron qué quería decir, Lady Mary respondió:
—¡Pues
que ha habido alguien que se ha pasado toda la noche dando vueltas y
más
vueltas con su carruaje bajo mi ventana!
Entonces,
el propietario de la casa se puso lívido, al igual que su señora.
Por su
parte,
Charles Macdoodle —de los Macdoodle de toda la vida— conminó a
Lady
Mary
a no decir ni una palabra más sobre el asunto y todo el mundo guardó
silencio.
Después
del desayuno, Charles Macdoodle contó a Lady Mary que era tradición
en
aquella
familia que aquel ajetreo de carruajes en el patio presagiase alguna
muerte.
Así
quedó probado cuando, dos meses más tarde, falleció la dueña de
la mansión.
Lady
Mary, quien a la sazón formaba parte de las Damas de Honor de la
Corte,
contaba
a menudo esta historia a la vieja reina Charlotte; y es por esto por
lo que el
viejo
rey se pasaba el día diciendo:
—¿Eh?
¿Cómo? ¿Fantasmas? ¡Ni mentarlos, ni mentarlos!
Y
no dejaba de repetirlo una y otra vez hasta que se retiraba a dormir.
El
amigo de una persona a quien la mayoría de nosotros conocemos,
cuando era
todavía
un joven estudiante, tuvo un amigo bastante peculiar con el que había
llegado
a
un pacto de lo más macabro: acordaron que si era cierto que el
espíritu de una
persona
es capaz de volver a este mundo tras haberse separado del cuerpo,
aquel de
los
dos que primero muriese habría de aparecerse al otro.
Transcurrido
un tiempo, a nuestro amigo se le había olvidado ya aquel trato;
ambos
jóvenes habían progresado en la vida y habían tomado caminos
divergentes,
muy
alejados entre sí. Sin embargo, una noche, transcurridos muchos
años,
encontrándose
nuestro amigo en el norte de Inglaterra y alojándose por la noche en
una
posada junto a los páramos de Yorkshire, sucedió que miró fuera de
su cama y
allí,
a la luz de la luna, apoyado junto a un buró próximo a la ventana,
vio a su viejo
colega
de estudios observándole fijamente. Se dirigió solemnemente a la
aparición, y
ésta
le respondió en una especie de susurro, aunque bastante audible:
—No
te acerques a mí. Estoy muerto. Heme aquí para cumplir mi promesa. Vengo
de otro mundo pero no puedo revelar sus secretos.
En
ese momento, la aparición palideció, pareció fundirse con la luz
de la luna y se
desvaneció.
Cuentan
también el caso de la hija del primer ocupante de una casa
isabelina,
bastante
pintoresca, que se hizo relativamente famosa en nuestro barrio. ¿Han
oído
quizás
hablar de ella? ¿No? Pues bien, siendo una bella muchacha de
diecisiete años,
dio
en salir una tarde de verano durante el crepúsculo a recoger flores
en el jardín.
Pero,
de pronto, su padre la vio llegar corriendo a la puerta de la casa.
Estaba aterrada
y
gritaba con desesperación:
—¡Ay,
Dios mío, querido padre, me he encontrado conmigo misma!
El
la abrazó, la consoló y le dijo que no se preocupase; probablemente
habría sido
víctima
de algún capricho de su imaginación. Ella entonces le dijo:
—¡Oh,
no! Te juro que me encontré conmigo misma cuando caminaba por el paseo.
Estaba muy pálida recogiendo flores marchitas, y giraba la cabeza sosteniéndolas
en alto.
Aquella
misma noche, la muchacha murió. Se comenzó a pintar un cuadro con
su
historia,
si bien nunca fue terminado, y dicen que, aún hoy, el cuadro
permanece en algún lugar de la casa, vuelto de cara a la pared.
El
tío de mi cuñado volvía a casa a caballo. Era una tarde apacible,
y ya estaba
anocheciendo.
De repente, en una vereda cercana a su propia casa vio a un hombre de
pie
frente a él, ocupando el centro mismo de un estrecho paso.
—¿Por
qué estará ese hombre de la capa ahí en medio? —pensó—.
¿Acaso
pretende
que le pase por encima?
Pero
la figura no se apartaba. El tío de mi cuñado tuvo una extraña
sensación al
verle
allí en el sendero, tan inmóvil. Sin embargo aflojó el trote y
siguió cabalgando
en
dirección a él. Cuando se halló tan cerca del caminante que casi
podía tocarlo con
su
estribo, el caballo se asustó y entonces la figura se deslizó a lo
alto de un terraplén,
de
una forma rara, poco natural (de hecho se escurrió hacia atrás sin
aparentemente
usar
los pies), y desapareció. El tío de mi cuñado dio un respingo.
—¡Santo
Dios! ¡Pero si es mi primo Harry, el de Bombay!
Espoleó
al caballo, que de pronto sudaba una barbaridad, y, preguntándose
por tan
extraño
comportamiento, salió disparado hacia la entrada de su casa. Cuando
llegó
allí
vio a la misma figura pasando junto al alargado mirador que hay
frente a la sala
de
estar de la planta baja. Arrojó las bridas a su criado y se
precipitó detrás de la
figura.
Su hermana estaba allí sentada, sola.
—Alice,
¿dónde está mi primo Harry?
—¿Tu
primo Harry, John?
—Si.
El de Bombay. Me lo acabo de encontrar en el camino y lo he visto
entrar aquí
ahora mismo.
Nadie
había visto nada, Pero fue en aquella hora exacta, como más tarde
se supo cuando
su primo fallecía en la India.
Hubo
cierta vieja dama muy sensata que falleció a los noventa y nueve
años, y
que
mantuvo sus facultades hasta el final. Pues bien, esta buena mujer
vio con sus
propios
ojos al famoso Niño Huérfano. Esta es una historia que con cierta
frecuencia
se
ha venido contando de manera incorrecta. He aquí lo que ocurrió en
realidad (pues,
de
hecho, se trata de una historia que ocurrió en nuestra propia
familia: la vieja dama
era
una pariente lejana). Cuando tenía alrededor de cuarenta años,
época en la que
aún
era conocida por su belleza poco común (hay que decir que su amado
murió muy
joven,
razón por la cual ella nunca se casó, aunque recibió numerosas
proposiciones
al
respecto), se trasladó con su hermano, que era comerciante de
artículos indios, a
una
casa que éste había comprado no hacía mucho en Kent. Corría la
leyenda de que
aquel
lugar había sido una vez administrado por el tutor de un niño.
Aquel tutor era el
segundo
heredero de la propiedad, y mató al niño tratándole de manera
severa y
cruel.
La dama no sabía nada de esto. Se dijo que en la habitación de ella
había una
jaula
en la que el tutor solía encerrar al niño. Nunca hubo tal cosa, de
hecho. Allí tan
sólo
había un ropero. Una noche se fue a dormir. A la mañana siguiente
cuando entró la doncella, ella le preguntó con toda tranquilidad:
—¿Quién
era ese niño tan guapo y de aspecto tan melancólico que ha estado
asomándose
por el ropero toda la noche?
La
muchacha emitió un fuerte chillido y se esfumó al momento. La dama
quedó
sorprendida.
Sin embargo, como era una mujer con una notable fortaleza mental, se
vistió
ella misma, bajó al piso inferior y se reunió con su hermano.
—Bien,
Walter —dijo—, he de confesarte que no he podido pegar ojo. Una
especie
de niño de aspecto melancólico, bastante guapo, ha estado
importunándome
toda
la noche y saliendo por el vestidor de mi cuarto, cuya puerta, eso te
lo puedo
asegurar,
no hay alma humana que pueda abrir. ¿Qué clase de truco es éste?
—Me
temo que no es ningún truco, Charlotte —respondió él—. Ese
niño forma
parte
de la leyenda de esta casa. Es el Niño Huérfano. ¿Qué es lo que
dices que hizo
anoche?
—Abría
la puerta sigilosamente —dijo ella—, y se asomaba. A veces
avanzaba
un
paso o dos dentro del dormitorio. Entonces yo le llamaba animándole
a pasar, y él
se
encogía con un estremecimiento y se deslizaba dentro del vestidor de
nuevo, tras lo
cual
cerraba la puerta.
—Ese
gabinete no comunica con ningún otro lugar de la casa, Charlotte.
Está
clausurado
—dijo su hermano.
Esto
era verdad. Hicieron falta dos carpinteros trabajando toda una mañana
para
conseguir
abrir el vestidor y poder así examinarlo. En aquel momento, mi
pariente
estaba
bastante contenta de haber trabado relación con el célebre Niño
Huérfano. A
pesar
de ello, la parte más terrible de la historia es que,
posteriormente, también sería
avistado
sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, que acabaron
muriendo
jóvenes.
De vez en cuando alguno de los niños caía enfermo. Y, curiosamente,
siempre
era doce horas después de volver a casa acalorado diciendo, vaya por
Dios,
que
había estado jugando bajo cierto roble en cierta pradera con un
extraño niño…
Un
niño guapo y de aspecto melancólico, que era muy callado y le hacía
señas para
que
le siguiera. De la fatal experiencia, los padres dedujeron que se
trataba del Niño
Huérfano
y que el destino de los niños quedaba inexorablemente marcado por
ese
encuentro.
***