18 diciembre 2015

Un trago de despedida (2º parte)


UN TRAGO DE DESPEDIDA
Stephen King
Plaza&Janés, 1978



  -Supongo que sí -respondió, con voz trémula-. Pero sus ojos... parecían rojos -me miró- ¿Así son los ojos de los ciervos, de noche? -su tono era casi suplicante.

  -Pueden tener cualquier color -contesté, pensando que quizás esto era verdad, pero que yo había visto muchos ciervos de noche desde muchos coches, y nunca había visto que sus pupilas irradiaran un reflejo rojo.

  Tookey no dijo nada.

  Aproximadamente quince minutos más tarde llegamos a un tramo donde la acumulación de nieve de la derecha de la carretera no era tan alta porque se supone que los quitanieves deben levantar un poco sus rejas cuando pasan por una intersección.

  -Creo que este fue el lugar dónde viramos -anunció Lumley, que no parecía muy seguro-. No veo el cartel...

  -Es aquí -confirmó Tookey. Hablaba con voz muy cambiada-. Se ve apenas el remate del cartel.

  -Oh, claro -Lumley pareció aliviado-. Escuche, señor Tookey, lamento haber sido tan grosero hace un rato. Tenía frío y estaba precupado y furioso conmigo mismo. Sólo quiero agradecerle a ambos...

  -No nos agradezca nada a Booth y a mí hasta que las hayamos pasado a este vehículo -lo interrumpió Tookey. Activó la tracción de las cuartro ruedas del Scout y arremetió contra la nieve para introducirse por Jointner Avenue, que atraviesa Jerusalem's Lot y desemboca en la 295. Los guardabarros despidieron una tromba de nieve. Las ruedas traseras patinaron un poco, pero Tookey conduce desde que el mundo es mundo. Maniobró, le habló, y seguimos adelante. De vez en cuando los faros iluminaban las huellas borrosas de otros neumáticos. Eran las que había dejado el coche de Lumley, unas huellas que después desaparecerían nuevamente. Lumley se inclinaba y escudriñaba la carretera buscando su coche. De pronto, Tookey le dijo:

  -Señor Lumley

  -¿Qué? -se volvió para mirar a Tookey.

  -Los lugareños son bastante supersticiosos cuando se trata de Jerusalem's Lot -explicó Tookey con tono aplomado... pero vi las profundas arrugas que su tensión formaba alrededor de la boca, y la forma en que sus ojos se desviaban de un lado a otro-. Si su esposa e hija están en el coche, tanto mejor. Las cargaremos aquí, volveremos a mi casa, y mañana, cuando haya amainado la tormenta, Billy tendrá mucho gusto en remolcar su coche fuera de la nieve. Pero si no estuvieran en el coche...

 -Si no estuvieran en el coche? -lo interrumpió Lumley bruscamente-. ¿Por qué no habrían de estar en el coche?

  -Si no estuvieran en el coche -prosiguió Tookey, sin contestar a su pregunta-, daremos una vuelta e iremos a Falmouth Center y buscaremos al sheriff. No sería prudente chapotear en la nieve en medio de la oscuridad, ¿no le parece?

  -Estarán en el coche. ¿En qué otro lugar pueden estar?

  -Le diré algo más, señor Lumley -intervine-. Si vemos a alguien, no le hablaremos. Aunque nos hable a nosotros, ¿me entiende?

  -¿Qué supersticiones son esas? -inquirió Lumley, muy lentamente.

Antes de que yo pudiera decir algo, y sólo Dios sabe lo que habría dicho, Tookey exclamó:

  -Hemos llegado.

  Nos estábamos acercando a la parte posterior de un gran Mercedes. Todo el techo del coche estaba cubierto de nieve, y otro montículo había bloqueado la parte izquierda de la carrocería. Pero las luces traseras estaban encendidas y vimos que salían gases del tubo de escape.

  -Por lo menos no se les agotó la gasolina -comentó Lumley.

  Tookey detuvo el Scout y accionó el freno de mano.

  -Recuerde lo que dijo Booth, Lumley.

  -Sí, claro -pero sólo pensaba en su esposa y en su hija. Lo cual tampoco me parece censurable.

  -¿Listo, Booth? - me preguntó Tookey. Sus ojos, lúgubres y grises a la luz del tablero de instrumentos, estaban fijos en los míos.

  -Supongo que sí.

  Nos apeamos todos y entonces nos azotó el viento, arrojándonos nieve a la cara. Lumley marchó delante, inclinado contra el vendaval, con su abrigo elegante hinchándose detrás de él como una vela. Proyectaba dos sombras: una por los faros del Scout y otra por las luces traseras de su propio coche. Yo lo seguía, y Tookey iba un paso más atrás. cuando llegué al maletero del Mercedes, Tookey me detuvo.

  -Déjalo solo -espetó.

  -¡Janet! ¡Francie! -gritaba Lumley-. ¿Estáis bien? -abrió la portezuela del lado del conductor y se inclinó hacia dentro-. Estáis...

  Se quedó petrificado. El viento le arrancó la pesada puerta de la mano y la abrió totalmente.

  -Dios mío, Booth -murmuró Tookey, un poco por debajo del alarido del viento-. Creo que ha vuelto a ocurrir.

  Lumley se volvió hacia nosotros. Tenía una expresión asustada y pepleja, con los ojos desorbitados. De pronto arremetió hacia nosotros por la nieve, resbalando y a punto de caer. Me apartó como si yo fuera nadie, y se apoderó de Tookey.

  -¿Cómo lo sabía? -bramó-. ¿Dónde están? ¿Qué demonios sucede aquí?

  Tookey se zafó y lo empujó a un costado para abrirse paso. Él y yo escudriñamos juntos el interior del Mercedes. Estaba caliente como una torrija, pero no seguiría así por mucho tiempo. La lucecita ambarina anunciaba que se estaba agotando el combustible . El enorme coche estaba vacío. Sobre la alfombrilla descansaba una muñeca Barbie. Y un anorak infantil para esquiar estaba arrugado sobre el respaldo del asiento.

  Tookey se cubrió el rostro con las manos... y después desapareció. Lumley lo había cogido por atrás y lo había arrojado sobre la acumulación de nieve. El rostro de Lumely estaba pálido y desencajado. Movía las mandíbulas como si hubiera mordido algo amargo que aún no podía despegar y escupir. Metió las manos adentro y cogió el anorak.

  -¿El anorak de Francie? -dijo casi en un susuro. Y después en voz alta, rugiendo: -¡El anorak de Francie! -se volvió, sosteniéndolo por la capucha ribeteada de piel. Me miró alelado e incrédulo-. No se puede estar a la intemperie sin su abrigo, señor Booth. Se... se morirá de frío.

  -Señor Lumley...

  Pasó trastabillando junto a mí, sin soltar el anorak, al tiempo que gritaba:

  -¡Francie! ¡Janet! ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáááááis?

  Le di la mano a Tookey y lo ayudé a levantarse.

  -¿Estás...?

  -No te preocupes por mí -respondió-. Tenemos que detenerlo, Booth.

  Lo seguimos con la mayor rapidez posible, que no fue mucha porque en algunos lugares nos hundíamos en la nieve hasta las caderas. Pero al fin se detuvo y lo alcanzamos.

  -Señor Lumley... -empezó a decir Tookey, colocándole una mano sobre el hombro.

  -Por aquí -interrumpió Lumley-. Pasaron por aquí. ¡Miren!

Bajamos la vista. Estábamos en una especie de hondonada y el viento pasaba de largo sobre nuestras cabezas sin afectarnos apenas. Y vimos dos series de pisadas, unas grandes y otras pequeñas, que se estaban llenando de nieve. Si nos hubiéramos puesto en marcha cinco minutos más tarde, ya habrían desaparecido.

  Echó a andar, con la cabeza gacha, y tookey lo retuvo.

  -¡No! ¡No, Lumley!

  Lumley se volvió para enfretarse a Tookey, con las facciones descompuestas, y alzó un puño. Lo echó hacia atrás... pero algo en la expresión de Tookey lo hizo vacilar. De nuevo nos miró alternativamente a Tookey y a mí.

  -Se congelará -dijo, como si fuéramos un par de niños estólidos-. ¿No se dan cuenta? No lleva su anorak y sólo tiene siete años...

  -Podrían estar en cualquier parte -explicó Tookey-. No podrá seguir esas huellas. Desaparecerán bajo la próxima ráfaga.

  -¿Qué propone? -rugió Lumley con voz aflautada e histérica-. ¡Si vamos a buscar a la policía morirán congeladas! ¡Francie y mi esposa!

  -Es posible que ya estén congeladas -respondió Tookey. Sus ojos sostuvieron la mirada de Lumley-. Congeladas o algo peor.

  -¿A qué re refiere? -susurró Lumley-. Hable claro, maldito sea. ¡Dígamelo!

  -Señor Lumley -prosiguió Tookey-, hay algo en Jerusalem's Lot...

 Pero fui yo quien por fin se lo dijo, quien pronunció la palabra que nunca había pensado que pronunciaría.

  -Vampiros, señor Lumley. Jerusalem's Lot está llena de vampiros. Supongo que esto es difícil de aceptar... -me miraba como si me hubiera puesto verde.

  -Lunáticos -murmuró-. Son un par de lunáticos -luego se volvió, colocó ambas manos ahuecados a los lados de la boca y vociferó: ¡FRANCIE! ¡JANET!

  Empezó a alejarse nuevamente. La nieve le llegaba hasta los bajos del elegante abrigo. miré a Tookey.
  -¿Y ahora qué haremos?

  -Seguirlo -contestó Tookey. Tenía el pelo pegoteado por la nieve y parecía realmente un poco lunático-. No puedo dejarlo aquí a la intemperie, Booth. ¿Y tú?

  -No, supongo que no.

  De modo que empezamos a vadear la nievedetrás de Lumley en la mejor forma posible, pero él se adelantaba cada vez más. Entended, tenía el vigor de la juventud. Abría camino, arremetía por la nieve como un toro. La artritis empezó a fastidiarme terriblemente y me miré las piernas, dciéndome: Un poco más, un poco más, sigue caminando, maldito seas, sigue caminando...

  Tropecé con Tookey, que estaba detenido sobre un montículo de nieve, con las piernas separadas. La cabeza le colgaba y se apretaba el pecho con ambas manos.

  -¿Te sientes bien, Tookey? -pregunté.

  -Sí -contestó, apartando las manos-. Lo seguiremos, Booth y cuando se sienta agotado, entrará en razón.
  Llegamos a la cresta de un montículo y vimos a Lumley abajo, buscando desesperadamente más huellas. Pobre hombre, era imposible que las hallara. El viento soplaba directamente por el lugar donde se había detenido, y cualquier huella habría sido borrada tres minutos después de hecha. Con más razón después de un par de horas.

  Alzó la cabeza y aulló en medio de la noche:

  -¡FRANCIE! ¡JANET! ¡POR EL AMOR DE DIOS!

  Capté la angustia de su voz, el terror, y me apiadé de él. La única respuesta que obtuvo fue el ulular del viento, que sonaba como el silbato de un tren de mercancías. Casi parecía burlarsede él, diciéndole: yo me las llevé señor Nueva Jersey, el del coche lujoso y el abrigo de pelo de camello. Yo me las llevé y borré sus huellas y por la mañana estarán tan primorosas y heladas como dos fresas guardadas en el congelador de la nevera...

  -¡Lumley! -gritó Tookey contra el viento-. ¡Escuche, no piense en los vampiros ni en los espectros ni en nada por el estilo, pero piense en esto! ¡Está empeorando la situación de las dos! Tenemos que ir al buscar...

  Súbitamente se oyó una respuesta, una voz que surgía de la oscuridad como un tintineo de campanillas de plata y se me heló el corazón.

  -Jerry... Jerry, ¿eres tú?

  Lumley giró sobre los talones al oír la voz. Y entonces apareció ella, que brotó como un fantasma de las oscuras tinieblas del bosquecillo. Sí, era una mujer vestida con ropas de ciudad, y en ese momento me pareció la más hermosa que había visto n mi vida. Sentí deseos de correr hacia ella y decirle cuánto me alegraba de que al fin y al cabo estuviera sana y salva. Usaba una pesada prenda verde que según creo se llama "poncho". Flotaba alrededor de ella su cabellera oscura que tremolaba al viento como si fuera el agua de un arroyuelo de diciembre, un momento antes de que el frío invernal lo congele y lo inmovilice.
Quizás di un paso hacia ella , porque sentí la mano áspera y cálida de Tookey sobre mi hombro. Y sin embargo -¿cómo podría expresarlo?- anhelaba ir hacia ella, tan morena y hermosa, con el poncho verde flotando alrededor de su cuello y sus hombros, tan exótica y extraña que hacía pensar en una maravillosa mujer de un poema de Walter de la Mare.

  -¡Janet! -exclamó Lumley-. ¡Janet! -empezó a avanzar dificultosamente por la nieve hacia ella, con los brazos estirados.

  -¡No! -gritó Tookey-. ¡No, Lumley! 
 
 Lumley ni siquiera lo miró... pero ella sí. Levantó la vista hacia nosotros y sonrió. Y entonces sentí que mi ansia, mi anhelo, se trocaban en un espanto tan gélido como la tumba, tan blanco y silencioso como los huesos envueltos en una mortaja. Incluso desde el montículo vimos el tétrico resplandor rojo de esos ojos. Eran menos humanos que los de un lobo. Y cuando sonrió vimos cómo le habían crecido los colmillos. Ya no era humana. Era una muerta que había resucitado misteriosamente en medio de la negra tormenta ululante. 
 
 Tookey hizo la señal de la cruz en dirección a ella. Respingó... y luego volvió a sonreírnos. Estábamos demasiado lejos, y quizás demasiado asustados.

  -¡Basta! -susurré-. ¿No podemos impedirlo?

  -¡Ya es demasiado tarde, Booth! -contestó Tookey tristemente.

 Lumley le había tendido los brazos. Cubierto de nieve, él también parecía un fantasma. Le tendió los brazos... y después empezó a chillar. Oiré esa voz en mis sueños, ese hombre que chillaba como un niño en medio de una pesadilla. Quiso eludirla, pero los brazos de ella, largos y desnudos y tan blancos como la nieve, se estiraron y lo abrazaron. La vi ladear la cabeza, y proyectarla luego hacia adelante con fuerza.
  -¡Booth! -dijo Tookey roncamente-. Tenemos que salir de aquí.

 Y corrimos. Supongo que algunos dirán que corrimos como ratas, pero quienes lo digan no estuvieron aquella noche allí. Huimos volviendo sobre nuestros propios pasos, cayendo, levantándonos nuevamente, resbalando y deslizándonos. Yo miraba constantemente por encima del hombro para comprobar si la mujer nos seguía, luciendo su sonrisa y escudriñándonos con sos ojos rojos.

 Llegamos al Scout y Tookey se dobló en dos, apretándose el pecho.

  -¡Tookey! -exclamé, muy asustado-. ¿Qué...?

  -El corazón -respondió-. Hace cinco años, o más, que me martiriza. Llévame hasta el asiento de pasajeros, Booth, y salgamos inmediatamente de aquí.

 Pasé un brazo por debajo de su abrigo y lo llevé a rastras alrededor del vehículo y de alguna manera conseguí izarlo dentro. Echó la cabeza hacia atrás y ceró los ojos. Su piel estaba amarilla y parecía de cera.

 Rodeé corriendo el motor del Scout y casi tropecé con la niñita. Estaba junto a la portezuela del asiento del conductor, con sus trenzas, sin más abrigo que el exiguo vestido amarillo.

  -Señor -dijo con voz fuerte, clara, tan dulce como una bruma matinal-, ¿me ayudaría a buscar a mi madre? Se ha ido y tengo tanto frío...

  -Cariño -respndí-, cariño, será mejor que subas. Tu madre...

 Me interrumpí, y si hubo algún momento de mi vida en que estuve a punto de desmayarme, fue ese. Veréis, ella estaba allí, estaba arriba de la nieve, y no se veían pisadas, en ninguna dirección.
Entonces me miró, Francie, la hija de Lumley. No tenía más de siete años y seguiría teniéndolos durante una eternidad de noches. Su carita tenía un lúgubre color blanco cadavérico, y uno podría haberse hundido en el rojo y la plata de sus ojos. Y debajo del maxilar vi dos puntitos como alfilerazos, con los bordes espantosamente triturados.

 Me tendió los brazos y sonrió.

  -Álceme, señor -murmuró suavemente-. Quiero darle un beso. Después podrá llevarme a donde está mí mamá.

 Yo no quería hacerlo, pero no pude resistirme. Me incliné hacia adelante, con los brazos estirados. Ví cómo se abría su boca, vi los pequeños colmillosdentro del círculo rojo de sus labios. Algo resbaló por su barbilla, algo reluciente y plateado, y con un horror brumoso, lejano, remoto, me di cuenta de que le estaba chorreando la baba.

 Sus manecitas me rodearon el cuello y pensé: Oh, quizás no será tan desagradable, queizás no será tan desagradable, quizás después de un tiempo no será tan espantoso... Y en ese instante algo negro salió disparado del Scout y la golpeó en el pecho. Hubo una varahada de humo de extraño olor, un fogonazo que se extinguió un momento después, y en seguida ella se apartó, siseando. Su rostro se había crispado en una máscara vulpina de rabia, odio y dolor. Se volvió hacia el costado y... y desapareció. Lo que un segundo antes había estado allí, se trocó en un remolino de nieve con un vago aspecto humano. El viento no tardó en dispersarla por los campos.

  -¡Booth! -susurró Tookey-. ¡Date prisa!

 Y me di prisa. Pero no tanta como para no perder el tiempo de alzar lo que le había arrojado a la niñita al infierno. La Biblia de su madre.



 Eso ocurrió hace bastante tiempo. Ahor soy mucho más viejo y entonces ya no era un jovencito. Herb Tookey murió hace dos años. Se extinguió apaciblemente, por la noche. El bar continúa allí. Lo compraron un hombre de Waterville y su esposa, buena gente, que lo conservan más o menos como era antes. Pero no voy a menudo. Algo ha cambiado, desde que murió Tookey.

 En Jerusalem's Lot todo sigue como antes. Al día siguiente el sheriffencontró el coche de Lumley, sin gasolina, con la batería agotada. Ni Tookey ni yo dijimos nada. ¿Para qué? Y de vez en cuando alguien que anda haciendo auto-stop o que está caminando desaparece en esa comarca, en lo alto de Schoolyard Hill o cerca del cementerio Harmony Hill. Encuentran una mochila o un libro hinchado y blanqueado por la lluvia o la nieve, o algo por el estilo. Pero nunca a las personas.

 Aún tengo pesadillas acerca de aquella noche de tormenta en que fuimos allí. No tanto acerca de la mujer como acerca de la niña, y de la forma que sonrió cuando me tendió los brazos para que la alzara. Para poder besarme. Pero soy viejo y pronto llegará el momento en que acabarán los sueños.

 Es posible que vosotros mismos tengáis la oportunidad de viajar uno de estos días por el sur de Maine. La campiña es hermosa. Incluso es posible que os detengáis en el Tookey's Bar para tomar algo. No le cambiaron el nombre. De modo que bebed , y seguid mi consejo: poned directamente rumbo al norte, sin parar. Podéis hacer cualquier cosa, menos torced por la carretera que conduce a Jerusalem's Lot.
Sobre todo no lo hagáis después de que oscurezca. Por ahí ronda una niñita. Y sospecho que todavía espera su beso de despedida.



***

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