06 mayo 2011

Deje un poco de la felicidad que trae consigo



Cuando les vi desaparecer en la negrura, sentí un extraño escalofrío y me invadió una sensación de soledad, pero el conductor me echó una capa sobre los hombros y una manta sobre las rodillas, y me dijo en excelente alemán:

     -La noche es fría, mein Herr, y mi amo el conde me ha ordenado que cuida de usted. Hay un frasco de slivovitz (licor de ciruela del país) debajo del asiento, por si le apetece.

No lo probé pero era un consuelo saber que estaba allí, de todos modos. Me sentía un poco extraño, y bastante asustado. Creo que de haber tenido cualquier otra opción, la habría aprovechado, en vez de proseguir este viaje nocturno no sabía adónde. el carruaje corría a toda velocidad; luego dio una vuelta completa y se desvió por un estrecho camino. Me pareció que recorríamos una y otra vez los mismos lugares, de modo que tomé referencia de unos cuantos salientes y comprobé que así era. Me habría gustado preguntar al conductor qué significaba todo esto, pero no me atreví, pues pensaba que, de todas maneras, de poco habrían valido mis protestas si él tenía decidido demorarse. Más tarde, no obstante, sentía curiosidad por saber cuánto tiempo había transcurrido: encendí una cerilla y consulté mi reloj al resplandor de la llama; faltaban unos minutos para las doce. Esto me produjo una especie de sobresalto, ya que las últimas experiencias me habían vuelto particularmente sensible respecto a la superstición general acerca de esa hora. Aguardé con una ansiosa sensación de incertidumbre.

En ese momento, en alguna granja lejana empezó a aullar un perro: era un lamento angustioso, prolongado, como de miedo. A éste se le sumo otro perro, luego otro y otro; hasta que arrastrados por el viento que ahora soplaba suavemente por eld esfiladero, se oyó un coro de aullidos que parecían provenir de toda la región, según impresionaban la imaginación en la negrura de la noche. Los caballos se encabritaron al primer aullido. El conductor les habló con suavidad, y se calmaron; pero temblaban y sudaban como después de una carrera desbocada. Luego, a lo lejos, y procedentes de lasmontañas de unoy otro lado, se oyeron unos aullidos más fuertes -los de los lobos- que nos afectaron a los caballos y a mí por igual, pues me dieron ganas de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos se encabritaron otra vez y corcovearon furiosamente, de forma que el cochero tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para evitar que se desbocaran. Unos minutos más tarde, sin embargo, mis oídos se habían acostumbrado a los aullidos y los caballos se habían apaciguado, de forma que el cochero pudo descender y acercarse a ellos. Los acarició y tranquilizó, susurrándoles algo al oído como lo hacen los domadores, lo que tuvo un efecto extraordinario, ya que después de sus caricias se volvieron nuevamente manejables, aunque temblaban todavía. El conductor ocupó de nuevo su asiento y, sacudiendo las riendas, emprendió la marcha a gran velocidad. Esta vez, al llegar al otro extremo del desfiladero se metió de repente por un estrecho camino que torcía bruscamente a la derecha.

Poco después nos adentramos por un paraje poblado de árboles, que en algunos lugares formaban arco por encima del camino, dando la impresión de que corríamos por un túnel, y una vez más nos vimos escoltados por grandes y amenazadores peñascos que se alzaban a ambos lados. Aunque el terreno estaba protegido, oí que se estaba levantando viento, pues gemía y silbaba entre las rocas, y las ramas de los árboles entrechocaban a nuestro paso. El frío aumentaba por momentos y empezó a caer una nieve fina, en forma de polvo, de manera que no tardó en cubrirse todo de blanco a nuestro alrededor. El viento penetrante, aunque se iba debilitando amedida que avanzábamos, arrastraba aún los ladridos de los perros. Los aullidos de los lobos se oían cada vez más cerca, como si nos fuesen rodeando por todas partes. Yo estaba terriblemente asustado, y los caballos compartían mi miedo; sin embargo, elcochero no se alteró lo más mínimo. De cuando en cuando volvía la cabeza a izquierda y derecha, aunque yo no conseguía ver nada en la oscuridad.

De pronto, a la izquierda, divisé el parpadeo lejano y vacilante de una llama azulenca. El cochero la vio al mismo tiempo que yo; retuvo inmediatamente a los caballos y, tras saltar a tierra, desapareció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer y menos con los aullidos de los lobos cada vez más próximos, pero mientras dudaba, volvió a aparecer el conductor, ocupó su asiento y, sin decir una palabra, reemprendimos la marcha. Creo que debí de quedarme dormido y soñar ese mismo incidente, y ahora, al pensar en ello, se me antoja una espantosa pesadilla.

Por último, el cochero hizo una nueva parada y se alejó más que las otras veces; durante su ausencia los caballos empezaron a temblar violentamente y a resoplar y relinchar de terror. Yo no conseguía averiguar la causa, pero en ese instante, y entre unas nubes negras, surgió la luna por detrás de la mellada cresta de un monte rocoso y poblado de pinos, y descubrí que estábamos rodeados por un círculo de lobos de blancos colmillos y colgantes lenguas rojas, las patas largas y nervudas y el pelo desgreñado. Eran cien veces más terribles en este tétrico silencio que cuando aullaban. Me sentí paralizado de terror. Sólo cuando el hombre se enfrenta cara a cara con estos terrores es cuando puede comprender su auténtica importancia.

De pronto, los lobos empezaron a aullar otra vez, como si la luna hubiese ejercido algún extraño influjo sobre ellos. Los caballos se encabritaron, mirando a su alrededor de forma lastimera, pero el cerco vivo del terror los rodeaba por todos lados y se vieron obligados a permanecer dentro de él. Grité al cochero que volviese; me pareció que nuestra salvación estaba en romper elc erco y ayudarle a subir. Grité y golpeé el costado de la calesa, confiando en alejar a los lobos pro ese lado y darle ocasión de que llegara hasta la portezuela. No sé cómo lo hizo, pero el caso es que le oí alzar la voz con un tono de autoridad, y al mirar en aquella dirección le vi onmóvil en mitad del camino. Agitó los brazos como barriendo un obstáculo impalpable y los lobos fueron retrocediendo más y más. En ese preciso momento cruzó por delante de la luna una nube densa, y de nuevo se sumió todo en tinieblas.

Cuando conseguí distinguir las cosas otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo esto era tan extraño y misterioso que me sentí sobrecogido, y no me atreví a hablar ni a moverme. El tiempo me parecía interminable mientras corríamos, ahora casi en completa oscuridad, pues las nubes inquietas habían ocultado la luna. Seguíamos subiendo. aunque de cuando en cuando venía alguna súbita bajada, nuestra marcha era cuesta arriba. De pronto me di cuenta de que el conductor guiaba los caballos hacia el patio de un inmenso castillo en ruinas, en cuyas altas y oscuras ventanas no se veía un solo resplandor y cuyas almenas desmoronadas recortaban sus melladas siluetas contra el cielo iluminado por la luna.


II
Diario de Jonathan Harker
(Continuación)


5 de mayo

Debí de quedarme dormido, ya que si hubiese estado completamente despierto me habría dado cuenta de que nos acercábamos a este extraordinario lugar. En la oscuridad, el patio parecía de grandes dimensiones, pero como de él parten varios accesos bajo sus correspondientes arcos de medio punto, quizá me dio la impresión de que era mayor de lo que en realidad. Aún no lo he podido ver de día.

Al detenerse la calesa, el cochero saltó al suelo y me tendió la mano para ayudarme a bajar. De nuevo tuve ocasión de comprobar su fuerza prodigiosa. Su mano parecía verdaderamente un mecanismo de acero capaz de estrujar la mía, si quería. Luego cogió mi equipaje y lo dejó en el suelo junto a mí, ante una enorme puerta, vieja y tachonada de grandes clavos, bajo un pórtico de piedra saledizo. Pude ver, incluso a la escasa luz, que la piedra estaba tallada de forma imponente, pero que sus adornos esculpidos parecían muy erosionados por la lluvia y el tiempo. El cochero, entretanto, saltó otra vez a su asiento y sacudió las riendas; arrancaron los caballos y el coche desapareció bajo uno de los arcos oscuros.

Me quedé en silencio donde estaba, ya que no sabía qué hacer. No había signo alguno de aldaba o campanilla; no era probable que mi voz lograse traspasar estos muros severos y estas ventanas en tinieblas. Me parecía interminable la espera y me asaltaba un cúmulo de dudas y temores. ¿A qué clase de lugar había venido, y entre qué clase de gente estaba? ¿En qué siniestra aventura me había embarcado? ¿Era un incidente habitual en la vida de un pasante de abogado, que lo enviasen a explicar a un extranjero las gestiones sobre la compra de una finca en Londres? ¡Pasante de abogado! A Mina no le habría gustado. Abogado... Porque justo antes de salir de Londres me enteré de que había aprobado el examen; ¡ahora soy abogado con todas las de la ley! Empecé a frotarme los ojos y a pellizcarme para ver si estaba despierto. Todo esto me parecía una horrible pesadilla, y esperaba despertar de repente y encontrarme en casa, con la claridad del día filtrándose por las ventanas, como me pasaba a veces después de un día de trabajo excesivo. Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco, y mis ojos no se equivocaban. Estaba efectivamente despierto, y en los Cárpatos. Todo lo que podía hacer ahora era tener paciencia y esperar a que amaneciera.

Justo cuando llegué a esta conclusión oí al otro lado unos pasos pesados que se acercaban a la puerta, y a través de sus grietas vi el resplandor de una luz que se aproximaba igualmente. Luego sonó un ruido de cadenas y gruesos cerrojos al ser descorridos. Giró una llave con el chirriante sonido que produce un prolongado desuso, y se abrió la puerta.

Dentro había un hombre alto y viejo, de cara afeitada, aunque con un gran bigote blanco, y vestido de negro de pies a cabeza,sin una sola nota de color en todo él. En la mano sostenía una antigua lámpara de plata, en la que ardía una llama, sin tubo ni globo que la protegiera, la cual arrojaba largas y temblorosas sombras al vacilar en la corriente de la puerta abierta. El anciano hizo un gesto de cortesía con la mano derecha y dijo en un inglés excelente, aunque con un extraño acento:

     -¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!

No hizo el menor ademán de salir a recibirme, sino que permaneció donde estaba como una estatua, como si su gesto de bienvenida le hubiese petrificado. Sin embargo, en el instante en que crucé el umbral avanzó impulsivamente hacia mí y, tendiendo la mano, me cogió la mía con tal fuerza que no pude reprimir una mueca de dolor, un gesto que no atenúo el hecho de que la tuviese fría como el hielo...; tanto, que me pareció más la mano de un muerto que de un vivo. Repitió:

     -Bienvenido a mi casa. Entre libremente. Pase sin temor. ¡Y deje en ella un poco de la felicidad que trae consigo!

La fuerza con que me había estrechado la mano eran tan parecidaa la del cochero, cuya cara no había visto, que por un instante pensé si no estaría hablando con la misma persona; de modo que, para cerciorarme, dije inquisitivamente:

     -¿El Conde Drácula?

Hizo un gesto de asentimiento y contestó:

     -Yo soy Drácula. Le doy la bienvenida, señor Harker, a mi casa. Pase, el aire de la noche es frío, y seguramente necesita comer y descansar.




Drácula
Bram Stoker
Traducción de Francisco Torres Oliver
Alianza Editorial, 1981





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