24 noviembre 2008

Arturo Pérez-Reverte, cuatro historias

Arturo Pérez-Reverte
(Foto capitan-alatriste.com)

La noche del 25 de agosto de 1992, la artillería del ejército serbobosnio que asediaba Sarajevo atacó con granadas incendiarias la Biblioteca. A pesar de los esfuerzos de los bomberos, que llegaron a combatir las llamas con cubos de agua, el fuego se extendió por toda la primera planta del edificio, que terminó ardiendo como una tea. Los rescoldos estuvieron activos durante tres días, y durante más de una semana la ciudad se vio invadida por una lluvia inconsistente de pavesas. «Mariposas negras», llamaron los habitantes a esas cenizas de los libros y manuscritos destruidos, no se ha llegado a saber cuántos. Hay quien habla de seiscientos mil, y otras fuentes llegan hasta el millón y medio.

Dos de aquellos libros, de hojas chamuscadas y cubiertas ennegrecidas por el humo, con marcas de humedad, tierra y pisadas, están ahora sobre la mesa. Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) cubría para Televisión Española la guerra de los Balcanes, y esa noche de agosto fue testigo de cómo las llamas reducían la Biblioteca de Sarajevo a cenizas. Al día siguiente, mojados, inservibles, mezclados con cascotes y pedazos de madera, los recogió de un montón de escombros, junto con un trozo de estuco que también conserva. Es la primera historia.

Castillos, barricadas. La segunda tiene que ver con un recuerdo antiguo, de niño, en la biblioteca de su abuelo. Los libros, sacados de las baldas y amontonados por el suelo, eran calles, castillos, fortalezas, barricadas y torres almenadas que conquistaban, cuando podían, los soldados de plomo. En aquella biblioteca estaba todo Dumas, y todo el folletín del XIX: Balzac, Eugène Sue, Paul Féval, y Tolstói, Galdós y Dickens en ediciones que, a veces, más que antiguas, eran viejas, impresas en papel tosco, quebradizo, tostado como el café de malta, y periódicos encuadernados.

Y hubo un día, con ocho años, en que su madre pidió que sólo le regalaran libros. Iba a hacer la Primera Comunión -de marinero, no se recuerda en Cartagena nadie que haya hecho la Comunión de otra manera-, y los primos y tíos, abuelos y vecinos, cercanos y lejanos, le regalaron novelas, de aquéllas de la Colección Historias, de Bruguera, y la Juvenil Cadete, de Molino. Así que cuando cumplió diez años tenía, casi, cien libros: Melville, Scott, Stevenson, y Los tres mosqueteros, que fue el primero que leyó sin estampas, y que servía a la familia para jugar al trivial: ¿Cómo se llamaba la calle donde se hospedaba D'Artagnan?, preguntaban, o ¿qué dijo exactamente Portos al entrar en la taberna?

Durante el recreo. Fue entonces, más o menos, cuando un mal día -es la tercera historia-, un cura de los maristas, de aquellos de sotana hasta el suelo, brillante como el lamé, y gesto desabrido, le sorprendió leyendo en clase la primera edición en español de Goldfinger, de Ian Fleming, que le fue de inmediato confiscada. Y todavía recuerda cómo, durante el recreo, a hurtadillas, forzó el cajón de la mesa, cerrado con llave, para recuperarlo. Una hazaña. «Creo que en lo sustancial hay dos tipos de lectores -afirma-. Aquellos a quienes la lectura les sirve para imaginar, para soñar, y esos otros para quienes los libros son el primer paso de la aventura: el libro te lleva, te hace escapar. En mi caso, la ecuación "lecturas más puerto más mar más tradición marina" me llevó a irme.»

Y hay algo, sí, en su biblioteca, de bodega de barco victorioso, de camareta de capitán corsario donde se acumula el botín de la aventura: espadas, modelos navales, cuadros de batallas, soldados a escala, un Kalashnikov -uno no esperaba menos-, cartas de navegación, y libros. Como veinticinco mil. Quijotes -entre ellos las cuatro ediciones de la Academia-, mucho Quevedo y Moratín, Stendhal y Pynchon -tiene dos ejemplares de V, uno destrozado, de uso, y otro de repuesto-, Borges, todo, Nabokov, y dos libros con los que ha viajado durante algo más de veinte años en la mochila: África, Asia, Líbano: Las Vidas paralelas de Plutarco, en la edición de Edaf, y el tomo de las obras completas de Thomas Mann, en Plaza & Janés, que contiene Los Buddenbrook.

Habla también de la colección completa de Tintín, aquellos tomos antiguos, con el lomo entelado, que recuerda haber ido completando a lo largo del tiempo -Reyes, cumpleaños, fin de curso-, al precio de sesenta pesetas cada uno, y que sería lo primero que salvaría de un incendio, dice.

Hay un epicentro en todo este universo de libros y papeles localizado en la mesa donde escribe, junto a una foto de Conrad y una carta elogiosa, enmarcada, que sobre él escribió Patrick O'Brian; una concesión a la mitología. Ahí está su biblioteca de trabajo: diccionarios y libros de consulta, en tres o cuatro estantes que vacía y llena según acaba libros; después, la biblioteca de Alatriste, dedicada a la historia del siglo XVII, seguida de tres cuerpos de estanterías, del suelo al techo, donde están Cervantes, Quevedo y Calderón: lomos airosos, de piel, con nervios y tejuelos, florones y ruedas, y cortes dorados. O de oro.

Sorprendentes afinidades. Y después, la biblioteca de diario, sin un orden que sea fácil explicar, basado en extrañas, sorprendentes afinidades. «La biblioteca, ésta y cualquiera otra, es una tela de araña cuyo centro es el lector, y es el lector el que crea los vínculos, a veces imposibles, entre libros y autores: Mann y Dumas, por ejemplo, podrían parecer antitéticos, pero en esta biblioteca tienen algo que los une, como lo tienen Conrad y Agatha Christie, y muchos otros.» Y en esa armonía de lo invisible, Márai está al lado de Victoria Ocampo; Byron, tapa con tapa con Calvino, y Sartre con Zweig. En «La Pléiade», Montaigne, y en Aguilar, Balzac.

A partir de ahí, la biblioteca se extiende por el resto de habitaciones: en una, clásicos griegos y latinos -Ovidio, Homero, Sófocles-; en otra, Guerra de Independencia, Trafalgar, y libros de náutica: historia, reglamentos, ordenanzas: «Yo de lo que entiendo de verdad -asegura- es de la marina del XVIII, en lo demás soy un aficionado.»

Sótano a lo Kubrick. Hay libros de cine, también arte, historia; las obras completas de Ortega en la habitación de invitados, junto a la novela negra y la de espionaje: Highsmith, Chandler, Le Carré y la edición de Goldfinger rescatada del cajón de los maristas. Luego está el sumidero.

Y ésa es la cuarta historia: una escalera que baja a un sótano de paredes blancas, un poco Kubrick, que da a una habitación, al fondo, que recuerda a una morgue. Allí, una enorme mesa sobre la que se apilan los libros -¿unos quinientos?, ¿mil?- que no le interesan: Georges Perec, el pobre; Paul Auster. Libros que ha leído, o no, pero cuya suerte le es indiferente: El niño con el pijama de rayas, de Boyne; Theroux, Elefanta suite, y Bolaño, Los detectives salvajes. Lo que baja aquí difícilmente vuelve a subir, confiesa, ante ese pecio, silencioso, del naufragio.

Y ahí lo dejamos. En el recibidor, arriba, la enciclopedia Espasa, el Summa Artis, y un sable de coracero napoleónico. Lo normal.


Jesús Marchamalo
Diario ABC
15 de noviembre de 2008

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